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»Yo provoqué todo esto, Índigo; e incluso ahora, después de tantos siglos, me produce escalofríos pensar con qué facilidad se realizó. Ordené que demolieran mi propio palacio, proclamando que su belleza no tenía una función útil. Hice que araran sus preciosos jardines y los convirtieran en campos de cultivo que deprimían la vista pero llenaban los bolsillos, y declaré que esta acción era un ejemplo que debían seguir todas las personas diligentes. Construí la Casa sobre la colina en la que se encuentra, un lugar estrictamente funcional sin un solo adorno, e insté a mis súbditos a hacer lo mismo con sus propias viviendas, de modo que también ellos se libraran de todas las cosas que no poseían un valor claro. Luego los exhorté a aferrarse a lo que tenían y a construir sobre ello; a trabajar y ganar riqueza y a acumular los frutos de su trabajo; a alzarse por encima de sus vecinos y a ser juzgados a los ojos de esos vecinos sólo por lo que poseían y no por ninguna otra cosa; a que se sintieran orgullosos de su avaricia, orgullosos de su lógica, orgullosos de la existencia miserable y triste que se estaban labrando.

Dejó de hablar, Índigo levantó su copa y la hizo girar entre el índice y el pulgar, aunque no bebió.

—Y eso echó raíces —dijo sombría.

—Sí, echó raíces. Con tanta facilidad y rapidez que en menos de cinco años comprendí que ya no necesitaban mi guía sino que por sí mismos seguirían inexorablemente y sin titubear el camino hasta la propia perdición. Mi trabajo había finalizado. Así que decidí... bueno, para expresarlo con precisión, decidí retirarme del mundo y dejar que se las apañaran solos.

Índigo recordó su primera visita a la Casa y el improvisado parlamento de tía Nikku sobre los cambios que había implantado el Benefactor.

—Y tu regalo de despedida —dijo—, ¿fue derribar el último símbolo de los viejos tiempos: tu propio trono?

—Lo fue. Lo consideré un último y apropiado chiste, y estaba tan repleto de rencor y ganas de venganza en aquellos tiempos que reí en voz alta ante la idea. ¡Se acabaron los reyes! Dejemos que tengan comités de hombres y mujeres insignificantes, dije; y que disfruten para siempre del mezquino placer de reñir y competir en busca de la preeminencia entre ellos mismos. Estaba harto de todo aquello. Sería libre.

La última palabra la pronunció con tal rabia que cogió a Índigo por sorpresa. Era muy consciente de la amargura y el remordimiento que sentía el Benefactor, pues éste no había hecho el menor intento de ocultarlos; pero esto era algo totalmente distinto.

—Dijiste... —Vaciló, escogiendo las palabras con sumo cuidado—. Dijiste que encontraste este mundo. ¿Fue así como... evitaste morir?

El Benefactor no contestó al punto. Durante unos instantes permaneció allí sentado sin moverse, con un nudillo presionado contra los labios, los ojos mirando al vacío y la expresión hermética. Luego, bruscamente, respondió a su pregunta.

—Sí, encontré este mundo, y huí a él, como tú dices, para escapar de la necesidad de morir. —Levantó la vista—. Pero no tardé en descubrir que no estaba solo aquí. Otros también buscaron su consuelo, —dijo contemplándola fijamente—: el hombre dormido en su torre, tu propio Némesis, otros... Ha habido muchos otros; algunos que se han quedado y algunos que no. A lo mejor el hecho de que yo fuera el único ser vivo completo de este mundo me otorgó una clarividencia especial; ésa es una pregunta que no puedo contestar. Pero sus historias y sus cuitas eran en cierta forma un libro abierto para mí; sabía qué eran y por qué había venido cada uno. Y luego, al poco tiempo, los niños de Alegre Labor empezaron a venir, y comprendí la enormidad de mi crimen. —Suspiró profundamente—. Así que aquí he vivido, entre los espíritus perdidos a los que se ha negado el derecho a una auténtica vida. Y una generación sigue a la otra, y cada una languidece aquí hasta que las mentes que han dejado atrás se vuelven a abrir para admitirlos, o hasta que mueren los cuerpos que abandonaron.

Índigo sintió un nudo en la garganta y tuvo que hacer un gran esfuerzo para recuperar la voz.

—¿Qué sucede a sus espíritus, cuando los cuerpos mueren?

—Se desvanecen de este mundo y se pierden —respondió con sencillez el Benefactor— Muchos se han ido de esa forma. Adonde van, qué es de ellos, no lo sé; ésa no es una cuestión para un simple hombre mortal. Pero supongo que es una especie de muerte.

—Y... ¿qué sucede contigo? ¿Qué eres tú?

—Soy un ser vivo, en cierta forma. Mi envoltura física y la espiritual no se separaron, y por lo tanto penetré en este mundo como un ser completo por derecho propio. Aquí, mi cuerpo no envejece y por lo tanto no puedo morir. Así son las cosas en esta dimensión. — Sonrió no sin cierta tristeza—. No obstante mis pretensiones filosóficas y mágicas no afirmo comprender por qué es así, pero acepto lo inevitable. Mi envoltura espiritual puede regresar a Alegre Labor sin sufrir daño, pero no me atrevo a regresar bajo mi forma completa durante más de algunos minutos, ya que si lo hiciera... bueno, eso es algo que ya hemos comentado y quizá no merece ser repetido.

Cuando terminó de hablar se produjo un largo silencio, Índigo contemplaba la abarrotada mesa, pero sin ver, sin apreciar sus espléndidas galas. Ahora sabía qué sería del Benefactor si tenía éxito en su misión. No existía lugar para él en Alegre Labor, pero, a la vez, sin los niños que tanto quería tampoco le quedaría nada aquí.

Levantó la vista por fin, y sus ojos perdieron aquella mirada vacía para clavarse en el rostro del hombre.

—¿Es esto lo que realmente quieres? —preguntó.

—Sí —contestó el Benefactor en un susurro—. Sí, es lo que quiero. Es la única esperanza para los niños, y creo que quizás es la única esperanza para mí. —Hizo una pausa—. ¿Lo comprendes?

—Creo que puedo —dijo ella asintiendo despacio—. Eres un hombre muy valiente.

—No, no lo soy. Soy simplemente un estúpido que por fin ha aprendido lo suficiente para arrepentirse de su estupidez. —Extendió el brazo y su mano se cerró sobre la de ella—. Yo no puedo moverme libremente entre el mundo del espíritu y el físico. Pero tú puedes, y ahora tienes el poder de transportar las cosas de este mundo de regreso a Alegre Labor. Conduce a mis niños a casa, Índigo. Devuelve a mi gente la espiritualidad que les robé hace tanto tiempo, y muéstrales cómo pueden volver a estar completos.

Sus dedos apretaban los de ella con fuerza, casi con desesperación, e Índigo devolvió el apretón con energía.

—Los llevaré. —Tenía el poder; lo sabía, lo sentía vibrar en su interior, completa como estaba... —. No tienes más que mostrarme el modo. Dime lo que debo hacer, y lo haré.

El Benefactor pareció vacilar, pero enseguida su rostro se iluminó con una radiante sonrisa.

—El modo de hacerlo es muy fácil. De hecho tú misma has experimentado algo de ello. —Cerró con fuerza una mano; cuando volvió a abrirla, una pequeña esfera reluciente apareció en ella—. ¡Atrapa la pelota, doctora Índigo!

Se la lanzó y, sin detenerse a pensar, ella la cogió por puro reflejo. Al instante la escena ante sus ojos pareció deformarse como si ella hubiera encogido de repente a la mitad de su tamaño real y contemplara al mundo desde una perspectiva totalmente distinta. Por un momento volvió a tener seis anos...