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Tía Nikku realizó toda una ceremonia para abrir y empujar la puerta de postigo del muro que rodeaba la Casa del Benefactor, al tiempo que se lamentaba ruidosamente del trastorno que sin duda produciría esta inaudita desviación de la rutina y procedimientos correctos. Durante todo el trayecto hasta el edificio ella y tío Choai habían estado enzarzados en una discusión ferozmente educada sobre la cuestión de quién tenía prioridad, y tan sólo la intervención de Hollend, enfurecido por el efecto de su disputa sobre la ya trastornada Calpurna, consiguió por fin acabar con el debate. Para alivio de todos —exceptuando posiblemente a tía Nikku— era todavía demasiado temprano para la llegada de visitantes para la primera visita del día, y así pues la puerta fue abierta y el pequeño grupo penetró en el recinto de la Casa. Había varias personas trabajando en el reglamentado jardín, pero a una orden de tío Choai todos ellos dejaron las herramientas y, con curiosidad pero en silencio, desfilaron por la puerta para esperar en el exterior hasta que los mayores y el resto del grupo hubieran acabado lo que habían ido a hacer.

El familiar olor a moho provocó un cosquilleo en la nariz de Índigo cuando penetraron en la Casa. Tía Nikku los condujo al interior de la claustrofóbica penumbra, y allí se volvió.

—¿Ahora qué, por favor? —inquirió, contemplando desafiante a la muchacha.

Índigo señaló con la cabeza en dirección a la escalera.

—El último piso —indicó.

Ascendieron estrepitosamente los tres tramos de escalera sin decir nada más. Al llegar al último tramo Calpurna estuvo a punto de perder el control, pero Hollend la rodeó con el brazo y la mujer siguió adelante.

La habitación del último piso estaba tal y como Índigo y tía Nikku la habían dejado, con tan sólo unas marcas borrosas en el polvo para dar testimonio del pequeño incidente acaecido. Calpurna pareció sentirse fascinada muy a su pesar por la corona que descansaba en su peana; mientras su esposo la conducía por la habitación la mujer no consiguió apartar la mirada del antiguo objeto y en dos ocasiones se estremeció como si la hubiera rozado un aliento frío e invisible. Por fin se agruparon todos frente al espejo cubierto por la funda, y cuatro expectantes pares de ojos se clavaron en el rostro de Índigo.

Índigo había tenido tiempo de pensar en lo que iba a decir en este momento, y estaba todo lo lista que podía estarse.

—Hollend..., Calpurna. —Paseó la mirada del uno a la otra—. Lo que tengo que mostraros no será fácil que lo aceptéis. Pero creo, espero, que puedo demostrar que todo lo que os he dicho es cierto.

Tío Choai fruncía el entrecejo, y tía Nikku se mostraba hosca; Hollend y Calpurna se limitaron a contemplar a Índigo en tenso silencio. La muchacha se volvió entonces y tiró de la funda que cubría el espejo.

—¿Un espejo? —Se percibía una cierta irritación en la voz de Hollend—. ¿Qué tiene esto que ver con el corredor del que nos hablaste?

—Por favor, Hollend, escúchame. Os dije que Koru había encontrado un..., un escondite secreto fue el nombre que le diste, creo. No es tan sencillo como eso. El lugar al que ha ido Koru no es un escondite en el sentido que tú le darías, sino... otro mundo.

¿Qué?—Hollend se mostraba incrédulo, y el labio inferior de Calpurna empezó a temblar—. En nombre de lo racional, ¿quieres decirme de qué estás hablando?

Índigo empezó a desanimarse. Había contado con que Hollend al menos no había sido víctima del temperamento de Alegre Labor y que por lo tanto estaría dispuesto, aunque fuera de mala gana, a aceptar la posibilidad de la existencia del mundo fantasma. Sin embargo ahora, al ver el duro y furioso centelleo de sus ojos, comprendió que había cometido un terrible error de cálculo.

—Hollend, por favor. —La desesperación se apoderó de ella—. Ten paciencia..., deja que te lo muestre. He encontrado a Koru, y puedo llevarte con él. —Se volvió otra vez de cara al espejo—. Mira..., ¡mira lo que sucede cuando toco el cristal!

Extendió la mano hacia el espejo, y ésta se encontró con la dura superficie; cuando la apretó contra él, el espejo se limitó a balancearse suavemente en su marco.

—¡No! —Índigo giró en redondo y miró más allá de los rostros hostiles de sus cuatro compañeros, hacia la corona que descansaba en su peana—. ¡No me hagas eso, no puedes! ¡Abre el portal!

Calpurna empezó a llorar. Tío Choai miró a tía Nikku, y ésta realizó una expresiva mueca.

—Es tal y como ya he intentado contaros: la extranjera intenta engañarnos y disfrazar sus auténticas intenciones. O bien es eso o está totalmente loca.

Índigo la oyó y se revolvió contra ella.

—¡No estoy loca! ¡Os digo la verdad! ¡El espejo es una puerta a otro mundo, a otra dimensión! ¡Koru la encontró, y huyó allí porque se lo castigó por creer que tales cosas eran posibles! ¡Oh, dulce Madre, estáis todos tan ciegos! —Dio otro nuevo empujón al espejo con tal violencia que casi lo derribó, y se acercó a grandes zancadas hacia la acordonada peana—. Vuestro precioso Benefactor, a quien veneráis tanto..., ¡lo sabía! Yo lo he visto, he hablado con él... Puede que lleve muerto siglos pero su espíritu, su fantasma, algo, no lo sé, todavía vive; y esta aquí, ¡controla el portal! ¡Lo sé! He visto el mundo fantasma... he estado allí, y Koru está allí, y...

Su voz se apagó cuando un destello de razón en algún rincón de su cerebro la devolvió bruscamente a la realidad. Su mirada se paseó frenética de un rostro a otro, pero no había ayuda ni comprensión para ella. Calpurna había ocultado la cara en el hombro de su esposo y sollozaba con amargura, mientras que Hollend contemplaba a Índigo con una mirada de total y horrorizado desprecio. La expresión de tía Nikku era de pesarosa reivindicación, en tanto que tío Choai se limitaba a contemplarla impasible con rostro inexpresivo.

Fue Choai quien por fin rompió el silencio.

—Hollend, mi muy respetado amigo. —Resultaba casi inconcebible que uno de los ancianos de Alegre Labor se dirigiera a un extranjero en tales términos, y era considerado una muestra de gran estima—. Creo que lo mejor será que te lleves a tu valiente y noble esposa de este lugar y le ofrezcas todo el consuelo del que seas capaz en estas tristes circunstancias.

La mirada de Hollend se deslizó brevemente hasta el anciano, y luego asintió. No volvió a mirar a Índigo mientras conducía a Calpurna fuera de la estancia y escalera abajo. Cuando consideró que ya no podían oírlos, Choai se volvió hacia Índigo.

—Doctora Índigo —dijo con voz fríamente distante—, no estoy en posesión de todos los hechos y por lo tanto aún no estoy en condiciones de dar un veredicto final sobre tu comportamiento. Puede que estés enferma, como ya se creyó que era el caso en otra ocasión anterior; o puede ser que poseas un temperamento cruel y del todo indeseable que encuentra satisfacción en fingir locura. Si es éste el caso, el castigo será severísimo. —Dedicó una cortés inclinación de cabeza a tía Nikku—. Regresaremos ahora a la Casa del Comité, donde se averiguará la verdad. —Al ver que Índigo abría la boca para protestar, le advirtió—: No hables, por favor. Fuera de la Casa se encuentran ciudadanos fuertes y leales y se utilizará la fuerza si tu comportamiento lo hace necesario. —Señaló la escalera—. Haz el favor de ponerte en marcha.