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La niña que había hablado primero suspiró.

—No va a salir. No se despenará.

—A lo mejor no está ahí dentro —sugirió Índigo sin dejar de contemplar la puerta.

Todos los niños consideraron con atención sus palabras.

—Quizá no está. Pero, si está, ¿por qué no despierta?

—Nunca se despierta.

—¡Sí que lo hace, sí que lo hace!

—¡No lo hace!

—Pero nos canta...

—Mientras duerme. Canta mientras duerme.

—¡Oh! ¡Ah, claro, mientras duerme! No, nunca se despierta, ¿verdad?

—Y a veces cuando entramos en la torre ni siquiera está ahí. A lo mejor no está ahí ahora. A lo mejor es por eso que no nos canta.

De la maraña de su oscura e ilógica discusión una frase llamó la atención de Índigo: «Cuando entramos en la torre... ». La muchacha envió un mensaje mental a Grimya.

«Grimya, creo que deberíamos entrar y verlo por nosotras mismas. » Su mirada se paseó por los niños, que seguían charlando entre ellos y parecían haberla olvidado.

«Si esperamos a los niños, tendremos que aguardar mucho», coincidió Grimya, y algo parecido a un suspiro silencioso resonó en el cerebro de Índigo. «A veces resultan difíciles de comprender. ¡Tienen tan poco sentido la mayoría de las cosas que dicen!»

Con una sonrisa cargada de ironía, Índigo se dirigió hacia la puerta de la torre. La vieja madera era cálida al tacto; el pasador se levantó y la puerta se abrió con facilidad. Eso la sorprendió, pues había esperado —aunque en realidad no sabía muy bien por qué— que estuviera cerrada.

Un grito sonó de improviso a su espalda.

—¡Señora que canta, señora que canta!

—Señora que canta, ¿adonde vas?

—Va a entrar en la torre. Quiere ver si el hombre dormido está ahí.

—¡Eso es muy inteligente! ¡La señora que canta es muy inteligente!

—Nosotros también entraremos, ¿no os parece? —Sí, entraremos a ver si el hombre dormido está en casa. —¡Espéranos, señora que canta, espéranos! ¡Nosotros también vamos!

Los niños se amontonaron detrás de Índigo y Grimya, ansiosos y vociferantes, lo que provocó que la muchacha tuviera que contener un arrebato de irritación ante su irreprimible alegría, que de improviso chocaba con su propio estado de ánimo. De forma inconsciente apretó el puño izquierdo dejando que el brazo colgara a un costado mientras con la mano derecha empujaba la puerta a un lado. Tras vacilar unas décimas de segundo, agachó la cabeza y penetró en la torre.

La habitación de forma circular que ocupaba toda la planta baja estaba sorprendentemente iluminada. Las hojas de las enredaderas que cubrían la casa formaban una § capa sobre las ventanas y daban a la luz un tono verdoso, pero era una tonalidad agradable, en ningún modo opresiva. Lo que más sorprendió a Índigo, no obstante, fue que la torre estuviera vacía a excepción de un solitario sillón, de brazos amplios y respaldo alto, colocado en el otro extremo de la habitación y vuelto hacia la pared, de espaldas a ella.

Los otros niños habían entrado tras ella y ahora se empujaban unos a otros, entre murmullos y risitas divertidas. —¿Está ahí?

—¡No lo veo! ¿Está ahí, señora que canta? ¿Está?

—¡En su sillón! Allí es donde estará.

—¡Chissst! ¡Ella no es tonta, eso ya lo sabe! ¡No empujéis!

Índigo contempló el sillón. Había pensado que estaba vacío, pero ahora, cuando por fin el último de los niños consiguió entrar en la torre y sus cuerpos ya no impedían el paso de la luz procedente de la puerta, se dio cuenta de que sí que había alguien sentado —o más bien desplomado— en sus profundidades. Avanzó... pero casi al momento aflojó el paso, titubeante. De improviso la asustaba seguir adelante; la asustaba lo que podía encontrar. Entonces, al desviarse un poco a un lado y cambiar su ángulo de visión, vio la figura recostada, inmóvil, con las manos inertes sobre los brazos del sillón, y la cabeza apoyada en el alto respaldo. El corazón se le contrajo como si una mano se hubiera cerrado a su alrededor y lo oprimiera con fuerza, dejándola sin aliento y produciéndole un agudo dolor en las costillas. En ese momento lo supo...

Se acercó hasta el sillón, y sus ojos vieron lo que la repentina intuición ya le había revelado. Se lo veía tan inmóvil y tranquilo como si se hubiera quedado dormido una plácida tarde ante un fuego acogedor. El cabello negro, algo revuelto; la tan familiar estructura de su rostro, la curva de los labios, las oscuras pestañas proyectando sombras sobre las mejillas. Cincuenta años no lo habían cambiado ni un ápice. Y cada uno de los músculos y cada uno de los nervios de Índigo pareció agarrotarse mientras sus ojos contemplaban al hombre dormido.

En una voz tan sorprendentemente baja que sólo Grimya pudo oírla, musitó:

Fenran...

Esta vez no se trataba de una falsa ilusión. En esta ocasión no había ventisca, ni la engañosa luz de un farol, ni tampoco el aturdimiento del cansancio que pudiera trastornar su cerebro como había sucedido anteriormente en El Reducto. Esta vez no existía posibilidad de error. Desde que se había iniciado su exilio tan sólo lo había visto en sus sueños, o por períodos atormentadoramente breves cuando sus poderes —aún no dominados por completo— le habían permitido por un momento franquear las barreras que los separaban. Pero ahora, por vez primera en medio siglo, Índigo contemplaba el rostro y cuerpo vivos de su amor perdido.

No podía hablar. Había musitado su nombre pero ya no podía decir o hacer nada más. En un plano irreal, como procedente de otro mundo, percibía los ansiosos pensamientos de Grimya en su cerebro, escuchaba a su espalda la voz preocupada de Koru, quien también se había percatado de que algo no iba bien; pero no podía responderles, no podía ni pensar. Se limitó a permanecer inmóvil, sin respirar, con los ojos clavados en la dormida figura.

Los otros niños, despreocupadamente ajenos a lo que le sucedía, empezaron a gritar otra vez.

—¡Hombre dormido, hombre dormido!

—¿Está ahí? ¿Se despertará?

—¡Despierta, hombre dormido; despierta y mira a la señora que canta!

—¡Todos juntos podemos cantar más canciones! Cada vez que apretujaban más hacia el frente, abriéndose paso a codazos en sus esfuerzos por echar una ojeada al sillón y ver lo que había encontrado Índigo. De improviso algo en el interior de Índigo se quebró. La muchacha giró en redondo, y Grimya tuvo la impresión de que en aquellos pocos segundos su amiga había envejecido veinte años.

—¡Koru, haz que se vayan! ¡Sácalos de aquí, llévatelos! Los ojos de Koru se abrieron de par en par, llenos de contrariedad.

—Índigo, ¿qué sucede? ¿Qué hemos hecho? Ellos no habían hecho nada; no era su culpa, pues ellos no sabían lo que se tramaba. Pero si no se iban, y deprisa, Índigo sabía que estallaría hecha una furia sin pensar en las consecuencias.

Grimya, percibió el torbellino de emociones que dominaba su cerebro y, volviéndose, cortó el paso a Koru, que había empezado a avanzar hacia Índigo. Fue un gesto protector, pero cuando Koru retrocedió nervioso descubrió que no había agresividad en sus ambarinos ojos, sino sólo tristeza.

—Koru —dijo Grimya con suavidad—, por fff... favor, haz lo que Índigo pide, y sssaca a los niños de aquí.