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—¡Elli! ¡Vamos, Elli, baja!

Ellani tomó una decisión. Agarrando rápidamente sus botas de campo de suela de madera y su capa con capucha, cruzó la habitación en cuestión de segundos, para acto seguido abrir la puerta y descender como pudo la escalera hasta la planta baja. Atravesó la cocina —el pestillo de la puerta chirrió pero eso no podía evitarse— y, deteniéndose tan sólo para ponerse los zapatos y la capa, salió al helado amanecer. La lluvia le salpicó el rostro mientras cruzaba el patio; al llegar ante el retrete se detuvo en seco y resbaló sobre los mojados adoquines, pero consiguió recuperar el equilibrio agitando los brazos. Koru ya no estaba allí.

—¡Koru! Koru, ¿dónde estás? —Ellani giró primero a un lado y luego al otro—. Todo está bien, no he despertado a madre. —Hizo una pausa para escuchar, y poco a poco la exasperación fue eclipsando su inicial alivio; su voz adoptó un tono irritado—. Koru, deja de jugar; ¡sal al momento!

Koru siguió sin responder. Entonces, mientras Ellani seguía allí dudando entre la cólera y la preocupación, el silencio se vio interrumpido bruscamente por una sucesión de notas musicales que ascendían y descendían.

¡Aquella arpa! Ellani se llevó el puño a la boca y, con los ojos muy abiertos, intentó por segunda vez rechazar lo que sus oídos le decían. Esta vez, no obstante, era imposible fingir que el sonido no era más que un truco de lluvia. Ascendía y descendía, ascendía y descendía...

—¿Koru?

Desconcertada y asustada ahora, Ellani empezó a avanzar hacia el lugar del que salía la música. Parecía provenir de algún lugar entre su casa y la casa vecina, donde un sendero adoquinado conducía hacia las puertas del enclave... Con el corazón latiendo ensordecedor, había llegado casi al sendero cuando, tan de improviso que saltó como si se hubiera escaldado, el sonido del arpa creció y se transformó en una alegre cancioncilla, y un coro de voces empezó a cantar:

Canna mho ree, mho ree, mho ree, canna mho ree na tye; si inna mho hee etha narrina chee im alea corro in fhye.

El terror golpeó a Ellani como un mazazo, pero sus pies volvieron a resbalar y no pudo detenerse antes de llegar al final de la pared. Dobló la esquina tambaleante... y sus ojos estuvieron a punto de saltar de sus órbitas.

En el sendero, cerrando el paso a las puertas del enclave, había un carromato de vivos colores detenido en medio de lo que parecía una tormenta de serpentinas de colores.

Alrededor del carro había niños bailando —pero se movían demasiado rápido para ser reales, y ella podía ver a través de sus cuerpos, podía ver directamente a través de ellosy una anciana loca bailaba con ellos, arrojando al aire nuevos puñados de serpentinas con regocijado abandono. Un brillante resplandor sobrenatural, que parecía proceder de su interior, iluminaba el carromato... y en el asiento del conductor había dos figuras increíbles. Una, de ojos plateados — no, no, nadie podía tener los ojos plateados; era imposible—, vestía un increíble vestido multicolor y sus cabellos centelleaban, y sus manos se movían veloces sobre las cuerdas del arpa que sostenía. La otra, con un vestido igual de demencial y con una máscara que le cubría la mitad del rostro, le sonreía de oreja a oreja.

—¡Hola, Elli! —gritó Koru por encima de la música y la canción—. ¿No te alegras de verme?

La boca de Ellani se abrió y cerró repetidas veces sin que la niña pudiera evitarlo. Por un momento, al cogerla desprevenida, la sustancia del otro mundo había atravesado sus defensas, y las imágenes se fijaron en su cerebro antes de que pudiera rechazarlas. Luego, violentamente, las compuertas mentales se cerraron con fuerza en un intento de suprimir todo aquel insensato espectáculo de su mente. ¡Esto no podía estar ocurriéndole a ella! ¡Era imposible; esto no podía estar ahí, no podía existir!

En respuesta al desesperado rechazo de su mente, el carromato y los niños que bailaban se agitaron y tambalearon ante ella. Pero, con gran horror por parte de Ellani, cuando éstos empezaron a desvanecerse Índigo y Koru siguieron allí sonrientes aunque ahora parecía como si flotaran en el aire, y la anciana loca siguió riendo y girando, y la música del arpa y el extraño coro de voces —Canna mho ree, mho ree, mho ree— siguió resonando en sus oídos. No podía ser. ¡No podía ser!

Ellani retrocedió trastabillando. En su interior gritaba en silencio y presa de terror — ¡Márchate, márchate!— pero a otro nivel sabía que aquello no desaparecería, que ella no podía hacerlo desaparecer, no podía negarlo ni fingir que esto no estaba sucediendo en realidad... Entonces, provocándole otro sobresalto, Koru gritó: —Coge la pelota, Elli... ¡Coge la pelota! Algo había surgido veloz de sus manos y corría hacia ella. Centelleaba mientras giraba por los aires, y por un imprudente instante Ellani se sintió poseída del impulso de atraparla y quedársela. La deseaba, la deseaba; tenía que poseerla, sin importar a qué precio... Luego la razón volvió a apoderarse violentamente de su cerebro, y dio un salto atrás para esquivar la brillante esfera que parecía ir directamente hacia ella.

La pelota cayó al suelo y se quedó allí centelleando a sus pies. Ellani la contempló durante el poco tiempo que tardó en recuperar el aliento, y entonces su voz se elevó en un alarido de auténtico e incontrolable terror. Dando media vuelta, echó a correr; sin preocuparse porque había perdido los zapatos, regresó a toda velocidad a la abierta puerta de la cocina y penetró en el refugio que le ofrecía su casa mientras aullaba con toda la fuerza de sus pulmones: — ¡Madre, padre, ayudadme! ¡Venidrápido..., venidRÁ-PIDOOOO.

Hollend y Calpurna tardaron casi diez minutos en tranquilizar a su hija lo suficiente para poder comprender algo. Ellani balbuceaba y sollozaba a la vez, y Calpurna, que había vivido pendiente de un hilo desde la desaparición de Koru, corría el peligro de contagiarse de su ataque de nervios. Por fin, no obstante, los sollozos de Ellani se calmaron lo bastante para que regresara algo de coherencia a su voz, y Hollend se arrodilló junto al sillón en el que la niña estaba acurrucada, y contempló su rostro con ansiedad.

—Ellani, vamos ya. Todo está bien; estás a salvo en casa ahora y nadie puede hacerte daño. Dinos, cariño... dinos qué sucedió.

Ellani lo miró fijamente durante un instante como si fuera un completo desconocido. Luego, con voz trémula aún, dijo:

—¡Koru..., vi a Koru!

El rostro de Calpurna se tornó blanco como el papel, y los ojos de Hollend se abrieron de par en par con una mezcla de sorpresa, frustración y enojo.

—Ellani, ¿de qué estás hablando? Si esto es algún...

—¡No lo es, no lo es! —Ellani señaló la puerta de la cocina con dedo tembloroso—. Estaba ahí. ¡Yo lo vi! Y ella estaba con él, ella, y había un caballo, y un carro, y una anciana loca, y él me tiró esa cosa que brillaba y... y... —Estalló en un nuevo torrente de lágrimas.

—¡Ellani! —Los ojos de Calpurna tenían una expresión salvaje cuando apartó a su esposo de un empujón y, agarrando a la niña por los brazos, la sacudió con violencia—. Ellani, ¿qué es lo que dices, qué nos estás contando? ¿Dónde estaba Koru? ¿Dónde, dónde?

Hollend intervino entonces, apartando de un manotazo las manos de su esposa.

—¡Acaba con eso, mujer! ¡Le haces daño a la criatura!

Jamás le había hablado de aquella manera antes, y Calpurna calló sobresaltada. Hollend les dirigió una mirada colérica, primero a ella, luego a Ellani.

—Tranquilizaos las dos, ¡ahora! —Su propio corazón palpitaba de forma irregular y dolorosa; tenía que hacer un gran esfuerzo para no aferrarse a lo que Ellani había dicho, para no permitirse albergar una esperanza.