Índigo se quedó helada. No podía mover ni un músculo; ni siquiera era capaz de respirar...
Tía Osiku dirigió una mirada complacida a los presentes.
—La actuación de este comité se da por concluida. Todos pueden retirarse.
Los otros ancianos se incorporaron, asintiendo y hablando entre ellos. Los secretarios y notarios se pusieron a re coger sus papeles. Hollend empezó a conducir a su esposa e hija a la salida; detrás de Índigo alguien abrió las dobles puertas, dejando entrar una oleada de aire fresco...
—¡¡NO!! —aulló Índigo, haciendo añicos el apagado bullicio.
Luchó contra ellos. Se debatió con todas sus fuerzas cuando otros tres hombres acudieron corriendo a la llamada de tía Osiku para ayudar a los dos que se esforzaban por sujetar a Índigo, pero, aunque los dos primeros no habían podido con ella, no tenía la menor posibilidad contra cinco. Le ataron las manos a la espalda; luego, cuando todavía intentó patearlos, le ataron los pies, y por fin la sacaron ! sin miramientos de la habitación a la vista de todos los ¡ reunidos.
Tía Osiku contempló cómo la sacaban de allí con aire de desaprobador pesar, y sólo cuando Índigo y sus guardianes hubieron desaparecido escalera abajo se permitió suspirar entristecida para acto seguido recoger sus papeles y disponerse a marcharse. Encontrándose entonces con la mirada de Hollend, hizo un gesto a éste para que se acercara.
—Extranjero Hollend... —La reverencia que le prodigó no podía ser más cortés—. El comité lamenta este infortunado arranque. Ha sido muy desagradable, y una afrenta para tu buena esposa que ya ha sufrido mucho a manos de la rea.
Una disculpa tan clara de labios de un anciano situado en la categoría de los portadores de banda azul resultaba una auténtica rareza, y Hollend devolvió la reverencia con gran énfasis.
—Me conmueve profundamente tu amabilidad, la cual aprecio en todo lo que vale, respetada tía.
Un amable gesto de asentimiento acogió sus palabras.
—El embargo de las posesiones de la rea se celebrará esta misma tarde una hora después del anochecer. Será el momento más adecuado para todos los interesados. Designaré a dos monitores para que regresen contigo a tu casa y recojan todos los bienes pertinentes para su inventario y evaluación, y todos pueden reunirse aquí a la hora convenida.
—Gracias —repuso Hollend y, tras cierta vacilación, añadió—: Lo cierto, respetada tía, es que mi esposa y yo no queremos nada de Índigo. —¿Nada? —La anciana se sorprendió.
—Los dos sentimos que..., que tener algo que... nos recuerde este triste episodio sería... desagradable. —Sus ojos sostuvieron la curiosa mirada de la mujer—. Y ninguna riqueza de este mundo podría compensarnos por la pérdida de nuestro hijo.
Era evidente que a tía Osiku le resultaba imposible comprender algo así, pero, teniendo en cuenta las peculiares costumbres de los extranjeros, lo aceptó lo mejor que pudo.
—Bien, vosotros decidís, desde luego. No obstante, te aconsejaría que recuerdes que la ley de embargo está pensada no sólo para compensar los perjuicios sufridos por la víctima sino también para castigar adecuadamente al malhechor.
—Desde luego, claro que comprendo eso. —Hollend volvió a hacer una pausa—. Hay únicamente un objeto que a mi hija le gustaría mucho tener, y que ruego se nos ceda.
—¿Cuál es?
—Un instrumento musical. No sé qué nombre recibe, pero está hecho de madera y tiene forma triangular, con un cierto número de cuerdas tensadas sobre el armazón. Tengo entendido que Índigo... lo tocó para Koru, la noche antes de... —Su voz se apagó.
—¿Una estructura de madera para producir sonidos musicales? No veo ninguna ventaja a un objeto así.
—En efecto; pero mi hija pide que se le conceda su custodia.
Totalmente desconcertada ahora, la anciana se encogió de hombros.
—Muy bien. Ordenaré que lo separen. —Le dedicó un cortés gesto de cabeza para indicar que no tenía nada más que decir, e hizo intención de salir, pero entonces se detuvo y volvió la cabeza.
»¿Por qué quiere tu hija este instrumento? ¿Lo sabes?
Hollend sonrió tristemente.
—Sí, respetada tía. Desea reducirlo a cenizas.
—No me importa —suplicó Índigo con desesperación—. No me importa lo que os quedéis, lo que cojáis... Os lo podéis quedar todo: mis ponis, mi dinero, mis pertenencias, todo lo que poseo..., ¡pero no hagáis daño a Grimya!
Pero, mientras les imploraba otra vez, sabía que era inútil. El comité había dictado sentencia, y nada, ni la compasión, ni la misericordia, ni siquiera el soborno, los haría cambiar de idea. Grimya estaba condenada a morir y nada podía hacer ella para evitarlo.
La habían sacado de su improvisada celda en la Oficina de Tasas para que presenciara el embargo de sus bienes, y en otras circunstancias, la forma tan escrupulosa en que éste se realizaba habría resultado totalmente ridícula. Aunque su intención real era robarle casi todo lo que poseía —ciento cincuenta piezas compraban muchas cosas en Alegre Labor— el comité realizó un gran alarde para demostrarle que no pensaban tomar ni una pizca más de lo que correspondía a la multa impuesta. E incluso esperaban que se mostrase agradecida por ello.
Índigo apenas si prestó atención mientras se desarrollaba todo aquel batiburrillo de discusiones y trueques, la mayoría del cual —no; para ser justos, todo él— se centraba en tía Nikku y Thia, ya que ambas querían uno de los dos ponis de la joven. La disputa quedó zanjada cuando un notario anunció que el valor de cada poni se había fijado en treinta piezas y por lo tanto la adolescente Thia, a la que sólo correspondían veinticinco piezas, no podía reclamarlo. Tía Nikku no realizó el menor esfuerzo por ocultar su regocijo ante esto, y por las restantes veinte piezas que le quedaban exigió los arreos del poni, las mejores ropas de Índigo —incluido su grueso abrigo de lana—, su cuchillo y la funda —que ella misma había encontrado allí donde Índigo los había dejado caer junto al muro de la Casa, lo que, según dijo tía Nikku, confirmaba su derecho a ellos—, y sus utensilios para cocinar, que estaban hechos de una clase de hierro de mucha mejor calidad que la que podía encontrarse en la zona. Thia, colérica, empezó a discutir sobre las ropas y el cuchillo, y otra anciana menuda y apergaminada, a quien Índigo no había visto nunca antes, se vio obligada a intervenir y arbitrar hasta que finalmente las dos interesadas se dieron por satisfechas.
Durante todo aquel regateo y enfrentamiento verbal, Hollend y Calpurna se mantuvieron el uno junto al otro a un lado de la habitación, contemplando lo que sucedía en silencio pero sin tomar parte. De vez en cuando algún funcionario perseverante intentaba hacer que participaran, instándolos a tomar lo que en justicia era suyo, pero en cada ocasión ellos se limitaron a negar con la cabeza, rechazando lo que se les ofrecía. Envolvía a ambos un aire de triste y estoica dignidad que, no obstante sus anteriores sentimientos de desprecio, a Índigo le resultó dolorosamente conmovedor; pero ellos no la miraron ni una sola vez.
Ellani, en cambio, era otra cuestión. Sus ojos se habían mantenido fijos en Índigo desde el mismo inicio de la reunión, y la expresión que aparecía en ellos mostraba el mismo odio que la muchacha ya había visto antes, aunque aumentado ahora por un jubiloso triunfo. Y, cuando por fin se hubieron repartido las partes correspondientes a Thia y a tía Nikku y todas las demás personas presentes en la sala contemplaron expectantes a Hollend y Calpurna, fue Ellani quien dio un paso al frente. Tras dedicar una respetuosa reverencia a los ancianos presentes, la niña señaló una bolsa de cuero que descansaba Sobre el suelo entre los diversos objetos pertenecientes a Índigo.