Sucedió tan deprisa que Ellani no tuvo tiempo de pensar. Sessa arrojó la diminuta esfera; de forma automática las manos de la niña se alzaron violentamente como para protegerse el rostro, y antes de que pudiera detenerse ya había cogido la pelota.
Se produjo un momento de absoluto silencio. Luego la pelota pareció explotar en un cegador estallido de luz. Con un chillido de terror, Calpurna se desmayó y se desplomó como un saco de harina en los brazos de Nas, que tuvo la suficiente presencia de ánimo para sostenerla antes de que cayera al suelo. La esposa de Nas dio un paso atrás boquiabierta y aturdida. Y, cuando la explosión de luz y sus secuelas se desvanecieron, Ellani y Sessa se contemplaron mutuamente, cada una desde un extremo de la habitación.
Entonces, despacio, los labios de Sessa se curvaron en una sonrisa beatífica y dichosa.
—Elli... —Extendió los brazos hacia la niña—. Ven, Elli. Ven a ver. ¡Es tan bonito y tan divertido! Ven a ver.
La mirada de Ellani estaba fija en el rostro de Sessa, pero no veía a Sessa. En lugar de ello contemplaba otro país y otra época, a medida que los recuerdos de días pasados en Agantia, antes de que los negocios de su padre hubieran traído a la familia a Alegre Labor, se alzaban espontáneamente de las profundidades de su cerebro. Flores y fuentes, juguetes y juegos, cuentos y música, el sonido de las risas de su madre mientras una tierna infante hacía sus primeros y decididos pinitos para empezar a andar; todo el color y la fascinación de aquel mundo enorme y excitante que había dejado atrás y desechado por no tener una utilidad razonable... Las lágrimas empezaron a correr por las mejillas de Ellani. Había un carromato, pintado de alegres colores; un poni entre los varales con cascabeles en el arnés que producían un sonido muy dulce. Había otros niños, niños que reían y bailaban como Sessa. Había una canción, una canción alegre; la recordaba, la volvía a oír ahora. Y su hermano estaba allí; su hermano perdido, a quien ella tanto quería. Ya no quería seguir negándolo. Había sido real. Y ella quería, quería tanto que volviera a ser real...
—¡Koru! —La voz se le quebró, pero el grito procedía de su corazón, de su espíritu—. Koru, ¿dónde estás? ¡Espérame! ¡Espérame!
Antes de que a nadie se le ocurriera detenerla, Ellani había cruzado ya como un relámpago la habitación y había salido por la puerta principal, con Sessa detrás. En la galería, las dos niñas chocaron contra Hollend, que retrocedió tambaleante, y luego saltaron escalera abajo y corrieron, atravesaron corriendo el recinto en dirección a las puertas del enclave.
—¡Ellani! ¡Ellani! —Recobrándose, Hollend rugió el nombre de su hija mientras la sorpresa, el miedo y la confusión lo zarandeaban. Trastabillando y resbalando en el mojado suelo, echó a correr tras las dos figuras que huían—. ¡Que alguien las detenga! ¡Detenedlas!
Pero nadie fue lo bastante rápido. Y nadie, excepto Ellani y Sessa, vio la translúcida figura que vino corriendo desde las puertas para interceptarlas; la criatura del mundo fantasma, la propia doble de Ellani, se cruzó con ésta en su desbocada carrera y, como un fuego fatuo, parpadeó junto a la niña unos segundos antes de que ambas se fusionaran y se convirtieran en una sola.
—Alguien viene. —Koru se colocó en pie de un salto sobre el asiento del conductor, lo que provocó tal balanceo en el carro que el poni relinchó y echó las orejas atrás, nervioso—, ¡Índigo, alguien viene!
Índigo podía verle el rostro en la creciente luz matinal, y percibió la oleada de esperanza que fluía del niño. Inconscientemente sus manos se cerraron con más fuerza sobre las riendas mientras miraba con atención hacia la calle, envuelta todavía en la penumbra del amanecer, que conducía de vuelta al enclave.
Habían regresado a la plaza del mercado, donde Grimya y los niños habían realizado bien su tarea. Toda la plaza estaba ribeteada de serpentinas. Impávidas bajo la llovizna, las cintas doradas y plateadas ondulaban sobre el suelo, bailaban en los tejados, revoloteaban en los alféizares y chimeneas; miles y miles de ellas, una increíble masa centelleante, cruzaban veloces por los aires dejando tras ellas brillantes estelas rojas, verdes y azules. El tejado de la Casa del Comité exhibía lo que parecía una insensata pelambrera de cabellos relucientes, y los niños —Mimino se había unido a ellos ahora— seguían trabajando incansables, sacando más y más serpentinas del carro, adornando cada grieta disponible mientras reían alborozados ante sus logros.
Y aún no se había encendido ni una sola luz en ninguna de las ventanas circundantes...
Junto a la bomba de agua, la puerta al otro mundo brillaba con luz uniforme, Índigo percibía la presencia de Némesis al otro lado del portal, percibía y compartía la ansiedad de la criatura mientras ambas aguardaban. «Pronto —pensó—; pronto, hermana... »
—¡Es Ellani! —La voz de Koru se convirtió en un alarido de júbilo, y el niño saltó sobre el asiento agitando los brazos violentamente—. ¡La veo, la veo!
«¡ Grimya!»
Índigo lanzó una rápida llamada telepática, y la loba cruzó la plaza a grandes saltos. Tenía la boca llena de serpentinas y una, enredada en sus cuartos traseros, colgaba tras ella como una nueva y exótica cola.
—Ya vienen, cariño. Ellani y Sessa. —Índigo sentía una excitación equiparable a la de Koru—. La jugada funcionó, Grimya; me parece que funcionó... Sessa supo qué hacer, lo sintió en su interior...
Las dos pequeñas figuras entraron corriendo en la plaza, y se detuvieron en seco. Sessa lanzó una exclamación de sorpresa, y paseó la mirada a su alrededor para contemplar aquella refulgente maravilla. Pero Ellani sólo tenía ojos para el carromato.
—¿Elli... ? —llamó Koru, vacilante. Y el rostro de su hermana se iluminó.
—¡Koru! ¡Eres tú, lo eres! —Corrió hacia él a la vez que el niño saltaba del asiento; ambos se fundieron en un abrazo e iniciaron una enloquecida danza—. ¡Oh, Koru, Koru, pensé que estabas muerto!
—Elli... —Él se detuvo entonces, con una expresión maravillada en los ojos—. Eres diferente. ¡Eres tal y como eras antes, tal y como yo lo recuerdo! ¡La magia funcionó! ¡Todo vuelve a estar bien!
Ellani miró a su alrededor con la expresión de una criatura a quien se ha devuelto la visión de forma repentina y milagrosa.
—¡Oh! —exclamó la niña en voz baja—. ¡Es todo tan precioso!
—¡Nosotros lo hicimos! Yo y mis amigos. Elli, vamos a hacer que todos lo vean, todos ellos: mamá y papá, y los ancianos...
—¡Papá! —Por primera vez en varios años Ellani utilizó el antiguo y cariñoso diminutivo para referirse a su padre, aunque ni siquiera se dio cuenta de ello—. Nos seguirá. Nos vio correr, a Sessa y a mí; vendrá a buscarnos. ¡Todos vendrán!
Al escuchar estas palabras, Índigo se dio cuenta de que Ellani no quería que vinieran. Por vez primera, sus padres y los ancianos de Alegre Labor no representaban para la niña la adecuada y deseable seguridad del convencionalismo sino un poder despiadado e insensible que amenazaba con arrebatarle su recién encontrada alegría.
—¡Ellani! —llamó, al tiempo que se inclinaba para recoger algo que descansaba a sus pies—. No te preocupes, Ellani. Podemos hacer que también lo vean. Tenemos ese poder, todos nosotros.
En una ventana situada a su espalda, sin que nadie se diera cuenta, una lámpara se iluminó temblorosa. Alegre Labor empezaba a despertar.
Ellani levantó los ojos hacia Índigo, y contempló el excéntrico vestido multicolor y el carro. En otra ventana, se encendió una segunda luz.
—¿Nosotros... ? —musitó la niña.
—Sí. Tomad, cogedlas. —Otras tres brillantes esferas revolotearon fuera de la mano de