Con los rubios cabellos ondeando al aire y los ojos brillantes de júbilo, un chiquillo vestido de bufón surgió del grupo para correr hacia él con los brazos extendidos. Hollend abrió la boca para negar lo que veía, incrédulo, esperanzado... y otra voz familiar, la de Ellani, le gritó mientras la niña corría también hacia él tras su hermano:
—¡Coge la pelota, papá! ¡Coge la pelota!
La deslumbrante esfera fue directa hacia la cabeza de Hollend. Este retrocedió asustado e, igual que Ellani había hecho cuando Sessa le lanzó la pelota mágica, levantó las manos instintivamente para rechazarla, y la cogió.
Ellani chilló de alegría y abrazó a Koru, y juntos empezaron a dar saltos frente a su padre.
—¡Papá, papá, baila y canta! ¡Esta alegre danza con nosotros baila!
«Baila y canta..., baila y canta... » De improviso Hollend empezó a reír sin poder parar. «Baila y canta... Coge la pelota... »
—Niños...
Pensó que sus piernas iban a doblarse bajo su peso, pero no lo hicieron y desde luego no lo harían, como bien sabía una parte de él muy cercana a su corazón. Se sentía inmensamente feliz, con una felicidad ridícula y tonta que no le producía ninguna ganancia, que no tenía un objetivo, ni tampoco un valor tangible. ¡No tenía sentido! Pero su hijo había vuelto a él sano y salvo, y sus dos hijos lo sujetaban con fuerza de las manos e intentaban arrastrarlo hasta el baile, y él reía y gritaba como si también fuera un niño y quería bailar, quería bailar como en los viejos tiempos, ¡aquellos días en que le había importado algo más que el dinero y la posición!
Entonces, desde la calle sin alumbrado que quedaba a su espalda, desde lo que ahora parecía ser otro mundo, una mujer lanzó un grito de sorpresa y angustia.
—¡Es mamá!
Koru giró en redondo, y Hollend giró también, a tiempo de ver cómo Calpurna penetraba en la plaza corriendo con la esposa de Nas jadeando tras ella. La visión del rostro macilento de Calpurna estuvo a punto de romper el hechizo, pues en su expresión desolada estaba todo el poder forjado por los años vividos bajo la influencia de Alegre Labor, y por un instante el mundo que Hollend acababa de descubrir amenazó con desmoronarse.
Pero, antes de que pudiera moverse, antes de que pudiera hablar, Koru dio un salto al frente.
—¡Mamá! —Vio cómo la boca de Calpurna se torcía bajo los efectos de la sorpresa, y sus propios labios se ensancharon en una amplia sonrisa—. ¡Mamá, mira lo que he traído a casa para ti! —Corrió hacia ella, sosteniendo la brillante esfera, una copia perfecta de aquella con la que Ellani había atrapado a su padre—. ¡Aquí la tienes, mamá! ¡Coge la pelota!
Así empezó, y así se fue forjando cada nuevo eslabón; cada uno era seguido por otro y otro y otro a medida que la enorme cadena iba creciendo. La primera barrera se había derrumbado cuando los ciudadanos y ancianos de Alegre Labor despertaron y encontraron toda su ciudad iluminada por enormes cascadas de despreciables e inútiles desechos, ya que la simple escala física de la transformación era tan grande que ni siquiera su propia racionalidad la podía resistir. No podían hacer caso omiso del atropello, pero, aunque se esforzaron por no ver a sus autores, por no oír sus voces camarinas, por no creer en las manos que les arrebataban las serpentinas en el instante mismo en que intentaban quitarlas, la brecha en su muro defensivo había preparado el camino para su derrumbe total. Los niños giraban y giraban como derviches, zigzagueando entre la multitud, y la gente gritaba aturdida y asustada al vislumbrar el momentáneo giro de una melena espectral o el centelleo de una falda fantasma, o respondían impulsivamente a una efímera pero encantadora sonrisa. La confusión fue en aumento a medida que llegaban más y más ciudadanos perplejos, atraídos por el ruido. Surgían de las casas de la plaza o apresuraban el paso desde las calles vecinas o desde el Enclave de los Extranjeros y la Oficina de Tasas, y se veían arrastrados de grado o por fuerza hasta aquel caos, Índigo había dejado a un lado el arpa ahora, y ella y sus amigos estaban en el centro de todo el alboroto, como bailarines de un círculo que se iba ensanchando a partir del carromato; Mimino y Koru, Hollend y Calpurna, Ellani y Némesis: todos cogidos de la mano mientras llamaban a los otros para que se unieran a su fiesta. En ese instante empezó a elevarse un nuevo grito, al principio difícil de distinguir entre el tumulto pero que rápidamente se tornó más claro.
—¡Coge la pelota! ¡Coge la pelota!
Espíritu a mente, figura espectral a cuerpo físico, los niños del otro mundo encontraron las envolturas físicas que los habían abandonado, y pusieron en funcionamiento la magia del Benefactor. Una mujer, con el rostro extasiado, se incorporó al corro al lado de Índigo para unirse a los bailarines, y hubo un niño fantasma menos en la plaza. Dos jóvenes se añadieron en el otro extremo y uno besó a Calpurna mientras que el otro cogía la mano de Koru y le hacía dar vueltas y vueltas; un hombretón corpulento, de rostro colorado y jadeando de risa y cansancio, fue a brincar junto a Mimino; y otros tres niños desaparecieron.
En la escalinata de la Casa del Comité, tía Osiku y sus compañeros vociferaban y reprendían, incapaces de aceptar que eran impotentes para detener la anarquía que se desplegaba ante sus ojos. Qué era lo que veían, cómo aparecía la enloquecida escena a sus ojos, todavía velados, nadie lo sabía y a muy pocos les importaba; pero de improviso una niñita tan cubierta de serpentinas que apenas si resultaba visible salió corriendo de entre los reunidos y ascendió los peldaños de la Casa del Comité, para detenerse en seco frente a la delegación de los ancianos. Con un gesto exaltado arrojó al suelo los adornos que la cubrían... y tía Osiku lanzó un alarido de horror cuando por un instante, antes de que su cerebro lo ocultara, ante sus ojos apareció su propio rostro infantil sonriéndole por encima de un cuerpo transparente.
—¡Coge la pelota, Osiku!
Al cabo de un momento la niña ya no estaba allí, y tía Osiku se encontraba de pie en la escalera retorciéndose las manos mientras de sus ojos caían lágrimas de añoranza.
Como una inundación que devolviera la vida a una tierra marchita, la embriagadora celebración del despertar de Alegre Labor se propagó desde la plaza del mercado. Un grupo de niños fantasmas que gritaban alborozados, con tía Osiku a la cabeza, asaltaron los sacrosantos bastiones de la Casa del Comité, y por todas las habitaciones del edificio resonó el grito «¡Coge la pelota, coge la pelota!» antes de que un tropel de ancianos, secretarios y domésticos salieran bailando por entre las grandes puertas para unirse al festejo. En el otro extremo de la plaza alguien había arrancado una contraventana de madera y la golpeaba con un palo al ritmo de la canción, que era ahora coreada al cielo por una multitud de gargantas; otros, entendiendo la idea y fascinados por ella, agarraron lo primero que hallaron que hiciera ruido, y la improvisada banda aporreó con entusiasmo sus instrumentos al ritmo de la desenfrenada danza. La gente agarraba puñados de serpentinas y las arrojaba a cualquiera que tuviera cerca; se inició un juego de tirar de la cuerda con una improvisada cuerda hecha a base de serpentinas trenzadas con celeridad, en el que los participantes reían sin parar mientras caían unos sobre otros en sus esfuerzos por ganar. Por todas partes había ruido, color e hilaridad y un auténtico celo por vivir. Y Grimya disfrutó de un momento de total alborozo cuando, mientras saltaba y jugaba, mordisqueando las brillantes cintas que revoloteaban por el aire, descubrió de repente a Thia entre la multitud.
Thia trabajaba ahora en la Oficina de Tasas para Extranjeros y dormía en el pequeño cubículo que tenía allí cuando Nas Kishikul había llegado. Con su agudo sentido del olfato para percibir los problemas, se había unido al grupo que salió en pos de Hollend, y nada más llegar a la plaza se encontró de frente con toda aquella desenfrenada algarabía. En estos momentos estaba pegada a la pared de una casa en una esquina de la calle, totalmente aterrorizada. No podía negar lo que los sentidos le decían, por mucho que lo intentase, y se aferraba con desesperación a la creencia de que había caído enferma con unas fiebres que la habían trastornado. Esto no sucedía en realidad. No sucedía. Y, cuando la perra gris que en una ocasión le había hablado en la lengua de los humanos (pero desde luego no lo había hecho, no lo había hecho; también eso formaba parte del delirio de la fiebre) se acercó a ella corriendo seguida de una criatura espectral, y la criatura gritó «¡Coge la pelota, Thia! ¡Coge la pelota!», Thia no cogió la pelota sino que en lugar de ello se puso a gritar con toda la fuerza de sus pulmones y huyó del lugar como una liebre acosada.