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Seguía enojada con la loba, pero su enojo empezaba rápidamente a transformarse en un frío nudo de preocupación en la boca del estómago, sensación que crecía a marchas forzadas a medida que sus ojos no encontraban nada y sus llamadas telepáticas no obtenían respuesta. No comprendía por qué Grimya se había comportado cómodo había hecho; tal rebelión no era nada propia de ella, e Índigo estaba convencida de que una influencia exterior había actuado sobre la loba. Lo cual sólo podía significar, se dijo con amargura, el Benefactor. Pero ¿por qué había sido Grimya tan estúpida, tan crédula, como para sucumbir a su persuasión? A menos —y ésta era una posibilidad aterradora— que Grimya no hubiera podido hacer otra cosa...

Entonces, de improviso, una voz resonó en su cabeza.

«Índigo. »

¿Grimya? —Tiró con tanta fuerza de las riendas del poni que éste se alzó sobre las patas traseras y lanzó un relincho de indignada protesta. De inmediato, pasó a comunicación telepática: «¡Grimya! ¿Dónde estás?».

«En el bosque que tienes delante, en lo alto de la colina. »

Índigo se irguió sobre los estribos y contempló con atención los árboles situados en lo alto.

«¡No te veo!»

Durante unos pocos segundos no hubo respuesta. Luego, de entre la frondosa confusión de ramas bajas, Grimya hizo su aparición y avanzó lentamente hacia ella. Una oleada contradictoria de furia, alivio y desconcierto recorrió a Índigo; saltando de la silla, dejó al poni que se las arreglara solo y corrió al encuentro de la loba.

Grimya, ¿dónde has estado? ¡Te llamé y te llamé pero no contestaste! —Se dejó caer de rodillas al tiempo que extendía los brazos al frente—. ¿Por qué no contestaste? ¿Qué te sucede, Grimya, por qué has hecho esto?

Grimya se soltó de su abrazo con un brusco movimiento y retrocedió un paso. Su voz resonó con claridad en la mente de la muchacha.

«Quiero que veas al Benefactor. »

—¿El Benefactor? —Índigo se puso en pie mientras una alarma mental se disparaba en su cerebro, y miró rápidamente en dirección al bosque como si esperara ver al Benefactor atisbando con malevolencia por entre las sombras de los árboles—. ¿Te ha hecho él esto, Grimya? ¿Ha conseguido ejercer algún poder sobre ti?

«No, no me ha hecho nada, excepto abrirme los ojos. Ahora puede abrir los tuyos, también. Quiero que lo veas. » La loba hizo una pausa antes de continuar: «Es lo que te dije antes. Quiero ayudar a Koru... y te quiero ayudar a ti. Este es el único modo, Índigo. Sé que no quieres abandonar Alegre Labor, pero que al mismo tiempo te asusta demasiado enfrentarte a lo que encontraste aquí. El Benefactor te puede ayudar; puede mostrártelo. No es un demonio; pero sabe cómo se puede vencer a los demonios».

Fue un discurso largo y apasionado para provenir de Grimya, pero incluso mientras realizaba su súplica la loba comprendió que no tendría éxito. El cerebro de Índigo se cerraba a sus palabras, las rechazaba. La simple persuasión, tal y como había predicho el Benefactor, no era suficiente para superar su innato prejuicio y el temor que éste engendraba. La loba tendría que recurrir al otro plan más drástico.

Índigo se acercaba a ella otra vez para intentar agarrarla por el pelaje del cuello. Grimya retrocedió con una pirueta y, torciendo la cabeza a un lado, lanzó un agudo ladrido.

Grimya, ¿qué... ? —empezó a decir Índigo.

Una voz conocida gritó entonces desde los árboles:

—¡Coge la pelota, Índigo! ¡Coge la pelota!

—¿Koru?

Perpleja, Índigo alzó la mirada. En el aire, por encima de su cabeza, capturando la brillante luz del otro mundo, una reluciente esfera giró centelleante y empezó a caer hacia ella. Al momento comprendió que algo raro pasaba y, alarmada, intentó apartar la vista. Pero no pudo. La esfera era demasiado hermosa; la fascinaba, y de improviso la deseó. ¡Oh, cómo la deseaba! Deseaba sostenerla y poseerla y jugar con ella...

—¡No! ¡No, no me dejaré atrapar!

Pero sus manos se alzaban ya en dirección a la brillante pelota y no podía controlarlas; el deseo de tocarla y sostenerla era demasiado grande. Con una parte de su cerebro que seguía luchando por mantener la razón vio cómo Koru salía del bosque y la contemplaba, con rostro inquieto y ansioso a la vez, y entonces se olvidó de él y se olvidó de todo lo demás cuando la maravillosa esfera descendió describiendo una espiral hacia ella.

Se posó en sus manos levantadas y resultó más ligera que una pluma, frágil como una pompa de jabón, resistente como el acero. Durante un horripilante momento Índigo supo lo que era y percibió el poder que podía ejercer... De pronto la esfera pareció estallar en una brillante luz, y una especie de terrible onda expansiva recorrió todo el cuerpo de la joven. Lanzó un grito y se tambaleó hacia atrás, soltando la esfera.

—¡Coge la pelota, Índigo! ¡Coge la pelota! —Era la voy de Grimya que le ladraba un alegre desafío, y de repente otras voces se unieron a ella.

—¡Señora que canta, señora que canta!

—¡Coge la pelota! ¡Todos iremos a coger la pelota!

—¡Corre, señora que canta, corre!

—¡Corre y juega, Índigo! ¡Juega con nosotros!

—Juega con nosotros, princesa! ¡Juega, Anghara! ¡Coge la pelota!

Su mente era un torbellino: «Índigo, Señora que Canta, Anghara... ». No sabía quién o qué era; lugar y tiempo giraban como una peonza fuera de control y ella era una niña, una mujer, una esposa, una hija, un alma perdida...

De improviso se encontró corriendo. La brillante esfera, su tesoro, su juguete, había saltado de entre sus dedos y escapado fuera de su alcance dando volteretas en la brisa. ¡Debía recuperarla, debía atraparla!

—¡Coge la pelota, coge la pelota! —Otros se unían a la carrera, surgiendo del bosque y corriendo a su encuentro. Niños: los niños, tantos niños, sus amigos, todos repitiendo a gritos la misma letanía una y otra vez—: ¡Coge la pelota, coge la pelota! —Al tiempo que la envolvían y se la llevaban con ellos mientras el hermoso juguete giraba por los aires sobre sus cabezas.

Ella sería la primera, se dijo Índigo frenéticamente; lo sería. No importaba que fuera pequeña, que sus piernas fueran demasiado cortas para mantener el ritmo de los demás; ¡ella era una princesa y ganaría! Con los cabellos flotando en el aire, la falda de seda arremolinada ¿falda de seda? No, no podía ser; no había llevado ropas así desde..., desde... , corrió por la hierba, y sus pies parecían rozar tan sólo la superficie sin tocar apenas el suelo. La reluciente esfera descendía más y más, más y más veloz, y ella también empezó a correr más deprisa, los gordezuelos brazos extendidos y las manitas alzadas para reclamar su premio. Un chillido de júbilo escapó de sus labios cuando el hermoso y brillante objeto pareció deslizarse directamente hasta sus dedos ansiosos, y lo sostuvo triunfante sobre la cabeza.

—¡Tira la pelota! ¡Tira la pelota! —Sus amigos (no conseguía recordar quiénes eran, pero sabía que eran sus amigos) prorrumpieron en un ansioso clamor—. ¡Tira la pelota, y veamos dónde aterriza!