—Ha regresado a Alegre Labor, Koru —respondió el Benefactor dirigiéndole una dulce sonrisa. —¡Oh! Pero yo creí que se iba a quedar con nosotros... —No podía quedarse — repuso él, negando con la cabeza—. Tiene... trabajo que hacer. Koru adoptó una expresión alicaída. —¿Regresará? Pensé que se quedaría. Confié en que lo haría... para siempre jamás. —Las comisuras de sus labios se doblaron hacia abajo pesarosas—. La echaré de menos.
—¿Lo harás? —La mirada del Benefactor se volvió más pensativa—. Pero seguramente te sientes feliz aquí con todos tus amigos...
—Sssí, pero... —Koru le dedicó un curioso encogimiento de hombros—. Ellos sólo quieren jugar. A mí también me gustan los juegos, pero a veces me..., me gustaría hacer otras cosas. —Se interrumpió y lanzó un suspiro—. Echaré de menos a Índigo y a Grimya. —Podrías haber regresado con ellos a Alegre Labor. —No. —La pequeña cabecita rubia dio una enérgica sacudida—. No podría. No podría.
El Benefactor no dijo nada más. Los otros niños reclamaban a gritos que volviera a lanzar la reluciente pelota, y dos de ellos corrieron hasta Koru y, cogiéndolo de las manos, lo instaron a que se uniera a su frívola danza. Koru dejó que lo arrastraran; pero, cuando el chiquillo se dio la vuelta, el Benefactor descubrió el tenue brillo de una lágrima indecisa en el rabillo de uno de sus azules ojos.
Una vez más tuvo lugar el suave y sutil cambio entre mundos, la sensación de traspasar un simple umbral. En cuanto se fundió con aquella puerta sobrenatural, Índigo olió el seco y mohoso aroma de la Casa de Alegre Labor y percibió el cosquilleo del polvo en la nariz. Las sombras la envolvieron y se encontró de vuelta en el último piso, en el sanctasanctórum del Benefactor.
Se produjo una segunda perturbación en el espejo, una ondulación del cristal, y apareció Grimya, retorciéndose y agitándose mientras cruzaba la barrera. La loba saltó al suelo y se sacudió, parpadeando.
—¡Estamos de vuelta! —Su voz denotaba alivio; luego volvió la cabeza para mirar por encima del lomo—. El otro mundo ha desaparecido.
El cristal del espejo no mostraba ahora más que sus propios reflejos, y la pálida luz del alba penetraba a raudales por la más oriental de las seis ventanas mugrientas que se abrían sobre sus cabezas, iluminando la desnuda estancia, la deslustrada corona sobre la peana acordonada, el espejo con su guardapolvo caído en el suelo, Índigo se frotó los ojos como si se despertara poco a poco de un sueño, y durante unos segundos permaneció inmóvil. — Voy a regresar a la ciudad, Grimya —anunció al fin—. Voy a ver a Hollend y a Calpurna. No quería hablar sobre lo sucedido y la loba no dijo nada, limitándose a inclinar la cabeza en señal de asentimiento. Las dos se pusieron en marcha en dirección a la escalera, cuando de pronto Grimya se detuvo en seco e irguió las orejas al frente, vigilante.
—¡Índigo! ¡O... oigo algo! Los ojos de la loba estaban fijos en la negra boca del hueco de la escalera, y al cabo de un instante también la muchacha oyó el ruido. Alguien se movía en el piso inferior. Por un instante Índigo se sintió casi convencida de que el Benefactor había regresado al mundo físico y llegado a él antes que ellas. Luego, haciendo añicos la sospecha, se escuchó una aguda voz femenina. —¿Quién anda por ahí? ¿Qué hacéis?
Índigo corrió a la barandilla y, al mirar por encima de ella, se encontró con el inadecuado rostro de tía Nikku, la guía de la Casa.
—¿Qué es esto? —Tía Nikku empezó a subir hacia ellas, y las suelas de madera de sus zapatos repiqueteaban con fuerza sobre los peldaños. Sus ojos se entrecerraron hasta convertirse en rendijas mientras ascendía hasta lo alto de la escalera y se enfrentaba con Índigo, congestionada por la furia—. ¿Qué es esto? —volvió a exigir—. ¡La Casa está prohibida a estas horas! ¡Explícate al momento, por favor!
Índigo abrió la boca para hablar, pero se dio cuenta de que no podía ofrecer ninguna explicación que esta diminuta y entrometida mujer pudiera comprender, y mucho menos aceptar. La aguda mirada de tía Nikku escudriñó la sala y fue a detenerse en el descubierto espejo.
—¿Qué? —exclamó, señalando con la mano—. ¿Qué has hecho aquí?
Tras empujar a la joven a un lado corrió hasta el espejo y lo contempló horrorizada como si esperara verlo desintegrarse ante sus ojos. Luego giró en redondo.
—¡No se puede tocar ningún objeto de la Casa! ¡Esto es una grave desobediencia! —Se inclinó para recoger el guardapolvo, que agitó vigorosamente antes de intentar devolverlo a su lugar sobre el espejo. Al ver que era demasiado baja para alcanzar la parte superior del marco, y con la idea de apaciguarla, Índigo hizo intención de ayudarla, pero tía Nikku lanzó un chillido y le golpeó las manos.
—¡Ah, ah! ¡Ahora me atacas! ¡Eres una criminal! ¡Una ladrona!
Índigo perdió los estribos ante aquello.
—¡No seas ridícula! Sólo intentaba...
—¡Ladrona! —gritó tía Nikku—. ¡Lo sé! ¡Lo sé! ¡Has venido aquí a robar los tesoros de la Casa y a llevártelos contigo!
Volvió a golpear a Índigo como enloquecida, y la muchacha intentó sujetarla por los brazos, en un intento de detenerla; Grimya corrió en defensa de Índigo, y en medio del revuelo se perdió repentinamente el control de la situación. La conmoción no duró más que unos segundos, pero cuando terminó las uñas de tía Nikku habían arañado el brazo de Índigo mientras que la guía se encontraba sentada en el suelo entre los pliegues revueltos del guardapolvo, sujetándose una mano que sangraba por efecto de un mordisco de Grimya. Durante un tiempo todo permaneció en silencio.
—¡Ahhh! —Había más rabia que daño en el grito de la mujer cuando intentó incorporarse, se enredó con la ropa otra vez y por fin consiguió ponerse en pie algo vacilante—. ¡El animal me ha embestido! ¡Me ha herido!
Índigo se frotó el brazo mientras contemplaba enfurecida a la menuda mujer.
—Se limitaba a defenderme de ti. Y no es más que una herida superficial; ya casi ha dejado de sangrar. Te la limpiaré y...
—¡Esta no es la cuestión! —gritó tía Nikku con voz estridente—. ¡He sido atacada y tal cosa no se puede tolerar! —¡Tía Nikku, por favor, cálmate! —rogó Índigo, dirigiendo una rápida mirada al espejo—. Hay muchas cosas que explicar...
—¡Desde luego! ¡Y será explicado de inmediato, ante el ¡; comité!
—¡Por favor, quieres escucharme! Vine aquí... —¡Sé muy bien por qué viniste aquí! ¡Para robar! ¡Para hurtar! ¡Responderás de este delito, y se te impondrá el castigo adecuado!
Índigo comprendió que no se podía razonar con ella. La menuda mujer se mantenía muy rígida, diminuta pero temible como una arpía ultrajada, con los ojos llameando con justificado fervor. De improviso, con gran teatralidad, tía Nikku señaló el espejo.
—Volverás a colocar la tela sobre el artefacto, y luego vendrás conmigo para presentarte ante el comité adecuado. ¡Al momento!
Índigo suspiró. Habría resultado muy simple apartar a tía Nikku a un lado y abandonarla allí bufando de cólera pero impotente mientras ella y Grimya escapaban del edificio. Pero eso no haría más que complicar la situación. Era mejor dejar que la mujer se saliera con la suya, al menos hasta que Índigo pudiera transmitir al comité la noticia con la que había regresado a Alegre Labor. Eso, y nada más, era lo que importaba por encima de todo. Tenía que mostrar a los habitantes de Alegre Labor la verdad sobre el mundo fantasma y los niños que lo habitaban. No con la ayuda del Benefactor, ni tampoco con la de Némesis, sino mediante su propia voluntad.