Koru entró corriendo.
—Índigo, Índigo, ¿qué pasa? —El niño estaba sin aliento—. ¡Chillaste!
La muchacha había conseguido dominarse ya, y agitó una mano en un veloz gesto negativo.
—Estoy bien, Koru. No hay nada de que preocuparse.
En absoluto tranquilizado, el niño echó una ojeada al sillón.
—¡Oh! —exclamó entonces, creyendo comprender—. El hombre dormido se ha marchado. —Dirigió una furtiva mirada a Grimya y añadió en un susurro—: ¿Fue eso, Grimya? ¿Fue eso lo que trastornó a Índigo?
Grimya no intentó responder a su pregunta, Índigo se dirigía ya a la puerta, despacio, con pasos rígidos. Estaba claro que seguía aturdida, y la loba corrió a su lado, la mirada levantada hacia ella llena de ansiedad. Koru se hizo a un lado cuando la muchacha pasó por su lado, pero ésta hizo como si no lo viera.
—Voy a regresar a Alegre Labor, Grimya —anunció, deteniéndose—. No..., no puedo quedarme aquí. No puedo. Fuera, las voces de los niños se alzaron con renovada animación. Grimya no les prestó atención; no sentía el menor interés por el juego que estuvieran llevando a cabo ahora.
—Índigo, essspera —imploró—. No com... prendo. La muchacha sacudió la cabeza. Carecía de palabras para explicarlo. Más tarde, quizá, le sería posible, pero no ahora. Volvió a iniciar la marcha... y entonces las dos escucharon lo que los niños gritaban en el exterior. —¡Está aquí, está aquí! —¡Ha venido a jugar con nosotros! —¡Ven y juega con nosotros! ¡Ven a ver a la señora que canta y a su perra gris!
—¡Oh, teníamos tantas ganas de que vinieras a jugar! —exclamó una solitaria voz aguda. Índigo y Grimya se pararon en seco, y la absurda posibilidad pasó dando tumbos por la mente de la muchacha. ¡Fenran! Había regresado...
Inclinando la cabeza para franquear el bajo dintel, corrió al exterior, a la moteada luz del sol..., y se detuvo. Los niños ya lo habían rodeado, ansiosos y excitados como una carnada de cachorros que saludara a su muy adorado amo. Se aferraban a sus mangas, le tiraban de la túnica, estiraban los brazos para tocarle el rostro. En el centro , riendo entre dientes, gastando bromas y disfrutando todas luces de su adulación, el Benefactor extendía los brazos en gesto de bienvenida general.
Índigo dejó caer los hombros mientras volvía la cabeza, reprimiendo las lágrimas. Por un momento, sólo por un momento, había creído que... Tendría que haberlo sabido claro. La esperanza había sido falsa. La presencia de Némesis lo había demostrado.
—¿Índigo? —El Benefactor la había visto. Ella se negó a mirarlo.
—Regreso a Alegre Labor. No intentes disuadirme; no intentes siquiera hablar conmigo, o yo... —Las palabras murieron al darse cuenta de que no haría nada, incluso aunque fuera posible, no tendría sentido. Volvió a repetir para sí las palabras dichas a Némesis—: Maldito seas...
—Ah. —Grimya había salido también de la torre, y vio la expresión de los ojos del Benefactor aunque Índigo no la viera—. Creo comprender. —Miró a los niños que alborotaban a su alrededor y alzó ambas manos pidiendo silencio—. ¡Pequeños, pequeños! Claro que jugaré con vosotros, pero dentro de un rato. —¡Ohhh! —gimieron.
—¡Chitón, chitón! Hay algo que tengo que hacer primero. En cuanto haya terminado, jugaremos un juego nuevo.
Se intercambiaron guiños, apaciguados sólo en parte. —Bueno... —dijo uno, indeciso.
—¡Mirad! —El Benefactor juntó las manos—. Tengo un regalo para vosotros. —Separó las manos, y una pelota, que relucía multicolor, se materializó entre sus dedos. «¡Atrapad la pelota, pequeños! ¡Atrapad la pelota, si podéis!
El Benefactor arrojó el brillante juguete al aire, donde flotó como un pájaro; luego, con voluntad propia, salió despedido como una flecha en dirección a los árboles. Los niños se lanzaron tras él entre agudos gritos de alegría; Índigo vio cómo la niña que los había acompañado al bosque cogía de la mano a Koru y lo arrastraba con ella a la tumultuosa marea de vociferantes niños.
El Benefactor los siguió con la mirada hasta que se perdieron de vista, sus voces lejanas ahora y apenas audibles en las profundidades del bosque, y entonces se volvió para mirar a Índigo.
—Así pues —dijo—, has encontrado lo que buscabas, Índigo giró por fin para encontrarse con sus firmes ojos castaños, pero el rostro de la muchacha estaba descompuesto.
—¿Qué clase de criatura eres? —inquirió en voz baja y cargada de veneno—. Si querías atormentarme, o jugar conmigo a otro de tus estúpidos juegos infantiles, ¿no podías encontrar otra forma?
—¡Ah, sí; ya veo! De modo que todavía no comprendes.
—¡Lo comprendo muy bien!
—No, no creo que lo hagas. No invoqué una imagen de Fenran para atormentarte, Índigo. El hombre que vista durmiendo en la torre no es menos real que tú; no menos real que Grimya, o Koru, o incluso los niños a los que todavía insistes en considerar como fantasmas.
—¡Pero no pude despertarlo! —Las emociones se apoderaron de ella.
—Es cierto. Ni lo despertarás, a menos que comprendas la auténtica naturaleza de este mundo y vuelvas a encontrar la parte perdida de ti misma que reside aquí.
Al hablar había ido avanzando hacia ella; la muchacha irguió la cabeza con brusquedad, y el Benefactor se detuvo.
—¿Parte de mí misma?
—Sí —asintió el Benefactor con severidad—. La parte que llamas Némesis.
—¡No aceptaré eso! —exclamó con expresión rígida—. No puedes decirme que...
—Índigo —la interrumpió el Benefactor—, mira en tu corazón. Durante muchos años has sabido que Némesis era una parte de ti, y has intentado destruirla. Pero, si tuvieras éxito, ¿qué sucedería? Perderías la única oportunidad de convertirte en lo que fuiste una vez, antes de que se iniciaran todas estas duras pruebas. Perderías, para siempre, la oportunidad de estar completa. Porque tú y Némesis formáis parte de una misma entidad; una entidad que, hace mucho tiempo, se llamaba Anghara.
Índigo no quería escucharlo. El recuerdo de Némesis estaba demasiado nítido, el odio demasiado fuerte. Pero en alguna parte de ella misma brillaba una diminuta llama de incertidumbre. Incertidumbre, y algo más. ¿Nostalgia?
—¿Sabes cuál es la auténtica naturaleza de este mundo, Índigo? —inquirió con suavidad el Benefactor—. ¿Sabes por qué los niños viven aquí en esta desamparada, lastimosa simplicidad? ¿Por qué tu amor, Fenran, descansa en esta torre, inmerso en un sueño del que nadie puede sacarlo? ¿Y por qué Némesis ha buscado, y encontrado, una especie de consuelo aquí? Te lo diré. Es porque este mundo es un refugio para los espíritus. No para los espíritus de los muertos, porque el cuerpo de cada uno todavía vive y respira en el mundo físico. Pero aquellos cuyos espíritus han encontrado refugio aquí están incompletos.
Han perdido su integridad o han renunciado a ella; han perdido esa preciosa esencia de sí mismos que los convierte en algo más que seres de carne y hueso. Y así pues, expulsadas y desnutridas, estas esencias han tomado otra forma y huido a un lugar en el que puedan vivir seguras. Los amigos que ha hecho Koru aquí, esos niños felices y bulliciosos, son los espíritus de los habitantes de Alegre Labor; espíritus que, al contrario que sus envolturas físicas, no han destruido su propia habilidad para soñar.