A altas horas de la noche anterior, mientras yacía sin poder dormir y atormentada por sus temores sobre Grimya, unos pasos vacilantes habían resonado en la calle al otro lado de su celda en la Oficina de Tasas y una vocecita tímida había musitado su nombre. Sobresaltada, Índigo se incorporó rápidamente y corrió hasta la alta y atrancada ventana. No pudo ver más que la sombra de una figura humana, pero reconoció tanto la silueta como la suave voz de Mimino. La anciana habló en voz baja y rápida; Índigo escuchó, y luego, aferrándose a la esperanza pero sin apenas atreverse a creer en lo que había oído, siseó:
—Mimino, ¿dónde encontraré a Grimya? ¿Dónde debo buscarla?
La borrosa figura se golpeó la nariz con un dedo en ademán conspirador.
—Ha abandonado Alegre Labor ahora. Ha ido a un lugar en el que puede ocultarse de todos los que quieren hacerle daño. No te quejes cuando te saquen de la ciudad, y la perra gris irá a tu encuentro. Le he hablado de un lugar seguro, y allí te esperará. —Describió el lugar donde se hallaba el pozo que ahora no se utilizaba, y después vaciló—. Hay una cosa más que tengo que decir, doctora. Se refiere a tu instrumento, el que hace música. Hay una gran conmoción porque el instrumento ha desaparecido. Te puedo asegurar que, por muy diligentemente que los ancianos lo busquen, no encontrarán el instrumento... y desde luego no será quemado.
Realizó una pequeña reverencia rápida en dirección a la ventana, y luego, como una simple sombra entre tantas otras, se desvaneció en la oscuridad antes de que Índigo diera con las palabras para darle las gracias.
Ahora, con el sol del amanecer oculto bajo una capa de nubes y con la amenaza de lluvia en el aire, Índigo volvió la cabeza por última vez para contemplar la empalizada de Alegre Labor. El poni que le quedaba aguardaba paciente a su lado, moviendo una oreja adelante y atrás, mientras los ojos de la muchacha se paseaban por el monótono panorama de los edificios cuadrados y sin adornos, los altos tejados del Enclave de los Extranjeros y, más allá de la ciudad, el verde montículo de la colina desde donde la Casa del Benefactor contemplaba la ciudad. Nadie había salido a verla marcharse; los únicos testigos de su partida eran los dos hombres en quienes los ancianos habían delegado el cumplimiento de sus órdenes, y que ahora permanecían inmóviles con los brazos cruzados esperando a que ella se pusiera en marcha. Iban armados con gruesos bastones y ninguno tenía un aspecto muy inteligente; Índigo sabía que tenían instrucciones de no hablar con ella, y así pues, tras dedicarles una mirada de indiferencia, se dio la vuelta, chasqueó la lengua para que el poni se pusiera en marcha y empezó a alejarse.
Los guardas la siguieron durante casi dos horas, dejando atrás un bien ordenado campo cultivado tras otro, sin mirar jamás a uno u otro lado y manteniendo siempre una meticulosa distancia entre ellos y la joven. Por fin, no obstante, ésta miró por encima del hombro y descubrió que habían dado media vuelta, sin que ella se diera cuenta y sin una palabra o señal, y regresaban a Alegre Labor. Dando una rápida ojeada al arcén, Índigo descubrió una losa de piedra con el número «8» toscamente tallado en su superficie en la sencilla escritura de la región, y sonrió con cinismo. Los hombres habían cumplido su deber al pie de la letra y no tenían intención de dar un solo paso más allá de lo que se esperaba de ellos.
Bien, se había librado de ellos y de Alegre Labor, aunque a un alto precio. El embargo la había dejado con poco más que las ropas que llevaba, sus bolsas de hierbas, un cazo y unos pocos utensilios, y desde luego el poni. Incluso le habían quitado la ballesta y el carcaj de saetas, reclamados alegremente por Thia a pesar de que tales armas eran desconocidas en Alegre Labor y la adolescente jamás aprendería a utilizarlas como era debido. Aquel grado de mezquindad hizo que Índigo sintiera una oleada de amargura, aunque la principal fuente de amargura era la conciencia de su propia estupidez. Había venido a Alegre Labor buscando olvidar todo lo que tuviera relación con su misión, y había permitido que la atrajeran hacia otro embrollo diabólico, que había terminado en desastre. Koru se había perdido, la amistad de Hollend y Calpurna se había transformado en odio —con un buen motivo, tuvo que reconocer— y ella misma era ahora un paria a los ojos de aquellos a los que sólo había querido ayudar.
Y había estado muy cerca de encontrar a Fenran, para volver a perderlo una vez más...
Los ojos de Índigo se nublaron, y, enojada, se los frotó con fuerza para secar las lágrimas. No debía pensar en Fenran, no ahora, no aún, y no debía dar vueltas a su horrible experiencia en la torre del bosque. No creía lo que el Benefactor le había dicho, no quería creerlo, y no se dejaría atrapar en su conspiración. El hombre dormido había sido un truco, una ilusión. Ella encontraría al auténtico Fenran, y Némesis no tomaría parte en la búsqueda. «Mira al futuro —se dijo—, mira al frente. Grimya estará en el punto de encuentro ya. Debe de estar esperando. »
Ese pensamiento desvaneció un poco su pesimismo, y la muchacha aceleró el paso hasta convenirlo en una zancada larga mientras el poni iniciaba un trotecillo a su lado. La Carretera del Espléndido Progreso, aunque no era ni con mucho la magnífica calzada, que su nombre daba a entender, era de fácil recorrido con buen tiempo; no tardó mucho en dejar atrás otro mojón, y poco después divisó el tejado de paja de la caseta de un pozo algo más allá. Los campos de los alrededores estaban en barbecho tal y como había dicho Mimino, y la caseta del pozo se encontraba sin guarda y al parecer desierta.
Llena de ansiedad, Índigo envió un mensaje mental, buscando a la loba. Pero no recibió respuesta, y frunció el entrecejo. A lo mejor Grimya todavía no había llegado... Tiró de las riendas del poni y corrió en dirección al pozo. Seguía sin recibir respuesta a su llamada telepática, y al llegar ante el torreón de techo de paja aminoró el paso y se detuvo.
«¡Grimya! Grimya, ¿estás ahí?»
Nada. La puerta de la caseta del pozo estaba entreabierta y, dejando que el poni pastara junto a la carretera, Índigo se acercó con cautela. La puerta cedió a un ligero empujón, y la muchacha agachó la cabeza para franquear el bajo dintel. El interior era exiguo, pero, aunque su propio cuerpo obstruía la entrada, pequeños resquicios en la paja del techo dejaban penetrar suficiente luz para proyectar un reflejo de la superficie del pozo en la pared. Y allí, sentada en el suelo y recortada contra las brillantes ondulaciones del reflejo, estaba Grimya.
—¡Grimya! —Alivio y alegría inundaron a Índigo en igual medida; la joven corrió a abrazar a la loba y se dejó caer de rodillas—. ¡Oh, cariño, estás a salvo, estás a salvo!
Grimya se retorció involuntariamente con la alegría del abrazo pero no dijo nada, Índigo, sin embargo, estaba demasiado absorta para darse cuenta.
—¡Bendita sea la vieja Mimino! Vino a verme anoche y me contó lo que había hecho... Jamás olvidaré su bondad! —Se puso en pie otra vez y paseó la mirada por los exiguos confines de la caseta—. Debe de existir una forma de recompensarla, incluso aunque no podamos volver a verla personalmente. Una vez que estemos bien lejos del distrito pensaré en algo. Pero ahora deberíamos irnos, y rápido. Quiero poner tanta distancia entre nosotras y Alegre Labor como me sea posible antes del anochecer —declaró dirigiéndose hacia la puerta.
Grimya no se movió. Había estado temiendo este momento pero estaba decidida a pasar por él, pues estaba convencida de que lo que iba a hacer era lo correcto; además, se lo había prometido al Benefactor, y romper una promesa era inconcebible.