Como una pequeña bandada de estorninos que se encamina hacia el nido, los niños giraron como uno solo en dirección a la parte del muro donde la puerta por la que Índigo y Grimya habían entrado en el jardín todavía permanecía abierta de par en par. Koru se rezagó unos instantes, y sus ojos observaron llenos de curiosidad a Índigo.
—¿Estás segura? —preguntó.
Grimya, en su cerebro, añadió:
«Índigo, no sabemos lo que podemos encontrar. Puede haber peligro. »
Índigo no miró a ninguno de los dos. Su mirada estaba clavada en la pared, los ojos fijos en algo situado más allá de ella; no, al parecer, en otro lugar sino en otra época. Asintió.
—Estoy segura.
—No es que yo quisiera huir. —Koru levantó los ojos hacia Índigo con expresión pesarosa—. Pero tuve que hacerlo, después de lo que pasó y lo que mamá y papá dijeron. No quería hacerlos desgraciados, pero tenía que irme. Lo comprendes, ¿verdad, Índigo?
Seguían a los niños por la mullida alfombra de hierba de otra suave colina, la tercera o la cuarta que cruzaban desde que habían abandonado las torres y el jardín, Índigo sabía que Koru hubiera preferido ir delante junto con sus amigos, cuyas voces resonaban alegres mientras corrían y saltaban y se entregaban a fingidos combates, persiguiéndose unos a otros entre la maleza. Pero los lazos de la amistad, emparejados quizá con los restos de un sentimiento de deber o culpabilidad, lo habían impulsado a permanecer junto a ella y a intentar explicar lo que había hecho.
—Sí, Koru, claro que lo comprendo —respondió Índigo.
Le habría resultado fácil añadir que aunque simpatizaba con él también simpatizaba con su afligida familia, y pedirle que pensara en la tristeza que les había ocasionado. Pero compartía el punto de vista de Grimya de que aún no había llegado el momento de la persuasión, y que de todos modos no sería honrado intentar manipular la conciencia de Koru. No había la menor duda de que el niño conocía perfectamente las consecuencias de su acción, y aprovecharse de ello no haría más que añadir confusión a su ya trastornada mente. No obstante existían zonas en las que se podía penetrar con tranquilidad, y por eso preguntó:
—¿Cómo encontraste la forma de llegar aquí, Koru? ¿Cómo sabías que este mundo existía?
El niño meditó un buen rato antes de responder.
—Creo... que siempre he sabido que estaba aquí. Siempre que iba a la Casa del Benefactor era como si lo sintiese. Y luego, cuando... bueno, cuando... esa noche... simplemente supe que tenía que regresar a la Casa. Pensé que me asustaría entrar en ella en la oscuridad, pero no fue así. El portillo estaba abierto cuando llegué, de modo que entré. —Una gran sonrisa le iluminó el rostro de repente—. Ellos me esperaban, todos mis amigos estaban allí esperando. Dijeron que sabían que vendría, y me enseñaron cómo pasar al otro lado del espejo.
—Hablas de tus amigos como si los conocieras desde siempre —comentó Índigo con una sonrisa.
Koru pareció algo perplejo.
—Bueno..., no es cierto, claro. Pero los había visto, cuando venían y me llamaban y querían que jugara con ellos, y ahora es como si los conociera desde hace siglos, de modo que no importa realmente. —De nuevo le dedicó aquella rápida y brillante sonrisa—. Es como lo que sucede con los amigos de verdad, ¿no es cierto?
Índigo escogió sus siguientes palabras con sumo cuidado. Necesitaba hacer la pregunta, pero también se daba cuenta de que la confianza de Koru en ella pendía todavía de un hilo, y de lo fácil que sería perderla.
—Koru... —Miró al frente donde los niños chillaban y reían y se perseguían unos a otros—. ¿Crees que tus amigos son... fantasmas?
—¿Fantasmas?
Ella había esperado indignación, posiblemente enojo, miedo incluso; lo que no había esperado era la carcajada que brotó de la garganta de Koru, como si ella le acabara de contar un chiste muy gracioso.
—¡Oh, no, no son fantasmas! —Se acercó un poco más a ella y añadió en tono de confidencia—: Antes pensaba que podrían serlo, y por eso les tenía miedo. Pero no son fantasmas, Índigo. Son personas, igual que nosotros.
—Pero no son exactamente iguales a nosotros, ¿verdad? —insistió Índigo con cuidado—. ¿Cómo viven? ¿Qué comen?
—No tienen que comer nada —respondió Koru, encogiéndose de hombros—. Eso es lo que resulta tan maravilloso. ¡No tenemos que hacer nada que no queramos hacer! No tenemos que estudiar, o trabajar en los campos, o irnos a la cama cuando nos lo dicen. Podemos dedicarnos a jugar y cantar y bailar y divertirnos todo el tiempo, y no hay nadie que nos diga que está mal, o que no podemos creer en cosas, o... —Su voz se apagó bruscamente al darse cuenta, algo tarde, de adonde conducía el ligero sondeo de la muchacha. Su rostro se ensombreció y la miró con algo parecido a la desconfianza.
»No voy a regresar. —La voz mostraba un tono de desafío—. Lo de antes lo dije en serio, Índigo. No quise decirlo de una forma tan horrible, pero era cierto de todos modos. Las personas de Alegre Labor, incluso mis padres, no sienten nada; nunca ríen, ni juegan ni cantan. Eso es casi como estar muerto; cuando toda la felicidad y la alegría de tu interior se marchita y ya no existe, y ellos dicen que no era real y no debes volver a hablar sobre ello.
—Su boca se contrajo con una mueca de tristeza—. Son ellos los que son como fantasmas, no mis amigos. «Yo lo comprendo, Índigo», dijo Grimya en la mente de su amiga, «Me parece que tiene razón. Eso es una especie de muerte; y todo lo que Koru quiere es seguir vivo».
Índigo se mordió el labio inferior. Se había sentido muy conmovida por las palabras de Koru y se compadecía de su situación; pero también se compadecía de Hollend y Calpurna. Fuera lo que fuera lo que el niño pensara de ellos, por muy amargado y traicionado que se sintiera, Koru no había considerado su dolor. Ella no podía abandonar su deber para con ellos.
—Koru... —Haciendo caso omiso de los niños que les gritaban que se dieran prisa, la muchacha dejó de andar y se volvió para mirar al chiquillo—. Koru, tu madre y tu padre... realmente te quieren muchísimo, y están terriblemente preocupados por ti. Sé que no eras feliz en Alegre Labor, pero a lo mejor si te ayudara a hablar con ellos, si te ayudara a explicar...
—¿Explicar qué? —inquirió Koru, lastimero.
—Lo de este mundo. Lo de tus amigos, y las cosas que quieres hacer...
—No. —Sacudió la cabeza con tanta energía que ella comprendió incluso antes de que él dijera otra palabra que su causa estaba perdida—. No te creerían. Dirían que son todo mentiras y que nosotros lo inventábamos. Ya se lo han hecho a Ellani; ella creía antes pero ahora ya no.
Índigo realizó un último esfuerzo.
—Pero si ven a tus amigos.
Los brillantes ojos azules de Koru se clavaron en los de ella con una comprensión aterradoramente adulta.
—Pero ellos no los verán, ¿no es cierto? —dijo—. Incluso aunque miren no verán nada, porque no quieren verlo. —Volvió entonces la cabeza con brusquedad—. Por favor, Índigo, no hablemos más de esto. Sé que eres mi amiga y sé que sólo intentas ayudar y hacer lo que crees mejor. Pero eso no me hará cambiar de idea. Echaré de menos a mamá y a papá, y también a Ellani; pero soy feliz aquí. Y me quedaré para siempre jamás.
Para siempre jamás... Las palabras produjeron una aterradora sensación en la mente de Índigo al darse cuenta la muchacha de que podían resultar literalmente ciertas.
«Nadie tiene que comer aquí», había dicho Koru; «podemos hacer lo que queramos». Recordó las torres de color pastel, y la puerta del muro que había aparecido sólo cuando los niños querían entrar o salir. Recordó la carrera con Grimya, volando sobre el terreno más rápido de lo que podía correr cualquier ser vivo. Un mundo no de fantasmas, se dijo, sino de sueños... Y, en los sueños, un niño no tiene más que desear y el deseo se vuelve realidad. Renovados gritos por parte de los niños interrumpieron sus pensamientos de repente, y al levantar los ojos para mirar descubrió que todo el grupo se había detenido y que una media docena corría hacia ellos. —¡ Señora que canta, señora que canta! —¿Por qué no corres con nosotros? ¡Ya no está muy lejos! —¡Ven a ver al hombre dormido! ¡Ven a ver la torre! — ¡El bosque es muy bonito, te gustará el bosque! —¡Corramos y juguemos! —¡Koru, vamos!