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«¿Qué estamos haciendo?» La comprensión la golpeó con la misma fuerza que si le hubieran arrojado un cubo de agua helada al rostro, y sacudió la cabeza como si despertara de un profundo sueño. Jugaban; estaban jugando como criaturas cuando deberían estar buscando a Koru...

—¡Índigo! —A menos de dos metros de distancia Grimya giró sobre sí misma en un triple círculo, sin dejar de mover la cola violentamente—. ¡Te echo una car... rrrera otra vez hasta la cima!

—¡No! —Mientras la loba tensaba los músculos para iniciar otra vez la persecución, Índigo estiró el brazo en un gesto frenético para impedírselo—. ¡No, Grimya, no lo hagas!

La loba echó las orejas atrás y luego al frente, y una expresión confusa apareció en el brillo ansioso de sus ojos.

—¡Índigo! ¿Qué quieres decir, qué sucede?

Grimya... —Empezó a ponerse en pie muy despacio.

El dolor del brazo había desaparecido, pero la sensación desencadenada seguía allí, y notó cómo el corazón le empezaba a latir con fuerza como si tuviera un martillo bajo las costillas—. Grimya, ¿qué es lo que hacemos? Vinimos aquí en busca de Koru y en cambio... —No pudo expresarlo, no encontró las palabras que quería decir. Se llevó de improviso las manos al rostro y se oprimió las sienes con las puntas de los dedos—. ¿Qué se ha apoderado de nosotras?

Súbitamente, el hechizo que ya se había roto para Índigo se rompió también para Grimya. La cola y las orejas de la loba cayeron flojamente contra el cuerpo, y la comprensión fue abriéndose paso en sus ambarinos ojos para ser sustituida casi al momento por la desolación.

—¿Cómo sucedió? ¡No lo comprendo! Hace un momento simplemente corríamos, y entonces..., y entonces...

Índigo se encontraba ya en pie y se acercó a la loba con paso no muy firme. Todavía se sentía algo aturdida, y sacudió la cabeza para intentar despejarla y eliminar un impulso residual de volver a empezar a reír desenfrenadamente.

—Yo tampoco lo comprendo. —Volvió a sentarse sobre la hierba y apretó a Grimya contra su cuerpo—. No se me ocurre qué idea estúpida se apoderó de mí. A lo mejor fue...

no sé; a lo mejor fue la velocidad a la que íbamos, la excitación que producía... —Se habían comportado como chiquillos, corriendo y gritando y riendo... Hizo una pausa y aspiró con fuerza—. Pero ahora ya ha pasado, ha perdido su poder. ¿Estás bien?

—Sssí. —Grimya inclinó la cabeza—. Estoy bien aho... ra. —Agitó las orejas; luego volvió a levantar la mirada... y de improviso su cuerpo se tensó—. ¡Índigo, mira por encima del hom... bro! ¡Mira adonde hemos llegado!

Índigo volvió la cabeza sorprendida. A menos de quinientos metros del punto en el que se encontraban, unos muros de piedras pulidas relucían en la nebulosa luz.

—¡Las torres!

La voz de Índigo se transformó en un grito de asombro. Pocos minutos antes, o al menos eso parecía, la extraña y reluciente estructura se había encontrado a enorme distancia, apenas visible por entre los pliegues de dos colinas lejanas, pero de alguna forma el febril juego zigzagueante había conducido a Índigo y a Grimya hasta estas colinas y casi a los pies de las torres. Era imposible que hubieran cubierto una distancia así, pensó Índigo; no era posible, y se frotó los ojos, convencida de que su visión se aclararía de pronto y las torres se disolverían hasta desaparecer.

Pero no desaparecieron. Siguieron allí altas, esbeltas y sólidas, elevándose en un elegante racimo desde detrás del elevado telón del muro que se extendía entre las dos colinas protectoras. Eran cinco las torres, todas ellas aparentemente construidas en mármol aunque cada una brillaba con un leve tono pastel diferente, verde y azul y gris entremezclándose con rosa y oro. Gran cantidad de ventanas reflejaban la luz diurna como diamantes incrustados en las paredes, y, rematando cada torre, una brillante banderola ondeaba al viento.

Índigo volvió a ponerse en pie. Sin decir nada empezó a ascender la suave ladera de la colina, con la mirada fija en el muro que tenía delante. Grimya saltó tras ella y la alcanzó en tres zancadas, y las dos ascendieron juntas en dirección a las torres, que parecían reflejar la luz como espejismos.

El elevado muro quedaba ya a pocos metros de distancia cuando la loba se detuvo de improviso.

—¡Índigo! —llamó, haciendo que la muchacha se detuviera en seco—. ¡Oigo cantar!

Repentinamente alerta, Índigo aguzó el oído. Débil pero claro, también ella lo oyó: el lejano sonido de voces infantiles en alegre aunque no muy perfecta armonía, surgiendo del otro lado de la pared.

Levantó la mirada, pensativa, hasta lo alto del muro. Medía por lo menos tres metros y medio y estaba cortado a pico, sin un solo asidero en toda su lisa superficie. Imposible escalarlo; sin embargo, tampoco había la menor señal de una puerta ni de ningún otro modo de acceso. ¿Cómo habrían entrado los niños? La canción terminó bruscamente y se escuchó el sonido de risitas seguidas de ahogados murmullos, como si líos niños discutieran algo entre ellos. Aprovechando rápidamente la ocasión, Índigo colocó las manos sobre la boca a modo de bocina e hizo intención de llamar; pero, antes de que pudiera emitir ningún sonido, Grimya la atajó en silencio:

«¡Espera! ¡Escucha!»

Los niños volvían a cantar, con voces discordantes en un principio que se fueron tornando más sonoras y seguras a medida que otras nuevas se unían a la canción. Durante unos instantes, quizá porque era tan familiar, el cerebro de Índigo no registró de forma consciente lo que cantaban, pero Grimya lo reconoció al momento. Los ambarinos ojos de la loba se abrieron de par en par y levantó la vista hacia el rostro de Índigo, la lengua colgando de la boca.

«¡Esa canción! ¡Es la que cantaste a Koru la noche anterior a su huida!»

Y, mientras los niños seguían cantando, Índigo recordó.

Canna mho ree, mho ree, mho ree, canna mho ree na tye; si inna mho hee etha narrina chee im alea corro in fhye.

Las palabras, en la melodiosa lengua de las Islas Meridionales, sonaban pervertidas, como si los niños se limitaran a repetir lo que habían oído como lo hacen los bebés. Pero Índigo conocía esta canción desde que había empezado a andar..., y aquella noche aciaga la había cantado para Koru, mientras Ellani la miraba ceñuda desde su rincón.

—¡Koru debe de haberles enseñado la canción! —Su voz era un murmullo—. La recordó, y se la enseñó. Tiene que estar con ellos, Grimya, detrás del muro...

Terminó el primer verso, pero dio la impresión de que los niños no estaban tan seguros del segundo verso, ya que el canto se interrumpió y empezaron a susurrar y murmurar de nuevo, Índigo tomó aliento, y, antes de que ellos pudieran iniciar otra vez la canción, la voz de la muchacha se elevó fuerte y clara.