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Ésta levantó la cabeza para devolverle la mirada.

—Sí. Todo está bien. También me disculpo ante ti, Benefactor. Estaba equivocada; cometí un gran error. Lo descubrí al intentar convencer a los ancianos de la verdad, pero era demasiado orgullosa, o tozuda, para reconocerlo entonces. —Parpadeó—. Lo reconozco ahora, y solicito tu perdón.

El Benefactor quitó importancia a sus palabras con un gesto de la mano.

—Por lo poco que vale, te lo concedo.

—Quiero ayudarte, si puedo. —Extraño, pensó, con qué facilidad acudían ahora las palabras—. Si lo que he aprendido aquí, lo que he encontrado aquí, puede también transmitirse a las gentes de Alegre Labor, entonces lo haré, si es que poseo ese poder. —Volvió la mirada hacia la torre, y reprimió un involuntario escalofrío al recordar algo que el Benefactor le había dicho en una ocasión—. Este mundo no debería existir —continuó—. No tendría necesidad de existir; ésa es la mayor tragedia. Pero ¿lo abandonarán los niños de buena gana? Es su refugio y parecen muy felices aquí. ¿No será demasiado tarde para que regresen?

Grimya emitió un ahogado sonido gutural.

—Pa... parecen felices, sí —repuso—. Pero incluso ellos comprenden, en su interior, que a pesar de toda su belleza este mundo no puede proporcionarles una vvv... vida.

La joven contempló a la loba sorprendida, pero el Benefactor sonrió.

—Tu amiga no hace más que repetir lo que ya me ha dicho a mí, Índigo. Tiene más de filósofa de lo que quiere admitir, me parece.

—Grimya es más sensata que yo. —La boca de Índigo se torció en una mueca—. Siempre lo ha sido.

La loba balanceó la cabeza de un lado a otro.

—No, te traje aquí, eso es todo. El rrresto... eso lo hiciste tú. Fuiste tú quien eligió. Pero me alegro de tu elec... ción. No sólo por Koru, sino también por ti.

Índigo no contestó a eso, pero se arrodilló sobre la hierba y abrazó a la loba con fuerza. No hacían falta palabras; Grimya comprendió. Transcurrido quizás un minuto la muchacha levantó la cabeza hacia el Benefactor.

—¿Es demasiado tarde para los niños?

—Con tu ayuda no, no lo es. —Parecía triste, pensó ella, y se preguntó por qué. Entonces él sonrió, y la pesadumbre desapareció de su rostro—. Será el juego más alegre e importante de todos para ellos. Y, si tienes éxito, el último que jugarán aquí. —Calló un instante, y luego añadió—: Aunque no puedo tomar parte en el juego con ellos y contigo, y por lo tanto no veré su resultado, atesoraré ese momento.

—¿No verás su resultado? —repitió ella, repentinamente confusa.

—No. Mis visitas al mundo físico no pueden ser prolongadas. Han transcurrido demasiados años, demasiados siglos, desde que busqué refugio aquí, y regresar durante más de unos minutos al mundo que abandoné significaría mi muerte. Pero esperaré y observaré, y te daré toda la ayuda que pueda.

Índigo lo miró con fijeza.

—Pero si los niños se van...

Se interrumpió al ver que el Benefactor se llevaba un dedo a los labios. Volvía a sonreír, y se dio cuenta de que él no quería que le hiciera las preguntas que acababan de pasar por su cabeza. ¿Conocía la respuesta? ¿Sabía qué sería de él si los niños que amaba abandonaban el mundo fantasma para siempre? ¿O era su futuro simplemente una incógnita que prefería no considerar?

Bajó los ojos, consciente de que no tenía derecho a exigir una respuesta y —tal vez como él— no muy segura de querer escuchar cuál sería esa respuesta.

—Cuando todo acabe, regresaré —dijo en voz baja.

—Desde luego. En busca de tu Fenran.

—No sólo para eso. Regresaré a..., a decir adiós. —Vaciló y enseguida añadió con una risita tímida que se desvaneció antes de formarse del todo—: Aunque eso no tenga demasiada importancia para ti.

El Benefactor dejó transcurrir unos instantes sin responder, y, al volver a levantar los ojos, Índigo vio que su expresión era reservada, como si estuviera absorto en sus pensamientos. Luego bruscamente el ser le dedicó una vez más su sonrisita conspiradora.

—Aunque no lo creas lo considero un gran cumplido, Índigo. Pero, si, como parece y pese a no merecerlo, tienes algún deseo de complacerme, hay algo que me agradaría sobremanera y que me gustaría solicitarte antes de que se inicie el último juego. Puedes considerarlo la excentricidad de un anciano, y una insignificancia además, pero me satisfaría muchísimo si estuvieras de acuerdo.

Había hablado de sí mismo con un tono marcadamente burlón, pero Índigo percibió un propósito más serio bajo la aparente gracia.

—Por favor —respondió—, di lo que desees. Si está dentro de mis posibilidades lo haré.

—Oh, claro que está dentro de tus posibilidades. Es una cosa muy sencilla; de hecho mi mayor temor es que me tengas menos consideración por imponerte tal aburrimiento. —Una vez más Índigo percibió el tono de burla en su voz, y otra vez tuvo la sensación de que enmascaraba algo mucho más serio—. Simplemente te pido, Índigo, que consientas en escuchar una historia. Puedes llamarla mi historia, aunque a lo mejor después de todo este tiempo resulta una arrogancia por mi parte realizar tal afirmación. Quiero contarte cómo fue que los habitantes de Alegre Labor se convirtieron en lo que son ahora.

Grimya gimoteó suavemente, Índigo le posó una mano tranquilizadora sobre la cabeza, y se puso en pie muy despacio. Antes de que pudiera hablar, no obstante, el Benefactor continuó:

—Espero no pecar de presumido si doy por sentado que recuerdas nuestro primer encuentro, en el lugar que ellos llaman mi Casa... Te dije entonces, creo, que mis palabras y mis acciones se habían convertido en la ley de Alegre Labor, y que ésa es mi carga y la naturaleza de la maldición que lancé sobre mi gente. —Bruscamente sus ojos parecieron llamear—. Ansío desprenderme de esa carga. Ansío contar la historia, para liberar mi espíritu de la vergüenza y el deshonor que ha soportado durante tantos años, y obtener el perdón. —Se interrumpió y la miró con renovada intensidad—. ¿Oirás mi confesión, Índigo? ¿Me concederás el descanso de contar mi historia, antes de que se inicie el último juego?

Los ojos desuno estaban clavados en los del otro, y por primera vez Índigo creyó ver en el alma del ser que era —o había sido— el Benefactor de Alegre Labor. Sintió una conmoción en su interior, una presencia que formaba parte de ella ahora pero que también sabía lo que era ser un proscrito y un portador de desgracias.

Hemos de escucharlo, hermana, dijo aquella voz interior que pertenecía a Némesis. Después de todo, ¿qué derecho tenemos para negarle lo que nos ha concedido a todos?

—Escucharé. De buena gana —repuso sonriente—. A lo mejor entonces conseguiré comprenderte tan bien como tú me comprendes a mí.

Por un momento, tuvo una fugaz visión del hombre que el Benefactor había sido. Un hombre que ya no era un anciano, que ya no se sentía agobiado, un hombre rejuvenecido y lleno de renovado vigor. Un príncipe, pensó, por extraño que eso pareciera en el caso de alguien cuyo nombre era venerado entre unas gentes para las que tales conceptos eran anatema. Un auténtico príncipe, un auténtico gobernante. Y un hombre bueno. Un hombre bueno.

—Índigo... —El Benefactor extendió una mano hacia ella en un gesto cortés impregnado de algo ya pasado y desaparecido que aún seguía vivo, tal como comprendió la muchacha en su corazón—. Si eres capaz de perdonar los caprichos de un anciano, entonces concédeme una satisfacción más: siéntate conmigo. Siéntate aquí, y cenemos a la antigua usanza; en la forma civilizada en la que, tengo la impresión, tú y yo fuimos criados desde nuestro nacimiento. Esta última vez, dejemos que sea como era en nuestros tiempos felices.