Índigo; una fue a Ellani, otra a Koru, y la tercera a Sessa—. La magia volverá a funcionar.
Ellani sostuvo la pelota que había cogido en el hueco de ambas manos y la contempló maravillada, mientras la comprensión se iba abriendo paso en su cerebro.
—Oh... —murmuró, incapaz de articular nada más—. Oh...
—Ayúdanos, Elli. —Koru se volvió hacia su hermana, con los azules ojos relucientes y llenos de fervor—. ¡Cuantos más seamos, más seremos! —Sin darse cuenta, repetía las palabras del Benefactor; casi lo último que había dicho a Índigo antes de que el carro abandonara el mundo fantasma para iniciar el juego.
—Sí —susurró Ellani, también con ojos relucientes—. Sí, lo haré. Lo haré.
En ese momento se encendió la tercera luz en la plaza. Brillaba en una ventana del último piso de la Casa del Comité, donde los ancianos de más categoría poseían aposentos privados para utilizar cuando estaban de guardia, y a los pocos segundos resonó en la plaza el chirrido de una bisagra reseca al abrirse de par en par dicha ventana.
—¿Qué es esto? —La voz procedente de la elevada aguilera era débil y quejumbrosa; bajo la luz de la nueva lámpara, la banda violeta que denotaba la más alta categoría de Alegre Labor destacó con fuerza—. ¡Alguien está creando un alboroto! ¿Qué es lo que os proponéis, por favor?
En los tejados y los portales, los niños con los brazos cargados de serpentinas permanecieron inmóviles y silenciosos, y durante unos instantes no se escuchó ni un sonido en la plaza. Entonces, bruscamente, la voz de Índigo rompió el tenso silencio.
—¡Niños! ¡Una canción! —Tomó el arpa que descansaba a su lado sobre el asiento, la colocó sobre el regazo con un gesto teatral y tocó un acorde, un acorde que ahora todos conocían bien—. ¡Cantad, pequeños! ¡Cantad!
Y un coro de voces hizo añicos la melancólica paz de Alegre Labor, elevándose en el aire como un himno rítmico y alegre para dar la bienvenida al nuevo día.
Canna mho ree, mho ree, mho ree.
¡Canna mho ree na tye!
Koru cogió a Ellani de las manos y empezó a bailar con ella describiendo entusiastas círculos. Sessa, riendo a carcajadas, se puso a girar y saltar, y los otros niños, con Mimino entre ellos, se acercaron corriendo y saltando para unirse a la diversión. De la ventana del último piso de la Casa del Comité surgió un grito; un alarido de indignación, de incredulidad, de horror.
Entonces Índigo, ataviada con sus ropas de bufón y haciendo volar los dedos sobre las cuerdas del arpa, llamó a Némesis, a su gemela, a su propio ser:
—¡Hermana, ha llegado el momento! ¡Trae a los niños! ¡Reúnete con nosotros, reúnete con nosotros!
El arco de luz situado sobre la bomba de agua centelleó de improviso con renovada energía para luego llamear con glorioso resplandor. Y a través del portal penetró en Alegre Labor toda la horda de niños del mundo fantasma como un torrente vivo que reía, gritaba y saltaba, con Némesis a la cabeza.
Nas alcanzó a Hollend en las puertas del enclave, pero cuando ambos llegaron a la carretera no se veía ni rastro de Ellani y Sessa. Se detuvieron con un ligero resbalón, y Nas farfulló toda una retahíla de juramentos scorvianos.
—¿Por dónde fueron? ¿Dentro de la ciudad o fuera? ¡No lo vi!
—Yo tampoco. —Hollend dirigió una rápida ojeada a la negra mole de la Oficina de Tasas situada unos metros más allá—. Voy a despertar al Comité de Extranjeros.
—Yo lo haré —interpuso Nas al instante, aprovechando la oportunidad de hacer algo útil—. Tú corres más rápido que yo. Ve a la plaza; a lo mejor las. chicas fueron allí. Si no, despierta a gritos a los ancianos de la Casa del Comité. —Frunció el entrecejo—. Vamos a necesitar toda la ayuda que podamos tener.
Unas voces los llamaron desde el enclave y vieron a otros tres hombres que corrían hacia ellos. La esposa de Nas los seguía acompañada de Calpurna, que se había recuperado de su desmayo.
—De acuerdo —asintió Hollend—. Di a Calpurna adonde he ido. —Y se alejó a la carrera en dirección al centro de la ciudad mientras Nas se desviaba hacia la Oficina de Tasas.
Quien fuera que hubiera llevado a cabo aquella broma estúpida en el enclave al parecer no había quedado satisfecho con lo realizado allí, pues, mientras se apresuraba hacia el centro de la ciudad, Hollend se encontró corriendo —vadeando casi en ocasiones— por entre más y más de las absurdas serpentinas centelleantes. Cubrían el suelo que pisaba, agitándose y enredándose a sus tobillos, y varias veces se vio obligado a detenerse y arrancarlas de sus pies para evitar un tropezón. Aturdido y nervioso, no prestó atención a los sonidos que se escuchaban más allá hasta que llegó a pocos metros de la plaza del mercado. Pero, cuando finalmente penetraron en su conciencia, se detuvo con repentina consternación.
«¿Música?». Sí..., sí que lo era. ¡No había confusión posible! Y voces que cantaban. Y gritos, que la rabia o el temor o ambas cosas volvían agudos. Totalmente confundido ahora pero con una creciente sensación de alarma, Hollend recorrió a la carrera los últimos metros y salió a la plaza.
Lo que apareció ante sus ojos tenía, para su conmocionado cerebro, todo el aspecto de algo sacado de una pesadilla demencial. Un auténtico ejército de ciudadanos y ancianos se movía de un lado a otro como hormigas enloquecidas esforzándose por arrancar las marañas de serpentinas que cubrían todas las grietas de la plaza. Las barrían de entradas, ventanas y esquinas, para luego recogerlas a brazadas y pisotearlas con energía, mientras, desde las abiertas puertas de la Casa del Comité, tía Osiku y otros ancianos de rango los exhortaban a esforzarse aún más. Pero de nada servía, pues en cuanto se las dejaba de pisotear las serpentinas volvían a elevarse por los aires describiendo centelleantes círculos. Y, con una sacudida que le recorrió todo el cuerpo, Hollend vio niños: docenas de niños vestidos con extrañas ropas de colores; sus cuerpos eran insustanciales pero sus risas resonaban por toda la plaza mientras recogían y lanzaban por los aires las serpentinas como si se tratara de una refulgente tormenta. En medio de todo aquel caos, un carromato pintado de una forma indescriptible se balanceaba como una nave en un mar encrespado, y en el asiento del carro se encontraba una mujer vestida de una forma sorprendente, «¿Índigo?» Por supuesto que no, se dijo Hollend con incredulidad; no podía ser. La mujer tocaba un arpa como si estuviera poseída, y, a su lado, una figura ridícula con el cabello y los ojos plateados reía y aplaudía. Y, martilleando los oídos de Hollend por entre los gritos y exclamaciones de aquella confusa masa, la letra de la canción que ellas y los niños cantaban crecía como una marea que lo inundaba todo.
¡Todos a una, bailad y cantad!
¡Esta alegre danza con nosotros bailad!
Se trataba del mismo baile que Índigo había utilizado para sacar a Koru de su escondite en el mundo fantasma. Hollend no lo sabía; no la había escuchado jamás, pero a medida que captaba las palabras se sintió asaltado por una emoción violenta y totalmente inesperada. Era irracional, era una locura, pero sintió el impulso de gritar a los esforzados ciudadanos: «No, deteneos, ¿qué daño hacen? Dejad las serpentinas; ¡son preciosas!». El recuerdo de la imagen de Sessa Kishikul con el rostro radiante y bailando entre las serpentinas en el enclave, mientras lanzaba exclamaciones de alegría, apareció de nuevo ante sus ojos; profirió un grito inarticulado de protesta...
Y una voz estridente lo llamó desde el grupo de danzantes:
—¡Papá!
Hollend se tambaleó como si le hubieran asestado un puñetazo.
—¿Koru?
—¡Papá!