—¿Por qué? —inquirió el niño con perplejidad—. ¿Qué le sucede, Grimya?
Grimya dejó escapar un sonido parecido a un suspiro humano.
—No pu... puedo explicártelo todo, porque crrreo que no lo comprenderías.
—¿Es el hombre dormido? ¿Tiene que ver con él? —El niño lanzó una inquieta mirada a la figura inmóvil de Índigo junto al sillón; luego volvió a mirar a la loba al encenderse en él un destello de intuición—. ¿Lo conoce Índigo?
Grimya inclinó la cabeza. —Sssí; lo conoce.
El rostro de Koru se llenó de aflicción. —¡Oh, Grimya, yo no quería disgustarla! —La esperanza iluminó su rostro de improviso—. ¡A lo mejor podemos despertarlo! A lo mejor...
—No ahora, Koru. Por fff... favor. Haz que se vayan.
La profunda emoción y urgencia que se ocultaban tras la súplica de la loba debieron de llegar hasta Koru, ya que éste asintió con seriedad y se volvió hacia sus amigos, Índigo no supo lo que les dijo; su cerebro estaba paralizado, encerrado dentro del pequeño cuadro viviente que formaban ella y Fenran, y ni siquiera se había dado cuenta de la conversación entre Grimya y el chiquillo. Pero por fin, muy despacio, como si despertara de un terrible sueño, advirtió que los niños habían salido al exterior y que únicamente quedaba la loba, que la contemplaba con silenciosa y atroz preocupación.
—Dulce Madre...
Pero los dientes de Índigo se clavaron con fuerza sobre la lengua, comiéndose las palabras antes de que ella perdiera el control y empezara a repetirlas inútilmente, locamente, una y otra vez. Por fin, al ver que no dejaba escapar ningún otro sonido, Grimya se atrevió a decir con suavidad:
—Tal vez se lo puede despertar. Quizá sea posible.
—Los niños dijeron...
—Pueden estar equi... vocados.
Índigo la miró, y una loca esperanza brilló en sus ojos como el fuego de un horno. No podía engañarse con la idea de que empezaba siquiera a comprender lo que le sucedía; era demasiado increíble, casi demasiado grotesco para creerlo. Fenran aquí... Pero...
—Sí —susurró—. ¡Oh, sí, sí! ¡A lo mejor se equivocan! —Y en su corazón rogó en silencio y con desesperación: «Por favor, gran diosa, ¡haz que estén equivocados!».
Se dejó caer de rodillas junto al sillón. Muy despacio, alargó las manos, y sus dedos tocaron la inmóvil figura de Fenran.
Era real, de carne y hueso; no un fantasma sino un ser vivo y real. La piel estaba caliente al tacto, curtida por el sol y el viento, tal y como ella la recordaba. Y bajo sus ; temblorosos dedos percibió la prueba definitiva de que todo esto no era una ilusión: el latido regular de su corazón.
—Fenran. —Musitó el nombre como una letanía—. Fenran. Oh, mi amor, mi amor... Despierta. Por favor, amor mío. Despierta. Despierta.
Pero sabía, incluso al mismo tiempo que las palabras salían de su boca, que sus súplicas y sus plegarias serían en vano. Le cogió las manos, lo besó en los labios, y sus lágrimas cayeron sobre el rostro de él mientras rogaba; pero siguió dormido, tranquilo como un niño, sin moverse y sin darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor.
Grimya había salido en silencio de la torre. No podía soportar ser testigo del dolor de Índigo; se sentía Acornó una intrusa y no podía hacer nada para ayudar, Índigo no la vio salir: toda ella estaba concentrada en Fenran.
Así pues cuando la nueva voz le habló desde las sombras, el sobresalto que le produjo su identificación fue aún mayor.
—No puedes despertarlo, Índigo —dijo la voz—. Aún no..., no tú sola. Pero yo puedo ayudarte.
Índigo alzó la cabeza con la misma rapidez y violencia que si alguien la hubiera golpeado en la mandíbula. Se volvió, y su mano derecha voló al cinturón, dispuesta a sacar el cuchillo de la funda. Pero el cuchillo no estaba allí; lo había olvidado en el otro mundo, tras dejarlo caer en la Casa del Benefactor cuando intentaba forzar la cerradura de la puerta del muro. No pudo hacer otra cosa que mirar, enfurecida y llena de incredulidad, a la figura que tenía delante.
Némesis, la criatura-demonio que representaba su propio lado siniestro, no se arredró. Sus ojos brillaban como monedas de plata en la penumbra; su pequeño rostro felino era como el rostro de un fantasma.
—Hermana... —empezó a decir.
—¡No te atrevas a llamarme eso!
Apretó los puños con rabia mientras, a renglón seguido del primer sobresalto, surgía de su interior un torrente de repugnancia; recuerdos de los actos y engaños perversos de Némesis, recuerdos de sentimientos de amargura y odio, y las cicatrices de una enemistad inmortal e implacable. Quiso chillarle a aquella criatura a la cara pero no consiguió encontrar palabras suficientemente groseras. Deseó arrancarle los plateados cabellos, sacarle los plateados ojos, aplastar su puño una y otra vez contra aquel rostro odioso de perpetua sonrisa...
Pero Némesis no sonreía. Despacio y de forma casi subliminal, Índigo empezó a darse cuenta de que, por una vez, no aparecía aquella mueca burlona en sus labios, no había ironía en sus ojos. La expresión de despiadado triunfo que había perseguido sus sueños durante medio siglo había desaparecido, reemplazada por una expresión de melancólico anhelo. El descubrimiento hizo vacilar la resolución de Índigo. De improviso dejó de estar segura del terreno que pisaba, y, aunque apenas podía hablar, obligó a las palabras a salir.
—¿Qué quieres?
—Hermana —repitió Némesis—, podemos despertarlo. Juntas, tú y yo. Tenemos ese poder.
A Índigo se le hizo un nudo en la garganta al sentir en ella el zarpazo de una intuición que no quería aceptar. ¿Juntas?
—¡No!
La intuición se hizo pedazos cuando los malos recuerdos afloraron otra vez aja superficie como un torrente, y con un violento gesto Índigo se puso en pie de un salto, ocultando el derrumbado cuerpo de Fenran de la vista de Némesis.
—¡Maldita seas! No lo tocarás. ¡No lo harás! ¡Inténtalo y te aniquilaré!
Némesis vaciló. En ese momento, el débil sonido de un suspiro surgió del sillón.
—¡Fenran! —Índigo giró en redondo con tal brusquedad que casi pierde el equilibrio, mientras la esperanza y el terror la envolvían como una violenta marea.
El sillón estaba vacío. Fenran se había desvanecido.
—¡No! —chilló Índigo, enloquecida, lo que provocó un aullido de respuesta de Grimya y los gritos de los niños que esperaban fuera.
Se escuchó un sonido de patas en el exterior, y una voz —la de Koru— gritó su nombre, asustada. Némesis volvió la cabeza y, en el mismo instante en que la sombra de Grimya se proyectaba en el umbral, la figura de la diabólica criatura se esfumó.
—¡Índigo! —La loba corrió a su lado, con la mirada salvaje y los colmillos al descubierto listos para atacar a quienquiera que amenazara a su amiga—, ¿Índigo, qué es? ¿Qué sssucede?
A Índigo le fue imposible hablar al principio. Con el cuerpo convulsionado, las manos apenas bajo control, señaló el sillón sin decir nada. Grimya lo miró.
—¡Se ha ido! Pero...
—Né... Némesis. —La voz de Índigo surgió por fin, trémula y poseída de un trasfondo de terrible violencia—. Estaba aquí, Grimya. Es... taba aquí. Dijo..., dijo... Y entonces Fenran, se..., se desvaneció... —Se cubrió el rostro con las manos.
Grimya paseó la mirada de Índigo al sillón y luego otra vez a Índigo. No comprendía, pero, antes de que pudiera intentar calmar a su amiga lo suficiente para hacer preguntas,