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Hollend y Calpurna le contaron que vivían en Alegre Labor desde hacía siete años. Hollend tenía la desgracia, como él mismo lo denominó con cierta sorna, de ser el hijo segundón de un mercader agantiano rico e influyente cuyo interés especial se centraba en los metales, y, al morir el padre, el hermano mayor había tomado el control del comercio de la familia en su ciudad natal, mientras que a Hollend le correspondió convertirse en emisario, para buscar y abrir nuevas fuentes de minerales en bruto. Este país septentrional era rico en minerales de hierro, cobre, plata y níquel, y jamás había sido explotado adecuadamente, explicó Hollend; de modo que su misión fue comerciar con los comités gobernantes del país, redactar contratos y ocuparse de que los acuerdos establecidos fueran respetados por ambas partes. Era, como admitió sin cumplidos, un trabajo arduo, pues, pese a su relativa proximidad —«¡Al menos nos encontramos en el mismo continente!»—, el estilo de vida en el norte era tan diferente del lujo, el refinamiento y la vida fácil del golfo de Agantine como era posible serlo.

—El gran inconveniente de esta gente —dijo, sirviendo un poco más de vino, primero a Índigo, luego a Calpurna y por último a sí mismo— es que no tiene la menor idea de cómo apreciar ninguna de las cosas buenas de la vida. Les gusta la riqueza... No, lo expresaré de otra forma; codician y anhelan riquezas por encima de todo, y se deleitan alardeando de su última adquisición, pero no poseen ni una chispa de criterio. —Tomó un sorbo de vino—. Ni de buen gusto.

—Por lo que parece, Hollend, vosotros habéis hecho mucho para contrarrestar esa influencia en vuestro hogar —comentó Índigo con una sonrisa.

—Bueno... —Mientras le devolvía la sonrisa, Hollend miró a su alrededor, contemplando el mobiliario de buena calidad, las alfombras, la mesa con su colección de elegantes platos y cubiertos—. Hemos traído de nuestro hogar todo aquello que tenía una utilidad, y realizamos alguno que otro trueque con nuestros compañeros de penalidades del enclave. Supongo que nos defendemos bastante bien.

Calpurna apretó los labios con mal disimulada expresión de regocijo.

—Como de costumbre, mi esposo se hace el pesimista —acotó—. Lo cierto es que nos las arreglamos muy bien si tenemos en cuenta el criterio local. Se nos respeta... o por lo menos se nos respeta tanto como pueda respetarse aquí a un extranjero, lo que quiere decir que la gente es al menos educada con nosotros.

—Tienen que serlo —interrumpió Hollend—. Por mucho que les desagrade tener que admitirlo, saben muy bien que tienen que comerciar con el mundo exterior, y necesitan nuestra riqueza. Como ya he dicho, ansían riqueza por encima de cualquier otra cosa; pero eso no les impide mirarnos como si fuéramos el polvo que pisan.

—Sí, sí —admitió Calpurna, pacificadora—, pero al menos son educados. Exteriormente, como mínimo. ¡Eso, Índigo, es una gran concesión, te lo aseguro!

Índigo recordó el comportamiento del hombre de la faja naranja que había encontrado en el camino.

—Me crucé con uno de los funcionarios de la ciudad de camino hacia aquí —dijo—, y lo cierto es que, a su manera, se mostró cortés. Incluso me dio un objeto para que lo mostrara en la Oficina de Tasas, y creo que sin eso no habría sido tan bien recibida.

Sacó de la bolsa el pequeño bastón con su banderín naranja y lo mostró a sus anfitriones. Calpurna volvió a enarcar las cejas, y Hollend se echó a reír.

—¡Vaya, vaya! ¡El símbolo del viejo Choai! En verdad eres afortunada.

—¿Es realmente un funcionario importante? Todavía no conozco el sistema de colores.

—Tío Choai... y, sí, ése es el título que se dan a sí mismos... no tiene una posición particularmente elevada. El naranja vale más que el rojo o el marrón pero es un color de menos categoría que los amarillos, verdes, azules y demás. Pero posee influencia y, lo que es aún más importante, es una persona difícil de complacer. Debes de poseer alguna habilidad que la ciudad necesita desesperadamente. —Los grises ojos de Hollend adoptaron una expresión traviesa—. ¿La tienes?

¡Hollend! —advirtió Calpurna, escandalizada, pero él rechazó su protesta con un ademán.

—Ya sé que en el lugar de donde venimos no se considera educado fisgar en los asuntos de otras personas, pero estoy seguro de que a Índigo no le importa —insistió—. Además, siento curiosidad por saber qué motivos puede tener una joven inteligente para querer venir a un lugar como Alegre Labor. —Levantó los ojos—. Bien, Índigo, ¿qué es lo que te trae aquí?

Ella ya había previsto la pregunta, y tenía una respuesta preparada.

—Es muy simple —contestó—. Como cualquier otro, busco ganar lo suficiente para vivir. Hollend asintió, comprendiendo. —¿Y a qué te dedicas que has conseguido que tío Choai se haya sentido tan dispuesto a apadrinarte?

—Poseo algunos conocimientos sobre hierbas medicinales —dijo ella con cierta ironía—, pero la única palabra que conocía para describirlo en la lengua local fue la de médico.

Hollend se echó a reír ruidosamente. —¡No me sorprende que el viejo entrometido se sintiera impresionado! El único médico de Alegre Labor murió de viejo hace diez días, y no había preparado a ningún aprendiz para que lo sucediera. Ah, ya lo creo que serás bien recibida aquí, Índigo; recibida como una reina, Índigo se unió a las risas, pero en su interior se sintió inquieta mientras se preguntaba qué esperarían de ella los habitantes de la ciudad... y en especial tío Choai. Lo cierto era que sus conocimientos se extendían tan sólo al corto aprendizaje recibido mucho tiempo atrás sobre las rodillas de su vieja nodriza, Imyssa, complementado por la tosca experiencia de sus años de incesante viajar en que la necesidad había impuesto sus exigencias. No era una médica en el auténtico sentido de la palabra, y si se esperaba de ella que ejerciera en Alegre Labor no pasaría mucho tiempo antes de que sus deficiencias resultaran evidentes.

Hollend pareció comprender su dilema. —Yo no dejaría que el malentendido me preocupara, Índigo —la consoló—. Las gentes de aquí son muy sencillas y sus criterios, primitivos. Si todo lo que puedes hacer es mezclar febrífugos y vendar tobillos torcidos, serás muy apreciada, ya que ahora que el viejo Huni se ha ido eso es más de lo que puede hacer nadie.

—Me tranquiliza oírlo —dijo Índigo con cierta angustia—. Si lo hubiera pensado cuando Choai me preguntó... —Se interrumpió, vencida por un enorme bostezo repentino—. Oh... perdonadme; no era mi intención...

—Querida criatura, no hay nada que perdonar. —Calpurna se levantó rápidamente de su silla—. ¡ Somos nosotros quienes tenemos la culpa, por quedarnos aquí sentados charlando casi toda la noche cuando tú debes de estar agotada! —Paseó la mirada por la mesa y sus ojos se detuvieron en sus hijos—. Y los niños debieran haberse ido a la cama hace rato. Ellani —hizo un gesto a la chiquilla—, tú puedes ayudarme a acompañar a Índigo a su habitación, y luego tú y Koru os vais a la cama inmediatamente. —Él niño empezó a protestar pero ella lo acalló con una severa mirada y un dedo admonitorio—. ¡ Sin discusiones, por favor! Estoy segura de que todos tenemos muchas más cosas que decir, pero se pueden decir mañana. Los soporíferos efectos de la mejor comida que había tomado en más de un mes, y del único vino que había bebido en ese lapso, habían hecho mella en Índigo, y, vencida totalmente por el agotamiento, se rindió a los enérgicos cuidados maternales de Calpurna. Algo ensimismada dio las buenas noches a Hollend y al pequeño Koru, para luego seguir a Calpurna y Ellani por la escalera que conducía al piso superior hasta una habitación pequeña pero cómoda situada bajo el alero, con una ventana que miraba al sur y un techo inclinado que tocaba casi el suelo. Yacer en una cama confortable otra vez, y saber que nada la molestaría hasta haber eliminado el cansancio de sus huesos mediante el sueño, era una bendición que Índigo casi había olvidado. Cuando Calpurna la dejó tras desearle una buena noche, con Grimya echa un ovillo ya sobre una alfombra junto a la ventana, la muchacha se introdujo de inmediato bajo las cálidas mantas y se desperezó voluptuosamente sobre el jergón relleno de lana mientras sentía la blandura de la almohada bajo la cabeza. Musitó a Grimya un «Buenas noches, cariño, que duermas bien», pero la única respuesta que recibió de la loba fue un suave gruñido, Índigo sonrió. Sus ojos también se cerraron, y su mente consiguió mantenerse despierta lo suficiente para dar gracias en silencio a sus generosos anfitriones, y a la Madre Tierra por conducirla hasta ellos, antes de sumirse en un profundo sueño.