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—Desde luego que sí. Soy tan humano como tú, doctora Índigo. No soy un fantasma ni una sombra, aunque puede que tampoco sea un hombre vivo en el sentido corriente de la palabra. Y desde luego no soy ningún demonio. —Una sonrisa burlona le oscureció la boca cuando volvió la cabeza para mirarla—. Te lo puedo demostrar, si me lo permites.

Índigo tragó saliva, intentando serenarse. Deseaba pruebas, sí..., pero ¿qué prueba podía él darle? Las palabras no eran suficientes. Se necesitaba más. Y se recordó a sí misma que, aunque el Benefactor no fuera él mismo un demonio, en este lugar existía una activa presencia demoníaca.

El Benefactor aguardaba su respuesta. Por fin, frunciendo el entrecejo, ella lo volvió a mirar.

—Dices que puedes probar lo que dices. ¿Cómo?

El volvió a señalar el espejo.

—Viniste aquí en busca del pequeño Koru. Tu intención es rescatarlo del mundo situado al otro lado del espejo y devolverlo a su familia. Tal y como ya he dicho, el chiquillo no es mi prisionero y no puedo influirlo directamente. Pero puedo ayudarte. Lo cierto es que sin mi ayuda puede que descubras que la misión que te has impuesto resulta imposible de cumplir.

—¿Es eso una amenaza? —Índigo dirigió una ojeada al espejo con expresión pensativa.

—No, no lo es. Ya has demostrado que posees la capacidad de cruzar el espejo, y yo no tengo ni poder ni el menor deseo de impedir que vayas a donde desees; pero tus ojos aún no están totalmente abiertos a lo que se oculta al otro lado. Yo puedo ayudarte a abrirlos. Y, cuando eso se consiga, quizá puedas encontrar y traer de regreso algo mucho más importante que un simple muchachito perdido. Algo de inestimable valor para ti, y también para Alegre Labor.

Los ojos de la muchacha se entrecerraron al devolverle la mirada. Se trataba de un esquema muy viejo y demasiado familiar y percibía la atracción de la trampa. Con tranquilidad pero con un tono lleno de veneno respondió:

—Quieres que te libre de un demonio.

Los hombros del Benefactor se encogieron mínimamente.

—Se podría decir que eso es cierto. Pero también, como ya hemos aceptado, los demonios del exterior son también los demonios interiores. Liberar Alegre Labor de su esclavitud significaría también liberarte a ti misma. —La oscura mirada varió de posición para clavarse en el suelo—. A menos que eso pueda llevarse a cabo, doctora Índigo, descubrirás que puede resultar mucho más bondadoso dejar a Koru donde está.

Por un momento, pensando en la situación de Koru, casi se sintió convencida. Pero una repentina ráfaga de escepticismo salió al paso de su indecisión. La explicación no la satisfacía.

—No —dijo—. Tus argumentos no son convincentes, Benefactor. Si las gentes de Alegre Labor son tu gente, ¿por qué no las ayudas? ¿Por qué me necesitas a mí?

—Porque carezco del poder para hacer lo que debe hacerse —respondió el Benefactor con sencillez.

—¿Y crees que yo lo poseo? —Sintió en su interior una aguda punzada de rabia.

—Sé que lo posees. Y puedo mostrarte cómo utilizarlo: no sólo por el bien de Koru sino también por el tuyo.

¡Ah, otra vez esa enigmática insinuación! No sólo por el bien de Koru sino también por el tuyo. Dando a entender que sin su ayuda ella no conseguiría nada, y a la vez intentando enredarla en alguna extraña intriga suya... No, se dijo Índigo, eso no serviría. A pesar del cambio en los sentimientos de Grimya ella no podía quitarse de encima sus propias sospechas y confiar en el Benefactor, fuera éste un fantasma, un ser vivo o cualquier otra cosa. Su objetivo era encontrar a Koru, y no estaba dispuesta a poner en peligro la vida del niño.

—No —replicó—. Vine aquí con una intención, y no pienso dejar que se me aparte de ella. Si este otro mundo tuyo tiene secretos, eso no es asunto mío... y tampoco tus tribulaciones o las de Alegre Labor. Lo siento, Benefactor; pero no seré tu adalid.

El Benefactor le dedicó una curiosa sonrisita amarga.

—Muy bien —dijo—. Me doy cuenta de que no puedo convencerte. Lo había esperado; pero... —Realizó un leve gesto casi de despedida—. Que así sea, entonces. Sigue al niño y convéncelo para que regrese. Si puedes.

—Lo haré —repuso Índigo, firme en su postura.

—Como quieras. De todos modos, tengo la impresión de que fracasarás en tu empeño. Cuando eso suceda, espero que reconsiderarás mis palabras, y aceptarás la ayuda que sólo yo puedo ofrecerte.

En lo más profundo del subconsciente de Índigo se agitó una tenue sensación de incertidumbre, pero la reprimió. A su lado, Grimya permanecía en silencio y la joven dirigió una rápida mirada a la loba, inquiriendo en silencio:

«Grimya, ¿hago lo correcto?»

La respuesta de Grimya fue categórica:

«No lo sé. Pero has tomado una decisión y a donde tú vayas, yo voy. »

El Benefactor se había acercado al espejo. Se detuvo frente a él, e Índigo se dio cuenta de que el cristal no devolvía ninguna imagen de su rostro y cuerpo sino sólo la vacía habitación a su espalda. El Benefactor profirió otro profundo suspiro y se volvió.

—Es de buena educación desearte suerte —dijo con cierta frialdad—. Y lo hago. No obstante, también me atrevo a esperar que tu buena suerte no tome la forma que tú esperas en estos momentos. Si es así, volveremos a encontrarnos.

La miró directamente y le dedicó una profunda y cortés reverencia. Por un instante, mientras volvía a erguirse, los ojos de ambos se encontraron e Índigo se sobresaltó ante la triste intensidad de su mirada. Luego se produjo un tenue brillo en el aire, un ligero movimiento como si se tratara de motas de polvo danzando a impulsos de la brisa, y el

Benefactor desapareció.

Durante unos segundos Grimya permaneció con la mirada fija en el punto donde él había estado. El aire en la oscura estancia permanecía totalmente inmóvil. Sobre su peana, tras las cuerdas protectoras, la vieja corona de bronce centelleó sombría. La loba volvió la cabeza para mirar a Índigo.

—Me pre... pregunto —dijo vacilante— adonde ssse ha ido...

—¿Quién sabe? A lo mejor sigue aquí pero invisible, espiándonos. —Pero no lo creía. La Casa daba ahora una sensación de vacío, como si una presencia y una vida... de un cierto tipo se hubieran retirado.

Reacia a teorizar más sobre la naturaleza de la existencia del Benefactor, Índigo extendió el brazo y acarició la cabeza de la loba para darle ánimos.

—¿Estás lista, cariño?

—Sssí —respondió Grimya, agitando la cola aunque con cierta indecisión. Levantó la vista una vez más—. Pero si no encontramos a Koru...

—Lo haremos. Hemos de hacerlo.

Índigo extendió el brazo y apoyó la palma de la mano sobre el cristal. Esta vez estaba preparada para la sacudida del cambio, pero de todas formas el corazón le dio un vuelco cuando la luz brotó como un torrente del centro del espejo para inundar la habitación. Y en el cristal volvió a aparecer el verde y ondulante paisaje del mundo fantasma.

El portal estaba abierto, Índigo percibía el hormigueante contacto de una brisa más cálida sobre los dedos extendidos, como si algo respirase suavemente sobre ellos. Extendió el brazo un centímetro más, y la mano empezó a desvanecerse en el interior del cristal... Aspiró con fuerza; luego, con Grimya pegada a ella, pasó al otro lado del espejo con la misma facilidad con que podría haber cruzado el umbral de una casa amiga, y penetró en el mundo de los fantasmas.

Lo primero que impresionó a ambas fue el silencio. No se trataba de un silencio siniestro ni tampoco amenazador, sino de una quietud extremada. La atmósfera poseía una cualidad casi traslúcida, y, aunque al igual que antes no brillaba ningún sol en el cielo, toda la escena estaba bañada por una luz suave. Se encontraban en el mismo sendero por el que habían huido Koru y los otros niños. A su izquierda se veía la moteada sombra del bosque mientras que a la derecha el destello del agua que Índigo había vislumbrado en el cristal se había transformado en un lento río de amplio cauce que serpenteaba a través de exuberantes prados en los que la hierba crecía hasta la cintura. Ante ellas, el paisaje se empañaba y dejaba entrever un lejano panorama de verdes colinas; entre dos de estas colinas una mancha de un color más brillante parecía señalar la posición de las torres que Índigo creía haber visto antes, aunque la suave luz impedía estar seguro de ello. Era una escena idílica, y sin embargo algo no encajaba del todo. La muchacha no podía señalarlo con precisión, pero estaba convencida de que faltaba algún elemento, algún ingrediente obvio y básico. ¿Sería acaso que esta dimensión era menos consistente que el mundo del otro lado del espejo? No, pensó Índigo; no era eso lo que estaba mal. Lo cierto era que en muchas cosas este mundo parecía más real que el mundo que habían dejado atrás, el aire más fresco, los colores más intensos. Pero faltaba algo.