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Índigo, la niña-Anghara, rió y asintió y, aspirando con fuerza, se encogió dispuesta a lanzar la pelota a lo alto con todas sus fuerzas. Pero al instante la pelota se tornó tan pesada que sus pequeñas manos apenas si podían sostenerla. Jadeó y se tambaleó...

—¡Yo te ayudaré!

Un niño corrió a su lado surgiendo del grupo, Índigo tuvo una fugaz impresión de unos ojos plateados y unos cabellos plateados; entonces las manos del recién llegado se cerraron sobre la pelota junto con las de ella, y de pronto el peso desapareció y la esfera volvió a ser tan ligera como una pluma.

—Juntos! —gritó la criatura de los cabellos plateados—. ¡Juntos! ¡Tira la pelota!

Saltaron como uno solo y arrojaron el centelleante juguete hacia el cielo. Éste salió despedido hacia lo alto y fue subiendo y subiendo, volviéndose cada vez más pequeño; justo cuando la niña-Índigo empezaba a temer que fuera a desvanecerse y lo perdieran, y estaba a

punto de echarse a llorar de desilusión, la pelota describió una curva y comenzó a caer.

—¡Al otro lado de las colinas!

Había una enorme loba de color gris leonado entre ellos, y era su voz la que ladraba, la que gritaba. ¡Un lobo que hablaba! ¿Grimya? ¿Quién era Grimya? Ella lo sabía, lo sabía, pero... La loba saltó hacia ella y, aunque Índigo sabía que debiera haber sentido temor, no sintió más que alborozo cuando la criatura volvió a gritar: «¡Al otro lado de las colinas!».

—¡Una carrera, una carrera! —Índigo empezó a saltar y a dar palmadas—. ¡Corramos tras la pelota!

Y todos echaron a correr. Mientras corría, con el viento azotándole el rostro y los pies volando casi sobre la hierba, Índigo se sintió embargada por la curiosa convicción de que aquello ya había sucedido antes —o volvería a suceder, mucho más adelante en el futuro— y a punto estuvo de gritar atemorizada a los otros que se detuvieran. Pero la carrera se había iniciado y nada podía detenerla; algo la controlaba, ejercía un poder sobre la muchacha y sobre todos ellos, y le habría sido tan imposible romper el hechizo como hacer que el sol y la luna detuvieran su curso. Siguieron corriendo, saltando sobre matas, chapoteando por los arroyos. En un instante de asombrosa lucidez Índigo comprendió de repente que nunca volverían a encontrar la reluciente pelota, pero ya no importaba. Todo lo que importaba era tomar parte en la carrera, participar en el juego. El juego lo era todo: era vida, era alegría; había hecho desaparecer los años y las responsabilidades y la había convertido otra vez en una criatura despreocupada. El juego no debía terminar jamás; no debía terminar nunca, jamás, pues ella era una princesa, y todos sus queridos amigos estaban junto a ella, y gritaban su nombre: Índigo, Índigo, Anghara, Anghara...

Oh sí, claro que sí, existían juegos para que todos ellos jugaran. No encontraron la resplandeciente pelota, tal y como había adivinado que sucedería, y por fin se cansaron de la persecución y la búsqueda, y se sentaron en la cima de un pequeño montículo verde para recuperar aliento, Índigo intentó contar cuántos niños había, pero no tenía bastantes dedos. ¿Qué importaba? Todos eran sus amigos. Y sus mejores amigos, los más queridos, estaban junto a ella. La loba que hablaba yacía a sus pies, el niño de los cabellos dorados ¿Koru? ¿Era ése su nombre? Jamás había oído un nombre parecido... sujetaba su mano derecha, mientras que el otro, el que era especial, el de los ojos y cabellos plateados, le sujetaba la izquierda. Cantaron canciones, pero, pronto cansados de la inactividad, volvieron a ponerse en pie y a correr. Luego hubo juegos en los que se bailaba y juegos en los que se saltaba; e Índigo cantó con su vocecita infanticlass="underline" Canna mho rhee, mho rhee, mho rhee; canna mho rhee na tye... Encontraron un riachuelo lo bastante pequeño para poder saltarlo, de modo que se pusieron a jugar en sus orillas al Dragón marino, un juego en el que sólo los que llevaban el color elegido por el dragón podían cruzar las aguas sin peligro, y la criatura de los ojos plateados fue el dragón e Índigo-Anghara ganó porque sus elegantes ropas tenían muchos colores, y porque era una princesa. Luego, cuando este juego terminó y todos estaban agotados otra vez y salpicados de agua, se inició un juego de Seguid al cazador, y todos se pusieron en marcha en fila india, bailando y retorciéndose y saltando en un intento de imitar todo lo que hacía el cazador.

Nadie supo ni le importó cuánto tiempo duró este juego, pero por fin, con el día todavía caluroso y la luz sin haber menguado en intensidad, llegaron al linde de otro bosque. Con la extraña agudeza visual que este mundo parecía otorgar, Índigo había visto la oscura masa de árboles desde muy lejos y a medida que se acercaban se sintió más convencida de que ya había visitado antes este lugar, aunque no podía recordar cuándo o cómo. El bosque se encontraba en el interior de un valle poco profundo, y si se contemplaba desde una posición elevada las copas de los árboles daban casi la impresión de un lago oscuro e inmóvil. Una parte de su cerebro protestó diciendo que no quería acercarse más, y menos aún penetrar en el bosque, pero sus amigos se dirigían hacia él, y el niño de los ojos plateados la cogió de la mano y dijo que todo iría bien, y ella confió en él y le creyó.

Se detuvieron en el linde del bosque. Estaba muy silencioso; no cantaba ningún pájaro, y la brisa era tan suave ahora que ni siquiera agitaba el dosel de hojas, Índigo frunció el entrecejo y clavó los ojos en la hierba a sus pies. No quería penetrar en su interior, y a la vez sí quería hacerlo. ¿Qué le esperaba allí? Había algo allí dentro. ¿Alegre o triste? ¿Bueno o perverso? Justo o...

Las reflexiones se interrumpieron cuando se dijo con decisión: «¡Sea lo que sea, me enfrentaré a ello! ¡Soy una princesa, y las princesas no le temen a nada!».

Apretó los puños con resolución, y exclamó:

—¡Pájaros en los matorrales! ¡Juguemos a Pájaros en los matorrales!

De algún modo, aunque intuía que ninguno de ellos había jugado antes a aquel juego del escondite, todos parecieron conocerlo tan bien como ella.

—¡Escondeos, escondeos! —les chilló—. ¡Yo os encontraré a todos!

Todos se desperdigaron mientras ella se cubría los ojos y empezaba a contar. Ahora sabía contar hasta cien, y estaba orgullosa de ello; era una gran hazaña, ya que sólo tenía... ¿cuántos años tenía? ¿Seis?, ¿siete? No estaba segura, pero sabía que era mayor ahora que cuando habían estado descansando en el montículo. Entonces había tenido que contar con la ayuda de los dedos, pero ahora...

Ahora tenía...

Pero la fugaz inquietud desapareció rápidamente y ella terminó de contar en voz alta.

—Cuarenta y ocho, cuarenta y nueve... ¡cincuenta, ! ¡Voy a buscaros, voy a cogeros!

No se veía ni rastro de nadie cuando levantó la vista, pero un rastro delator de hierba recién pisada se perdía zigzagueante entre los árboles. Índigo-Anghara sonrió y, satisfecha de su aguda vista de cazador, inició la persecución. Pero por mucho que mirara, por muy sigilosamente que rodeara el tronco de un árbol o atisbara detrás de un macizo de zarzamoras, no pudo encontrar a ninguno de sus amigos. Pronto empezó a sentirse molesta. Sin duda, nadie podía esconderse tan bien... Ella era muy buena en este juego; a estas alturas ya debería haber descubierto el escondite de alguien; y ellos no podían haberse movido después de que ella acabara de contar, ya que eso iba en contra de las reglas.

Por fin se dio por vencida. Con los brazos en jarras clavó los ojos en los árboles que se alzaban a su alrededor, y gritó: