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El Benefactor le devolvió la mirada, y una jovialidad no exenta de una ligera sombra de malevolencia centelleó por un instante en sus ojos. Luego los regordetes labios rojos sonrieron.

—Te esperaba un poco antes, doctora Índigo —dijo—. De todos modos, una visita que llega tarde es mejor que ninguna visita. Siéntate, por favor. Creo que tenemos cosas que discutir.

—He ido siguiendo tus progresos desde que llegaste a Alegre Labor —empezó el Benefactor—. Y los encuentro muy interesantes, aunque a veces resultan algo difíciles de comprender.

Índigo lo contempló con sorpresa. Acuclillada de buen principio con una rodilla apoyada en el suelo, el sobresalto de las primeras palabras del Benefactor la había hecho caer hacia atrás desmañadamente y ahora se encontraba sentada en el polvoriento suelo, como él había solicitado, muda por la sorpresa. El hombre parecía tan real... De carne y hueso, y no un espectro sin forma definida. Y, ¡no obstante, estaba muerto desde hacía siglos...

Los rojos labios se fruncieron en un mohín.

—¿Te has recuperado ya lo suficiente para hablar? Si es así, nos ahorraría tiempo y molestias a ambos si lo hicieras. —Eres... —farfulló Índigo, recuperando por fin la voz; leí polvo le cosquilleó en la garganta haciéndola toser—. ¿Eres el Benefactor?

—Sí; o al menos eso tengo entendido. —El mohín se transformó en una seca sonrisa—. No se me dio ese apelativo hasta transcurrido un tiempo de mi... desaparición es quizá la palabra adecuada, y por lo tanto su idoneidad podría ser discutible.

La muchacha sintió que le empezaba a dar vueltas la Cabeza. ¿A qué clase de criatura se enfrentaba? ¿A un fantasma? ¿A una ilusión?

El ser volvió a hablar antes de que ella pudiera serenarse. —De todos modos, la cuestión de mi título no es de especial importancia en este momento. Lo que sí tiene importancia ahora eres tú, y tus intenciones.

—¿Mis intenciones? —Involuntariamente, Índigo dirigió una rápida mirada al espejo por encima del hombro.

—De momento ya has descubierto el secreto, o debería decir uno de los secretos, de esta entrada. La verdad es que me impresionó sobremanera ver que casi conseguías pasar al primer intento. Por regla general, sólo los niños pueden hacerlo. Resultó muy Calentador.

«Niños..., claro», pensó Índigo. El misterio empezaba por fin a tener sentido.

—Así pues están bajo tu poder —dijo ella con aspereza— Empiezo a comprender.

El Benefactor sacudió la cabeza apesadumbrado. —Más bien me parece que no es así, doctora Índigo. Pero espero poder explicártelo todo, y confío en que cuando lo haya hecho tú y yo seamos aliados en una causa común. La audacia de tal afirmación hizo que Índigo reprimiera un resoplido de risa incrédula.

¿Aliados? —coreó—. ¿Después de haber atraído a Koru hasta aquí y de haberlo atrapado en tu mundo de fantasmas para que se convierta en otra de esas desdichadas criaturas? ¡Vas muy lejos en tus suposiciones!

El Benefactor no pareció afectado por su enojo. Con gran deliberación se inclinó al frente y realizó una breve anotación en el libro abierto ante él.

—Hummm, sí —dijo al cabo—. Ya veo que existe un malentendido.

—¡Yo veo claramente que no existe! —replicó Índigo, exasperada—. Has robado un niño, lo has conducido hasta este mausoleo y has conseguido con engaños que...

La interrumpió, con la misma suavidad que si ella no hubiera estado hablando.

—¿Crees que soy otro de tus demonios, doctora Índigo? Índigo se quedó boquiabierta sin poder pronunciar una sola palabra. El Benefactor efectuó otra anotación en su libro, y luego levantó la cabeza.

—¿Y bien? —repitió con amabilidad—. ¿Es así?

Un músculo se crispó violentamente en la garganta de Índigo.

—Tú no puedes estar enterado de... —¿De la misión que te ha llevado a vagar por el mundo durante medio siglo y que ahora has decidido arbitrariamente abandonar? Sí, sé muchas cosas sobre ti.

Grimya gruñó por lo bajo, e Índigo inquirió con voz extrañamente aguda: —¿Cómo?

—Porque te conozco. O, al menos, conozco lo que definiría mejor como un aspecto tuyo; creo que lo conozco considerablemente mejor que tú. Ahora, volvamos a mi pregunta; y tú, Grimya, querida loba, no vuelvas a gruñirme. Al contrario de lo que parece no soy de carne y hueso, de modo que tus dientes no tendrían ningún efecto en mí. —Dedicó una sonrisa a Grimya—. Habla, si tienes algo que decir. Conozco tu secreto y te aseguro que no tengo intenciones de darlo a conocer al mundo. Grimya miró a Índigo, anonadada. «¡Sabe que puedo hablar!», comunicó. «¿Cómo lo sabe? ¿Cómo?»

Índigo meneó la cabeza, y la loba se volvió hacia el Benefactor con rostro enfurecido y atemorizado a la vez. —¡No ten... go nada que decirte! —gruñó. El Benefactor la contempló por un instante, y luego levantó la mirada otra vez hacia Índigo.

—Te pregunté si crees que soy un demonio. Grimya parece haber decidido que sí lo soy. ¿Pero qué piensas tú? Índigo giró la cabeza; sentía náuseas. —No veo motivo —dijo, con la voz cargada ahora de amargura— para no estar de acuerdo con Grimya. Y no quiero tratos contigo. Vine aquí para huir de los demonios, no para enfrentarme a otro más. —Volvió de nuevo la cabeza hacia él—. ¡Cualquiera que sea el desafío que quieras lanzarme, no tengo intención de aceptarlo!

El Benefactor unió las yemas de los dedos de ambas manos y las contempló con atención.

—Lamentablemente —dijo—, puede que descubras que no tienes elección en este asunto. Me da la impresión de que no has considerado con atención suficiente la auténtica naturaleza de los demonios en general, y de los tuyos en particular.

—¡Hablas en clave! —exclamó Índigo con repugnancia.

—No, no. En absoluto. Puede que vea la cuestión desde el punto de vista de un filósofo, lo cual a la mente profana puede parecerle a veces un poco difícil de entender. Pero pregúntate esto: te has enfrentado con cinco poderes que para los propósitos de nuestra discusión denominaremos demonios, y los has derrotado. Pero ¿qué eran? ¿Eran seres de carne y hueso? No, no lo eran, aunque algunos puede que imitaran o incluso hubieran tomado posesión de los cuerpos de seres humanos cuando eso convenía a sus propósitos. ¿Eran, entonces, los espectros de seres humanos? No. ¿Deidades? Otra vez no, aunque uno pareció tener esa apariencia durante un tiempo. Así pues, llegamos a...

—Aguarda.

Índigo interrumpió aquel torrente de palabras. El Benefactor se detuvo en mitad de la frase y sonrió solícito.

—¿Sí? ¿Empiezas a comprender?

—¡No! ¡Esto es de locos! —Extendió uno de los brazos, abarcando la sala iluminada por la luna y todo lo que allí había—. Vine aquí para localizar a un niño perdido, no para sentarme a discutir con una..., una..., ¡una sombra! —Se puso en pie con cierta dificultad—. No me importa más que una cosa. ¿Liberarás o no a Koru de tu mundo espectral?

Durante varios segundos reinó un silencio total. Luego el Benefactor suspiró. Había tal melancolía en el sonido que cogió a Índigo totalmente por sorpresa.

—Ah, doctora Índigo, quizá fui un estúpido al poner en ti mi fe y mi esperanza. Tal vez debería haber comprendido que tú, al igual que yo, no eres más que un ser humano y como tal presa de muchos de los defectos de los humanos. Pero, claro, el optimismo fue uno de mis mayores defectos durante muchos años.

—No disimules conmigo, Benefactor. —Índigo se obligó a alejarse del ambivalente riachuelo por el que sus pensamientos intentaban deslizarse—. Sólo quiero una respuesta a mi pregunta.