Выбрать главу

—He oído decir a la tía que la enviarán hacia el este —respondió Mimino—. A once kilómetros por la Carretera del Espléndido Progreso hay una caseta de un pozo que se utiliza para regar las cosechas, pero los campos del lugar están en barbecho ahora de modo que la caseta está en desuso. Creo que la doctora Índigo pasará por allí, y sería prudente que la esperaras en ese lugar.

Las orejas de Grimya se volvieron al frente muy erguidas, y sus siguientes palabras surgieron en un torrente de agradecimiento.

—No..., no sé qué puedo hacer para pagar tu bondad. Pero encontraré una fffforma. ¡Lo prrrometo!

—Eres una buena amiga, perra gris —repuso Mimino con una amplia sonrisa—. La doctora es también una buena amiga. No puede pedirse más.

Seguía sonriendo cuando Grimya cruzó la puerta a la carrera y se perdió en la noche.

La luna estaba en lo alto, aunque un velo de finas nubes difuminaba su luz lo suficiente para encubrir a Grimya mientras ésta escapaba de Alegre Labor y corría en dirección a la Casa del Benefactor. Aunque odiaba tener que huir de la ciudad sin Índigo, había aceptado la garantía de Mimino de que la joven no corría peligro. Su propia vida era la única en peligro, e ir ahora en busca de Índigo resultaría temerario. Mimino también había prometido que intentaría informar a Índigo que Grimya estaba a salvo e ilesa. Lo mejor sería que lo hiciese, había añadido la anciana juiciosamente, pues de lo contrario se produciría un gran desastre cuando llegara el momento en que la doctora abandonara la ciudad por la mañana.

La elevada pared que circundaba la Casa del Benefactor se recortaba negra e imponente en el horizonte mientras Grimya corría colina arriba. Al acercarse a la puerta de postigo, la loba se sintió repentinamente invadida por el desaliento al darse cuenta de que a aquellas horas de la noche —y en especial después de los recientes acontecimientos— la puerta estaría cerrada con llave. En su ansiedad por encontrar al Benefactor había pasado por alto la cuestión de cómo entrar.

Al llegar a la puerta Grimya se detuvo y la miró con atención. Podía llegar hasta el pestillo con facilidad, pero un empujón tentativo con una pata le reveló que la puerta estaba bien cerrada por el otro lado.

Entonces, detrás de la puerta, una voz lanzó una risita ahogada.

Las orejas de Grimya se irguieron al frente, veloces. Había alguien allí. Despacio, impulsada por un instinto precario pero claro, lloriqueó. Y recibió inmediatamente una respuesta.

—¡Perra gris! ¿Eres tú, perra gris?

Los niños fantasma estaban allí... Grimya sintió un destello de esperanza en su interior y respondió:

—Sssí, ¡estoy aquí! ¡Pero no puedo entrar!

Se produjo un silencio, durante el cual le pareció escuchar unos débiles murmullos furtivos.

—La puerta está cerrada y atrancada —oyó al fin—, pero nosotros podemos abrir los cerrojos; podemos dejarte entrar. —Otra pausa—. El Benefactor aguarda aquí para verte. Dice que todo va bien. Dice que debemos dejarte entrar.

Un nuevo murmullo de risas juveniles fue seguido por un chirrido, más susurros y una pregunta quejumbrosa pero ahogada. Luego la puerta rechinó y, con un estremecimiento, se abrió. Tres rostros menudos aparecieron en el hueco para mirar a Grimya, que reconoció a tres de los niños que ella e Índigo habían encontrado en el extraño mundo del espejo. Ahora, sin embargo, sus figuras ya no eran sólidas. La luz de la luna proyectaba una curiosa y débil aureola a su alrededor, y la loba pudo ver los contornos del edificio y de su jardín a través de sus espectrales cuerpos.

Se deslizó al otro lado, agitando la cola en señal de agradecimiento.

—¿Don... de está Koru? —inquirió.

Los niños sacudieron la cabeza con aire solemne.

—Koru no está aquí. No quiso venir. Pero el Benefactor te espera. Ven, perra gris, ¡ven! —Como uno solo se dieron la vuelta y echaron a correr hacia la vieja casa que se alzaba en la oscuridad, y Grimya se lanzó tras ellos.

El Benefactor, que esperaba de pie ante la puerta principal del edificio, dedicó una muy cortés reverencia a la loba cuando ésta llegó junto a él, y la menuda boca roja sonrió con dulzura.

—Me alegro de volver a verte, Grimya..., pero a la vez me entristece que las circunstancias no sean más alegres.

Los tres niños se habían desvanecido en la oscuridad del jardín, y Grimya y el Benefactor estaban solos. La loba inclinó la cabeza hasta que el hocico rozó casi el suelo.

—Índigo ha fraca... sado. —Su voz estaba llena de pesadumbre—. No sé lo que ha sucedido, pero la gente no quiso creerla. Ni siquiera la madre y el paaaadre de Koru. —Volvió a alzar la cabeza—. Tú tenías rrrazón.

El Benefactor asintió. Él había estado en lo cierto pero estaba claro que ello no le producía ninguna alegría. Se volvió y abrió la puerta.

—Hay muchas cosas que hacer ahora. Entra, Grimya. Entra en la Casa, y hablaremos.

Penetró en la penumbra del interior, y la loba lo siguió con cierta indecisión. Entre los artículos que se exhibían en la planta baja había un sillón de respaldo alto y aspecto incómodo. El Benefactor se sentó en él mientras que Grimya se acomodaba en el suelo.

—Siento mucho —empezó el Benefactor— que haya acabado así. Habríamos ahorrado mucho tiempo y esfuerzo si Índigo hubiera confiado en mí.

—¡No la culpo por eso! —gruñó Grimya con voz apagada.

—No, ya veo que no; y sin duda tienes razón. Pero ha llegado el momento de dejar a un lado la desconfianza. —Posó en Grimya una mirada penetrante—. ¿Puedes hacer eso, pequeña loba?

—No pu... puedo hablar por Índigo... —respondió ella vacilante.

—No te pido que lo hagas. Sólo te pido que hables por ti misma. ¿Confiarás en mí, Grimya?

La loba le sostuvo la mirada. La lógica decía que no; Índigo había dicho que no. Pero la lógica e Índigo no eran suficientes para negar su propio instinto animal. «Además — reflexionó—, ¿cuál es la alternativa?»

—Sssí —respondió—. Lo haré. Creo que debo hacerlo.

El Benefactor asintió con la cabeza a modo de reconocimiento.

—Gracias, pequeña loba. Espero que no me considerarás presuntuoso si te digo que eres más inteligente de lo que crees.

—Yo no essstaría de acuerdo con eso. Pero he dicho que confiaré en ti, y no rompo mis promesas. —Grimya calló unos segundos, antes de continuar—: ¿Qué quieres de mí?

—He visto la naturaleza del vínculo que existe entre Índigo y tú —dijo el Benefactor—. Y creo que posees el poder para convencerla de que me ayude. Eso es lo que quiero de ti.

La loba consideró sus palabras durante unos instantes.

—¿Quieres decir, ayudarte en la forma en que le pediste a ella antes? ¿Para... hacer que tu gente vuelva a estar completa?

—Sí.

Grimya recordó las risas y las caras alegres de los niños del otro mundo. Y recordó lo que Koru había dicho: que regresar a Alegre Labor sería parecido a morir. ¿Sería sensato, sería correcto, hacer lo que el Benefactor deseaba?

—No sé —respondió por fin, indecisa—. Los niños son felices en ese mundo, y yo fui feliz también allí. Es un lugar agradable.

—¿Lo es? Oh, ya sé que parece encantador y despreocupado, pero hazte esta pregunta, Grimya: ¿cuánto tiempo habría durado tu felicidad en este mundo antes de que empezaras a desear algo más que juegos interminables? Fuiste un cachorro; pero ¿habrías querido seguir siendo un cachorro para siempre? Ése es el destino de los niños.