Luego la ilusión se desvaneció, y se quedó mirando al Benefactor con la reluciente esfera sujeta entre ambas manos. Muy despacio, su boca se torció en una sonrisa irónica.
—Ya me habías dicho que eras un hechicero, pero hasta ahora no he comprendido el grado de poder de que dispones.
Pero el Benefactor negó con la cabeza.
—Oh, no, me sobrestimas. Esta chuchería no es más que un objeto, y sus habilidades, al igual que las mías, muy limitadas. No es más que un punto de enfoque... o un espejo, si lo prefieres... para despertar, brevemente, los recuerdos de la juventud y la imaginación juvenil de aquellos que lo capturan mientras vuela por los aires. —Lanzó una risita satisfecha—. Koru lo llama mi juguete mágico; pero no es realmente un juguete, ni tampoco es mágico en realidad. —Se detuvo y contempló pensativo la pequeña esfera—. A lo mejor, cuando eras pequeña tenías un pequeño cofre de tesoros, en el que guardabas todas aquellas cosas íntimas que tenían un gran valor para ti. No eran cosas valiosas tal y como las considerarían los otros, sino simples recuerdos o fruslerías, que mantenían con vida el recuerdo de momentos felices.
Índigo recordó haber tenido un cofre así, y después de todos estos años le vino a la memoria de improviso el recuerdo de todo lo que había contenido. Una concha marina, una pluma de ave, un mechón trenzado de cabellos procedentes de la crin de su primer poni: docenas de pequeños recuerdos personales que había valorado más que otras riquezas más evidentes.
—Estas lindas chucherías son como tu cofre de los tesoros —explicó el Benefactor con dulzura, leyendo en su rostro lo que pasaba por su mente—. En ese cofre se conservaban y alimentaban tus recuerdos, y cada vez que levantabas la tapa era como si mirases tu propia vida en un espejo. Eso es lo que pueden conseguir mis juguetitos; ése es su poder. Atrapaste la pelota; levantaste la tapa del cofre de los tesoros y recordaste. Y... —alzó las dos manos, con las palmas extendidas— una chuchería puede ir seguida de otra, y otra, y otra...
Índigo y Grimya soltaron un respingo cuando de pronto el aire pareció llenarse de una lluvia de relucientes y frágiles esferas. Danzaban mecidas por la brisa, describiendo espirales, giros en redondo, flotando y balanceándose, al tiempo que reflejaban la luz en deslumbrantes arcos iris. El Benefactor permanecía allí sentado en medio de ellas mientras más y más de aquellos «juguetes mágicos» brotaban de sus manos extendidas. Luego, bruscamente, chasqueó los dedos... y la brillante tormenta desapareció.
—Puedo crear tantos de estos preciosos juguetes como necesites —dijo el Benefactor, dedicándole de nuevo aquella sonrisa suya tan extrañamente dulce—. Uno para cada espíritu desconsolado de Alegre Labor... para que les sea ofrecido, quizás, en la misma forma en que un médico ofrecería una pócima curativa.
Índigo comprendió lo que quería decir e, inesperadamente, sus recuerdos retrocedieron muchos años y muchos kilómetros hasta otro país y otros amigos. Los Brabazon; aquella alegre, picara y bulliciosa familia de comediantes, cuya siguiente generación sin duda recorría en aquellos momentos las carreteras del continente occidental para llevar diversión y risas a sus desperdigadas granjas y ciudades. En una ocasión habían montado el espectáculo de su vida, un espectáculo que había derrotado a un demonio; y aquel recuerdo le dio una idea. Había realizado un buen aprendizaje con Constan Brabazon. Había aprendido algunas lecciones muy valiosas, y ahora, al igual que entonces, tenía un buen reparto de actores a su alrededor: Grimya, Koru, los niños... y Némesis.
Vio cómo las orejas de Grimya se enderezaban alertas al percibir sus pensamientos. La loba dejó caer la lengua de costado y le habló telepáticamente, muy excitada.
«¡Sí, Índigo, sí! ¡Así es como hay que hacerlo! ¡Y resultará tan divertido para los niños! Un juego como ninguno que hayan jugado antes. »
—Necesitaré mi poni —dijo Índigo poniéndose en pie—. Y una carreta, como... la que utilizaría un cómico de la legua. —Contestó con una amplia mueca a la sonrisa del Benefactor—. O un médico ambulante.
El Benefactor se echó a reír satisfecho.
—Todo lo que desees, te lo puedo facilitar y lo haré.
—Y los niños, ¿dónde están los niños?
—No esperan más que tu llamada.
Índigo lanzó una rápida mirada a la torre. ¿Estaba Fenran allí ahora; lo había traído su mente dormida de regreso a este mundo, a esperar? Muy pronto, pensó, muy pronto la espera habrá terminado. Muy pronto, ella regresaría triunfal...
Se volvió de nuevo hacia la mesa y llamo con voz potente:
—¡Hermana! ¡Muéstrate!
El aire a su alrededor empezó a brillar, y la delgada figura de Némesis apareció junto a ella. Pero los ojos de Némesis eran de un azul violeta, mientras que la plata centelleaba ahora tras las pestañas de Índigo. Con una carcajada, extendió la mano hacia la criatura y luego se volvió hacia el Benefactor.
—Éramos dos y ahora somos una. Juntas, abriremos los ojos de Alegre Labor. Llama a los niños, Benefactor. ¡Diles que el nuevo y maravilloso juego está a punto de empezar!
La luna se había puesto por el oeste, y tan sólo un puñado de estrellas parpadeantes iluminaban las silenciosas calles de Alegre Labor. Toda la ciudad estaba a oscuras; a esta hora todos los ciudadanos diligentes dormían en sus camas y no se moverían hasta que el amanecer hiciese innecesario el frívolo despilfarro de velas y lámparas de aceite, y por eso no había nadie que pudiera asistir al curioso fenómeno que tenía lugar en la plaza del mercado.
La bomba de agua del centro de la plaza no estaba muy bien cuidada, y desde hacía algún tiempo un continuo goteo de agua había ido formando un pálido charco en el suelo a su alrededor. De improviso, el charco empezó a brillar de un modo extraño, cada vez con más intensidad, hasta que brotó de él una potente luz que a poco comenzó a fluir hacia arriba, hasta formar un centelleante arco de luz. Y en el interior de este arco, borrosa al principio pero tornándose cada vez más nítida y definida, apareció la imagen de unas ondulantes colinas verdes.
El Benefactor no había necesitado más que el reflejo del agua derramada por la bomba para crear una nueva puerta entre los dos mundos. Y surgiendo de este reflejo, a través del arco de luz, un vehículo extraordinario hizo su aparición, retumbando y repicando, en la dimensión física de Alegre Labor. La pequeña carreta estaba cubierta por un toldo de brillante color amarillo con banderolas y serpentinas multicolores colgando de todas partes y ondeando alegremente bajo la brisa nocturna. Las ruedas —de un rojo intenso— llevaban sujetas docenas de diminutas campanillas que tintineaban musicalmente a medida que giraban los ejes, y el arnés del poni llevaba los varales festoneados de otras muchas más, mientras que un caparazón de plumas rojas, amarillas y azules se bamboleaba y agitaba sobre las orejas del animal.
Índigo ocupaba el asiento del conductor, vestida con un extraordinario disfraz: blusa larga con anchas mangas bordeadas de encaje, pantalones de cinco colores diferentes contrastados, medias escarlata con dibujos de lentejuelas, y zapatos con enormes hebillas de plata. Un sombrero de ala ancha doblada bajo el peso de plumas y chucherías varias mantenía un difícil equilibrio sobre su cabeza, y los cabellos, liberados de la acostumbrada trenza, centelleaban merced a los hilos de oro y plata con que los había entretejido. A su lado, Grimya había sido ataviada con una cómica capa pequeña adornada con más cascabeles, y gorras de terciopelo sobre ambas orejas de las que pendían recargadas borlas; detrás de la loba iba sentado Koru, vestido también con un conjunto estrafalario y multicolor al que se había añadido una cómica media máscara con bigotes en el rostro que le daba el aspecto de un cachorro de león travieso. El Benefactor no había escatimado nada en los preparativos que les había ayudado a realizar, y todo su séquito, se dijo Índigo con satisfacción, tenía un aspecto indescriptiblemente ridículo. Tan ridículo, en realidad, que incluso a los habitantes de Alegre Labor les resultaría imposible poner los ojos sobre ellos y fingir que no observaban nada extraño.