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Koru tiró de su labio inferior con un dedo vacilante.

—¿También les teníais miedo?

—Sssí. No habrían comp... prendido, y nos habrían echado. Es por eso que... —vaciló, e Índigo escuchó su muda disculpa por la inocente mentira que venía a continuación—... vinimos a este lugar. No a llevarte de vuelta: a estar contigo.

Índigo contempló a la loba con estupor. Jamás se le había ocurrido que Grimya pudiera ser tan tortuosa; pero tortuoso era una calificación injusta. La loba comprendía a Koru a un nivel profundo y fundamental que ella jamás podría alcanzar; Koru era un niño, y también Grimya era infantil. Ella conocía y compartía las sencillas pero a la vez vitales esperanzas, sueños y temores de un niño; emociones libres y sin restricciones que para Índigo, como para la mayoría de los humanos, se perdían irremisiblemente cuando la infancia quedaba atrás. De improviso, le vino a la mente el recuerdo de Grimya corriendo, saltando y ladrando durante su febril persecución a través de prados y bosques, y con él otra imagen que Índigo jamás había presenciado pero sí imaginado a menudo: el pequeño y ansioso cachorro explorando el extraño nuevo mundo del bosque del País de los Caballos en el que acababa de nacer, antes de que los suyos se dieran cuenta de su mutación y lo expulsaran como un paria. Repentinamente angustiada, la muchacha se llevó una mano al rostro...

—¡Índigo! —Era la voz de Koru, bastante cambiada ahora—. ¡Estás llorando!

—No... —Fue una negativa automática, un impulso; Índigo sorbió con fuerza y se secó los ojos con el dorso de la mano—. No, no lloro. Ahora no.

—Mi madre dice que no está bien llorar, pero yo no la reo. No está mal, no aquí. Yo... — Koru luchó consigo mismo durante un momento; la juventud y la inocencia le impedían comprender más que una ligera parte—. Yo..., yo no quería decir lo que dije. Sobre lo de que estabas muerta. Lo siento, Índigo.

Le fue imposible contestarle pero hizo un gesto con la fulano para quitarle importancia.

—Si me hubieras dicho lo de Grimya. —Koru miró a la loba con expresión admirada—. Si lo hubiera sabido, todo podría haber sido diferente. Pero pensé que habíais venido a sacarme de aquí, y no pienso regresar. —Sacudió la cabeza—. No lo haré.

—Koru...

Pero la voz mental de Grimya interrumpió lo que Índigo había estado a punto de decir.

«No, Índigo. Creo que no sería, sensato discutir con él ahora. » Índigo reprimió sus palabras, y suspiró. Luego, de pronto, sintió que le tiraban de la manga.

—Señora que canta. —Se trataba de la chiquilla de rostro solemne. Más atrevida que sus compañeros, se había adelantado y ahora miraba a Índigo con mirada seria y atenta—. Le toca bailar a Koru.

Lo incongruente de su preocupación, declarada con tanta firmeza, hizo que Índigo se atragantara con un inesperado ataque de risa. Koru sonrió de oreja a oreja.

—¡Sí, Índigo! ¡Bailemos! —Hizo una pausa—. Estaba en la torre. Te oí y quería tomar parte, pero no me atrevía. Ahora ya no tengo miedo. —De improviso extendió los brazos hacia ella para ayudarla a ponerse en pie—. Ojalá hubieras traído el arpa; me gusta. Pero de todos modos no importa, porque supongo que el Benefactor te puede hacer otra si se lo pides.

No fue hasta que la hubo ayudado a incorporarse que Índigo se dio cuenta de lo que el niño acababa de decir.

—¿El Benefactor? Koru, háblame del Benefactor. ¿Qué es? ¿Quién es?

Koru torció el rostro, pensativo.

—Bueno, la verdad es que no lo sé muy bien —contestó—. Verás, sólo lo he visto una vez, y no le hablé. Pero todos mis amigos lo conocen. A veces todos fingimos que es un rey.

Eso es divertido... En una ocasión tuve un libro en el que salían reyes, de modo que lo sé todo sobre ellos y se lo puedo contar a los otros.

Índigo se dio cuenta de que Grimya observaba a Koru con gran atención. Vaciló y luego aventuró, intentando mantener la voz neutraclass="underline"

—¿Así que no os... tiene prisioneros aquí? —¿Prisioneros? —Los ojos de Koru se abrieron desmesuradamente, y el niño se echó a reír con fuerza—, ¡Índigo, tienes unas ideas tan tontas! Todos mis amigos quieren al Benefactor. Dicen que no es lo que en Alegre Labor creen que es, y que todos los de allí saben la historia al revés. Creo que eso es muy divertido, ¿no te parece? Grimya, intervino antes de que Índigo pudiera responder. «Índigo, no le hagas más preguntas. No ahora. Su confianza en nosotras pende de un hilo muy fino, me parece, y sería mejor asegurarse de ella antes de intentar convencerlo para que regrese a casa. Además», agitó la cola, indecisa, «no quiero decepcionar a los niños».

Había un leve deje de tristeza en su voz mental, como si no estuviera convencida de la necesidad de conseguir que Koru regresase a casa, Índigo iba a protestar cuando se dio cuenta con gran consternación por su parte de que , no estaba totalmente en desacuerdo. El contraste entre la felicidad de Koru y la clase de vida que lo esperaba allá en Alegre Labor era enorme. ¿No sería posible, sólo posible, que el niño estuviera mejor en este mundo... ?

La insidiosa idea la horrorizó. No podía permitirse considerar tal posibilidad; era poco escrupuloso y una terrible traición a Hollend y Calpurna que habían sido tan buenos con ella. Sacudió la cabeza para desterrar aquellos pensamientos, y advirtió que los niños volvían a amontonarse a su alrededor.

—¡Señora que canta, señora que canta! —¡Terminemos el baile!

—¡No, no; empecérnoslo otra vez! ¡Será aún más divertido!

Koru le tiró de la mano.

—¡Vamos, Índigo! ¡Vuelve a empezar, canta la canción! Grimya ladró, la cola agitándose ansiosa ahora, e Índigo cedió. Los niños formaron un nuevo corro y empezaron a saltar a su alrededor, con la loba y Koru entre ellos, Índigo levantó los ojos hacia las cinco relucientes torres de color pastel que se elevaban hacia el cielo; luego aspiró con fuerza y comenzó a cantar.

La diversión continuó indefinidamente hasta que Índigo perdió por completo el sentido del tiempo. Los niños parecían incansables, y la finalización de cada baile o juego provocaba sonoras y apasionadas súplicas de uno nuevo hasta que llegó un momento en que Índigo sintió que ya no podía entonar ni una sola nota más.

Alzó ambas manos en señal de protesta al estallar un nuevo grito en demanda de otro juego. —¡Por favor, por favor! —suplicó. «¡Dulce Señora!», pensó con desesperación. «¿Cuántas horas han transcurrido? ¿Qué estará sucediendo en Alegre Labor... y qué deben de pensar Hollend y Calpurna?»

»¡Mi garganta está demasiado cansada! —La rodeó con Una mano y sacó la lengua, haciendo una horrible mueca; los niños se echaron a reír divertidos, e Índigo les siguió la corriente—. ¡Soy demasiado vieja para mantener vuestro ritmo mucho tiempo!

Se llevó la otra mano a la espalda y empezó a dar torpes saltitos como una anciana en una obra cómica. La exhibición fue recibida con estruendosas carcajadas, e Índigo se sintió ligeramente sorprendida ante lo fácil que le había resultado adoptar el papel de compañera de juegos y animadora; también se dio cuenta de que se estaba divirtiendo enormemente con todo aquello, igual que se había divertido en su anterior juego con Grimya, cuando se olvidó de todo en alas de una total y desenfrenada diversión.

Pero ¿había algún mal en tan inocente juego? Los rostros embelesados de los niños habrían sido recompensa suficiente en cualquier circunstancia; en este entorno tranquilo y a la vez estimulante el encanto se multiplicaba por diez.