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—¡Por favor, escuchad! —Índigo levantó ambas manos, y tras una furiosa mirada de

Hollend las protestas de tía Nikku se apagaron hasta convertirse en un malhumorado murmullo.

—Koru está en la Casa del Benefactor, pero existe una razón por la que tía Nikku, con todo mi respeto —Índigo hizo una reverencia no exenta de sarcasmo en dirección a la enfurecida guía—, no pudo encontrarlo.

—Lo siento —intervino Hollend—, pero no comprendo.

—Es difícil de explicar. Fui a la Casa anoche para registrarla..., qué me impulsó no es importante en este momento..., y encontré un... camino para pasar a otro lugar.

—¿Alguna especie de escondrijo secreto, quieres decir?

Como analogía era lo que más se aproximaba a lo que podrían creer en estos momentos, pensó Índigo, de modo que asintió.

—Sí. Tía Nikku no conoce su existencia; en realidad dudo que ningún ser vivo la conozca. Pero lo encontré, y ahí es donde está Koru.

—¿Por qué no lo trajiste contigo? —gritó Calpurna—. ¿Por qué no? ¿Está herido, está atrapado en alguna parte?

—No, no, no le ha pasado nada. Pero... —Índigo vaciló, y luego decidió que tenía que ser sincera—. No quiso venir conmigo, Calpurna. Intenté convencerlo, pero no quiso escuchar. No..., no quiere que lo lleven a casa.

Calpurna lanzó una exclamación ahogada y se aferró al brazo de su esposo. Durante un segundo o dos Hollend siguió con los ojos fijos en Índigo como si intentara leer en sus ojos todo lo que sospechaba que ésta no había dicho. Por fin se volvió para mirar a todos los reunidos.

—¿Por qué estamos aquí de pie perdiendo el tiempo? ¡Por piedad, vayamos inmediatamente a la Casa!

Todos los presentes en la Oficina de Tasas quisieron unirse al grupo que no tardó en ponerse en marcha; pero Hollend, respaldado con energía por tío Choai, que estaba ansioso por salvar todo lo que pudiera de su perdida autoridad, estuvo en contra. Demasiada gente asustaría a Koru, dijo, y si el niño realmente tenía miedo o era reacio a regresar a casa por su propia voluntad aquello no haría más que empeorar las cosas. Este sentido común prevaleció al fin, y cinco personas —Hollend y Calpurna, Índigo, tío Choai y tía Nikku— fueron las que finalmente marcharon hacia la Casa. Grimya iba a seguirlas pero tío Choai alzó una mano.

—El animal no —dijo con firmeza—. El animal se quedará aquí. La cuestión del vergonzoso ataque de esta criatura contra nuestra respetada tía Nikku sigue pendiente de consideración y quedan aún por decidir las medidas que deben tomarse. Hasta entonces, el animal permanecerá en la Oficina de Tasas bajo la custodia del Comité de Extranjeros.

Índigo protestó a voz en grito pero tío Choai se mostró inflexible y al cabo, para no retrasar la marcha del grupo por más tiempo, se vio obligada a ceder.

«Lo siento, cariño», dijo a la loba mentalmente. «Pero no nos deja otra elección. No te preocupes; tan pronto como regresemos me aseguraré de que se arregle toda esta estupidez. »

Grimya se pasó la lengua por el hocico.

«No me sucederá nada. Pero estaré inquieta por ti. » Hizo una pausa. «¿Estás segura de hacer lo correcto? Si el Benefactor estaba en lo cierto en lo que nos advirtió, esto puede crear aún más problemas. »

«Lo sé. Pero no creo que él estuviera en lo cierto. Puedo hacerlo, Grimya. » Recordó el rostro de Némesis. «¡Y no necesito la clase de ayuda que me ofrece el Benefactor!»

La servicial y siempre presente Thia no había conseguido conquistar un puesto en el grupo de búsqueda pero, como muestra de su aprobación por su perspicacia al ir a buscar a Hollend y Calpurna, Choai le encargó a ella el cuidado de Grimya hasta que regresaran. Thia se sintió muy satisfecha con la misión, y en cuanto se cerró la puerta de la Oficina de Tasas agarró a la loba por el cogote y la arrastró hacia una habitación trasera, a la vez que ordenaba autoritaria que se trajera un plato de agua para calmar la sed del animal. Como no quería agravar más su situación actual, Grimya no protestó; pero, cuando trajeron el agua y Thia la colocó sobre una estantería lejos de su alcance antes de volverse hacia ella, la loba empezó a sentirse claramente inquieta. Su mente percibía la esencia de los pensamientos de Thia; éstos eran codiciosos, y bajo la codicia subyacía un destello de algo aún menos agradable.

De hecho Thia tenía sus propios planes para Grimya. Ya había sugerido a la doctora Índigo que el animal, o uno similar, resultaría un regalo adecuado y aceptable como pago por los servicios prestados, y la ofendía la falta de atención prestada a su indirecta. Ahora que ella estaba en mejores relaciones con tío Choai que Índigo, Thia consideraba muy probable poder resolver la cuestión a su favor. La posesión de esta perra la convertiría en la envidia de sus semejantes, y el animal le resultaría muy útil bien adiestrado. Él amaestramiento, según creía Thia sin la menor duda, era, como con todos los animales, sencillamente una cuestión de disciplina.

—Tendrás agua si me obedeces, sólo si lo haces —dijo, clavando los ojos en la loba.

Desde luego que el animal no comprendería el lenguaje humano, pero le habían dicho que los perros eran capaces de aprender a reconocer los sonidos de cienos vocablos si eran repetidos con frecuencia y con la firmeza suficiente. Señaló el cuenco y luego el suelo para ilustrar su mensaje, y dio una palmada.

—¡Siéntate, por favor!

A Grimya le había desagradado Thia desde el principio, de modo que le devolvió la mirada, fingiendo no comprender, y la muchacha frunció el entrecejo.

¡Siéntate, por favor!

Su voz mostraba un cierto deje colérico, pero Grimya siguió sin obedecer. La muchacha suspiró impaciente. Esto no resultaría; no era suficiente. Estaba claro que Índigo controlaba al animal, y no existía una razón lógica por la que ella no pudiera ejercer ese mismo dominio. La perra debía aprender quién mandaba aquí... y lo haría.

Su jubón estaba sujeto alrededor de la cintura por una correa lisa de cuero. Thia desató el cinturón y lo blandió.

—Aprenderás —afirmó autoritaria—. ¿Me comprendes? ¡Aprenderás! —Pasó la correa por entre los dedos y, levantándola, la dejó caer como un látigo en dirección al hocico de

Grimya.

Ésta se movió veloz. Se retorció a un lado y abrió la boca en dirección al improvisado látigo; cuando sus dientes se cerraron sobre el cuero, tiró con tanta fuerza que casi desencajó el brazo de Tilia. La muchacha lanzó un chillido de sorpresa y rabia, dio dos pasos al frente tambaleante y se encontró cara a cara con los furiosos ojos ambarinos de la loba. Grimya tiró de la correa, sacudiéndola como si se tratara de una presa; luego la dejó caer con gesto despectivo, y sus labios se tensaron para mostrar los colmillos en un gruñido

feroz mientras los pelos de su lomo se erizaban.

—Tócame otra vez —dijo con su rasposa voz gutural—, ¡y te desgarraré la gargaaaannnta!

Los ojos de Thia parecieron a punto de saltar de sus órbitas. ¡Hablaba! ¡El animal le había hablado! Entonces, con una vertiginosa oleada de terror, el rechazo ocupó el lugar de la comprensión: ¡no, no, tales cosas eran imposibles!

Retrocedió con cautela unos pasos y luego corrió a la puerta, donde forcejeó desesperadamente con el picaporte mientras dirigía una última mirada aterrorizada a Grimya, sin saber si la asustaba más el ataque físico o el insensato, inconcebible, insostenible hecho —no, no era un hecho; se había tratado de una ilusión, un lapsus momentáneo de su cerebro— de que el animal le había hablado a ella en su propio idioma. Thia huyó y, pesarosa pero no sin cierta satisfacción, Grimya escuchó cómo corrían un pestillo al otro lado de la puerta. Se encontraba prisionera ahora; pero al menos le quedaba la satisfacción de estar segura de que Thia no regresaría.