—¡Oh, está bien! No os encuentro. ¡Salid!
Nada se movió. Frunció el entrecejo, golpeando el suelo con un pie. Ésta no era la forma de jugar. Había admitido la derrota; sus amigos deberían salir ahora de donde estuvieran escondidos.
—¿Dónde estáis? —volvió a gritar, y una nota de auténtico malhumor empezó a aparecer en su voz—. Salid. ¡Ahora!
Siguió sin recibir respuesta; tan sólo percibió una leve variación de la brisa entre las ramas que se extendían sobre su cabeza. Índigo-Anghara lanzó un suspiro de cansancio muy propio de adultos, y volvió a iniciar la búsqueda, tomando lo que consideró el sendero más fácil a través de los árboles y sin dejar de estar ojo avizor por si se producía cualquier señal de movimiento. Estaba enojada con los otros. Una broma estaba muy bien, pero ya habían ido muy lejos. Cuando los hallara, les diría exactamente lo que pensaba, les advertiría que no podían tratar a una princesa de ese modo, incluso aunque hubiera permitido que fueran sus amigos. Les diría...
El combativo estado de ánimo desapareció en cuanto dio la vuelta al tronco de un enorme roble y se encontró en el claro.
El recuerdo se agitó fugaz, intentando arrancarla de su infantil estado para trasladarla a otro nivel de conciencia menos agradable. Ella había estado allí antes... Pero la reminiscencia se esfumó en un instante, y no quedó más que el interés mientras Índigo-Anghara contemplaba con atención la achaparrada torre que se alzaba solitaria en el pequeño claro. Cubierta y casi oculta del todo por la trepadora vegetación, la torre pareció devolverle la mirada, con sus redondas ventanas semejantes a benévolos ojos de mochuelo. Nunca había visto algo parecido — oh, pero sí que lo había hecho, claro que sí— y, llevándose el índice a los labios, la contempló con curiosidad cada vez mayor, a la vez que se preguntaba quién podía vivir aquí o si, en el caso de que no viviera nadie, podría reclamarla como suya.
Entonces, mientras continuaba con la vista fija en la torre, el chasquido de un pestillo resonó con fuerza en el profundo silencio del bosque, y en la base de la torre se abrió una puerta.
La curiosidad se transformó en total fascinación cuando Índigo-Anghara distinguió la figura que salía de la torre. Era una criatura, como ella misma, pero el rostro tenía una apariencia adulta y los ojos, ojos plateados, estaban llenos de experiencia. Ojos plateados y cabellos plateados; un menudo semblante felino que encontró hermoso de un modo peculiar. Había algo que resultaba familiar en él, y su cerebro buscó la conexión. «Coge la pelota... » ¿No habían jugado juntos? ¿No habían sido compañeros? Y había habido otros, entre ellos un chico de cabellos dorados y una loba que hablaba...
Inmediatamente la idea de una loba que hablara le resultó tan disparatada que Índigo-Anghara lanzó una involuntaria risita ahogada. La criatura de los ojos plateados ladeó la cabeza y le dedicó una sonrisa burlona.
—¿Por qué ríes, hermana? ¿Tan cómico resulta este encuentro?
¿Hermana? Pero éste no era su hermano Kirra, y ella no tenía más hermanos. Índigo-Anghara se sintió perpleja pero, recordando su rango y los modales que éste exigía, se inclinó con gran dignidad y dijo:
—Te deseo un buen día. Creo que no hemos sido presentados. Soy... —Pero entonces sus palabras se apagaron mientras un diminuto gusanillo de inquietud empezaba a revolverse en su interior. «Soy... ¿quién soy? ¿Quién?»
La criatura de ojos plateados se acercó a ella con paso airoso.
—¿No me conoces, Anghara? ¿No recuerdas?
Un terrible tumulto de emociones confusas se apoderó de la niña en que se había transformado Índigo. Conocía a aquel ser, lo conocía. Pero no conseguía recordar el nombre, y cuando se esforzaba por rememorar los juegos en los que habían participado juntos no le venía a la memoria ni un solo detalle.
—Acuérdate de mí, hermana.
La criatura extendió una menuda mano hacia ella, pero aunque deseaba extender las manos y tocarla no consiguió hacerlo, y no supo el motivo. Emociones contrapuestas de amor y odio hervían en su cabeza, y con ellas una sensación de tan terrible añoranza que parecía que le iba a partir el corazón.
Índigo-Anghara emitió un pequeño sonido atemorizado, como un lloriqueo. No comprendía esto y deseaba dar media vuelta y huir de ello, correr a algún lugar seguro, pero sus pies se negaban a obedecer. ¿Por qué no recordaba? ¿Qué le estaba sucediendo?
—¿Quién soy? —Su voz se elevó en un gemido infantil. «¡Pero yo no soy una niña! Soy... »—. No puedo recordar; ¡no puedo! —Dio un paso atrás—. ¡No lo sé! ¡No lo recuerdo! ¡No sé quién soy!
Némesis se adelantó, con la mano todavía extendida.
—Puedes recordar, si lo deseas. Recuerda a la niña que fuiste en una ocasión. Recuerda a la mujer en que te has convertido. Acuérdate de mí, hermana; porque soy parte de ti. —Los dedos se encontraban a un par de centímetros de ella ahora—. Tócame, Anghara. Tú, yo, nosotros: no existe diferencia; es todo uno. Haz que vuelva a ser una sola cosa otra vez.
Muy despacio, sintiendo como si se encontrara al borde de un precipicio, Índigo-Anghara extendió la mano. Las puntas de los dedos se rozaron levemente, y algo parecido a una violenta punzada atravesó a la joven. Sintió un escozor detrás de los ojos, y notó de improviso en su garganta una sensación de sequedad y calor; entonces los recuerdos regresaron tumultuosos a su cerebro, nítidos, salvajes y terribles. En un mismo instante fue una niña que corría y jugaba bajo los oblicuos rayos del sol de las Islas Meridionales; y una adolescente nerviosa pero excitada que cabalgaba en su primera cacería; y una joven, enamorada y ansiosa por la llegada del día de su boda; y estaba en la tundra, la tundra prohibida, y la Torre de los Pesares se derrumbaba y Carn Caille ardía, y ella aullaba el nombre de Fenran al cielo mientras acunaba su cuerpo ensangrentado, y... y...
Con una última y violenta convulsión su visión se aclaró. El pasado había huido, la niña-princesa había desaparecido. Volvía a ser ella misma otra vez.
Y delante de ella, cogiéndole la mano, se encontraba Némesis. No un demonio, no su enemigo en la forma en que ella siempre había creído, sino ella misma. Niña y adolescente y mujer. Némesis siempre había estado en su interior; ahora lo comprendía como nunca antes lo había hecho. Y sin Némesis, sin aquel oscuro compañero que ella había intentado durante tanto tiempo negar y destruir, Índigo sabía que una parte de ella misma moriría.
Clavó la mirada en los plateados ojos de Némesis, y por un momento, recordando otros días y otros encuentros, aguardó la llegada del torrente de emociones salvajes que había llegado a conocer tan bien con los años: repugnancia, desprecio, helado terror y odio ciego. Pero no aparecieron. No había más que una sensación de ligero desconcierto, y de tristeza.
Némesis no sonrió. En voz baja, tan apagada que Índigo apenas pudo oír sus palabras, dijo:
—¿No hemos luchado uno contra otro durante demasiado tiempo, inútilmente? —La criatura se interrumpió, y los ojos plateados aparecieron llenos de añoranza y pesar—. Hermana, no quiero morir; pero esa elección es tuya y sólo tuya. Tan sólo puedo pedirte, suplicarte: ¿no podemos reconciliarnos por fin, y volver a ser un solo ser?
Índigo sostuvo la mirada de Némesis y supo que era demasiado tarde para equivocarse. Había que tomar una decisión, solucionar de una vez por todas aquel conflicto permanente. «Tú, yo, nosotros: no existe diferencia. » Era cierto; ya no podía negarlo. Ya no podía negarse a sí misma.
Cerró los dedos con más fuerza sobre la mano de Némesis, y con voz vacilante y apagada pidió:
—Ayúdame...
El ser avanzó hacia ella. Sintió cómo sus brazos la rodeaban, y de pronto los dos se fundieron con fuerza en un ardiente abrazo. Oleadas de calor y frío recorrieron el cuerpo de Índigo, y las lágrimas empezaron a resbalarle por el rostro. Escuchó musitar a Némesis: «Anghara, Anghara», y sus propios labios formaron y repitieron el nombre, su antiguo nombre, su auténtico nombre: Anghara...