Grimya, que había seguido sus pensamientos, irguió de improviso las orejas.
—Lo ten... go —anunció—. No se oye cantar a los pájaros. Escucha, Índigo.
Índigo se dio cuenta de que tenía razón. Incluso en Alegre Labor abundaban los pájaros, a los que se veía revolotear por entre los tejados y reñir por la comida en los campos de labor y en la plaza del mercado, y sus trinos y gorjeos eran una constante y deliciosa música de fondo que animaba la austeridad de la ciudad. Pero aquí, donde habría cabido esperar encontrarlos a cientos, ni un solitario silbido rompía el silencio.
Grimya alzó la cabeza y contempló el bosque situado un poco más allá, a su izquierda.
—No hay mov... movimientos en los árboles —añadió, perpleja—. No es que los pájaros no canten: es que ni siquiera están aquí.
No había canciones, no había pájaros... ¿Qué otra cosa le faltaba a este lugar?, se preguntó Índigo. Recordó a los niños: los pequeños duendecillos que reían detrás de la cerrada puerta de la enfermería, los espectrales dobles que avanzaban a saltitos junto a sus abstraídos gemelos; fantasmas incapaces de manifestarse por completo en una dimensión física... ¿Era éste su mundo, y sólo los fantasmas podían existir en su interior? Pero Koru había entrado sin impedimentos, y ella y Grimya, que también eran de carne y hueso, habían podido seguirlo...
El corazón le dio un nervioso vuelco al pensar en ello, y bajó la mirada rápidamente hacia su propio cuerpo como si esperara verse convertida en un espectro insustancial. Fue un temor infundado, pues se sentía y parecía tan sólida como siempre; pero aquello hizo que su cerebro volviera bruscamente a la actividad.
—Grimya, no podemos perder tiempo. —Habló en voz baja, incapaz de deshacerse de la sensación de que alguien o algo podría estar escuchando—. Hemos de encontrar a Koru.
—Estoy de acuerdo —respondió Grimya agitando la lengua en el aire—, pero ¿por dónde empezamos? —Bajó el hocico hasta el suelo—. He intentado encontrar un rastro, pero no hay na... da. Ningún olor.
—Bueno, nos encontramos en el sendero por el que se marcharon él y los niños al huir de mí. —Índigo intentó formar una visera con la mano para ver mejor, pero al no existir resplandor solar que vencer nada cambió en su visión—. Tu vista es más aguda que la mía. ¿Puedes ver adonde conduce este sendero?
La loba miró con atención a lo lejos.
—Me parece que sssí. Creo que pas... sa por entre esas dos colinas más altas.
—¿Dónde están las torres..., si es que son torres?
—Sssí; y son torres. Las distingo bastante bien.
—Entonces seguiremos el sendero.
Existía una posibilidad de que Koru y sus extraños compañeros se hubieran dirigido a las torres; era lógico suponer que el chiquillo pensaría que ofrecían un escondite más seguro que las parcelas del bosque.
Se pusieron en marcha, y, cuando Grimya inició de forma natural su uniforme trote largo, Índigo descubrió con sorpresa que no le costaba nada mantener el ritmo del animal. Grimya olvidaba a menudo que su amiga sólo tenía dos piernas, pero por primera vez Índigo parecía capaz de mantener la velocidad de la loba. Era una experiencia desorientadora pero deliciosa. A Índigo le pareció casi Como si nadara pero sin el freno del agua para dificultar su avance. Su cuerpo parecía ingrávido y las suelas de los zapatos apenas rozaban el suelo mientras corría, aunque existía el contacto suficiente para confirmarle la tosca solidez del sendero que discurría bajo sus veloces pies. Y avanzaban tan deprisa... Los árboles pasaban volando junto a ellas en una mancha borrosa y el perezoso río se perdía ya en un recodo que desaparecía a su espalda.
—¡Grimya! —La voz surgió en un ahogado jadeo, que el cálido viento le arrebató al chocar contra su rostro—. ¿Qué me sucede?
—¡No lo sé! —fue la entusiasta respuesta de la loba—. ¡Pero yo también lo noto, Índigo! ¡Jamás había corrido tan rápido! ¡Esss ex... traño y maravilloso!
Extraño y maravilloso... y estimulante. De pronto Índigo empezó a reír de pura alegría. Aquella velocidad, aquella libertad... ¡Qué carrera! Sí, hacían una carrera, competían entre ellas, ¡corrían por correr!
—¡Índigo! —chilló Grimya—. ¡Atrápame! ¡Atrápame si puedes!
Y, antes de que ella pudiera responder, la loba abandonó el sendero y corrió al interior del bosque. El dosel de hojas se agitó y regresó a su puesto y, con un coletazo de la gruesa cola, la loba desapareció en el follaje.
—¿Grimya? —Índigo frenó en seco—. ¿Grimya, dónde estás?
Del interior del bosque llegó una lejana llamada: —¡Sssí! ¿Dónde? ¡Encuéntrame!
La risa y la falta de aliento le producían a Índigo un agudo dolor en el pecho pero la sensación la deleitó.
—¡Te encontraré! —respondió a gritos—. ¡No puedes esconderte de mí!
Se lanzó al interior del bosque, a una fresca y húmeda penumbra en la que danzaban la luz y las sombras. Había zarzas y matorrales por todas partes y una gruesa capa de mantillo en el suelo, pero nada dificultó su avance en busca de Grimya.
Ahí estaba; ante ella se abría un claro, y en el claro se veía una figura gris. Grimya estaba agachada, con el hocico casi pegado al suelo y los cuartos traseros levantados, como un cachorro excitado. En cuanto Índigo salió de entre los árboles, la loba saltó a un lado con extraordinaria agilidad y volvió a salir corriendo; cruzó por delante de su amiga, que estiró un brazo para agarrarla, y regresó a toda velocidad al sendero, Índigo salió tras ella y al abandonar el bosque se encontró con Grimya que la esperaba en el sendero, la cola
balanceándose furiosamente, la lengua colgando y las cuatro patas listas para emprender la huida. —¡Corr... rre! —gritó Grimya—. ¡Cooorrre! ¡Cógeme! ¡Cógeme! —Y echo a correr.
Fue una persecución salvaje, enloquecida y maravillosa. Ninguna de las dos podría haber dicho cuánto duró, pero en aquellos momentos les pareció interminable; un anárquico y jubiloso juego infantil de «atrápame si puedes» a través de verdes praderas y cortos y flexibles mantos de césped, por entre bosquecillos y por encima de diminutos arroyos, zigzagueando a un lado y a otro. Ora era Grimya quien iba a la cabeza, ora era Índigo quien llevaba la delantera; sin dejar de gritarse la una a la otra llenas de excitación, corriendo, agachándose, saltando, sin pensar en nada que no fuera la propia diversión. Por fin llegó un momento en que Índigo alcanzó a Grimya —o Grimya la alcanzó a ella— en lo alto de un pequeño montículo cubierto de maleza. La loba dio un salto en el aire; Índigo, llorando de risa, la agarró por el pelaje del cuello, y las dos perdieron el equilibrio y cayeron rodando por la verde ladera para ir a detenerse en la base hechas un ovillo de pelo, patas, piernas y brazos. Al intentar incorporarse, Índigo se golpeó un codo con una piedra medio oculta entre la hierba, y la momentánea punzada de agudo dolor del brazo tuvo un repentino y sorprendente efecto en ella.