—¿No se veía a nadie en el exterior, dices? Bueno, no, eso tendría sentido... La gente de aquí no pisa el Enclave de los Extranjeros si no es por un buen motivo. ¿Y eran voces de niños?
—No puedo estar segura, pero eso creo.
Calpurna frunció aún más el entrecejo, y las gachas quedaron momentáneamente olvidadas.
—Qué extraño —dijo.
—¿En qué sentido? —inquirió Índigo, alerta.
—Oh, es sólo que cuando Ellani y Koru eran más pequeños solían decir que por las noches oían voces de vez en cuando. No sucedía muy a menudo, pero los dos se mostraban bastante aterrorizados por ellas.
Eso, pensó Índigo, podía explicar la extraña reacción de Ellani cuando ella había mencionado las voces.
—¿Descubristeis qué había detrás de todo ello? —preguntó.
—No, no lo hicimos. Sencillamente decidimos que no era más que una fantasía. — Sonrió—. Los niños pequeños tienen mucha imaginación; y además muy pronto se olvidaron de ello. —Vaciló y una curiosa expresión apareció en su rostro—. Al menos Ellani sí se olvidó.
—¿Koru todavía las oye?
Se produjo otro silencio.
—Bueno, él dice que sí; pero sólo tiene ocho años, y a esta edad a menudo es muy difícil separar la invención de la verdad. —Con cierta brusquedad, un poco demasiado bruscamente según el parecer de Índigo, el rostro de Calpurna se iluminó y la mujer sonrió—. No creo que tengamos que preocuparnos por lo que dice Koru. Le pediré a Hollend que investigue el asunto por ti. Sin duda debe de haber algo en la casa, alguna teja o puntal sueltos, que producen estos ruidos. Hollend no tardará en encontrarlo y arreglarlo.
Índigo la miró, perpleja por su actitud. La mujer parecía reacia o incapaz de hacer otra cosa que no fuera desechar la historia, y —lo que es más— desecharla con una explicación tan insulsa que resultaba casi absurda. ¿Ocultaría algo? No parecía probable; la expresión de Calpurna era demasiado franca, demasiado ingenua, y no parecía estar hecha de la madera de los buenos mentirosos.
Sondeando con cautela, la muchacha dijo en el tono más inocente que le fue posible.
—¿Estás segura de que ésta es la explicación, Calpurna?
—Desde luego que estoy segura, querida. Después de todo, ¿qué otra explicación podría haber?
La «adolescente» que acudió para acompañar a Índigo hasta su nuevo lugar de trabajo era una muchacha delgada, no muy desarrollada; debía de tener unos trece o catorce años, aunque daba la impresión de ser más joven, y no parecía muy dispuesta a pronunciar una sola palabra que no fuera estrictamente necesaria; Índigo averiguó que su nombre era Thia, pero aparte de esto no pudo descubrir nada más sobre ella.
Antes de que abandonara la casa, Calpurna se llevó a su huésped aparte, y con cierto tono de disculpa le dijo:
— Índigo, perdona mi presunción, pero ¿puedo darte un pequeño consejo?
—Desde luego. — Índigo agradecía cualquier consejo que pudiera ayudarla a salvar el laberinto de protocolo y costumbres que con tanta rigidez definía la vida en Alegre Labor.
—No resulta tan difícil si te acuerdas de seguir unas cuantas normas sencillas —dijo Calpurna con una sonrisa—.
Saluda con una inclinación a todas las personas que te presenten; una inclinación más profunda para todas aquellas que lleven bandas de color, ya que son tíos y tías, como Choai, y se consideran a sí mismos personas importantes.
Espera siempre a que sean ellos los que te hablen primero, pero dirígete con total libertad a todos los demás.
—La sonrisa se tornó ligeramente conspiradora—. En tu calidad de médica eres merecedora de respeto, a pesar del hecho de ser extranjera, de modo que no permitas tonterías a las personas de rangos inferiores. Y no sugieras remedios a tus pacientes; dales instrucciones con firmeza y severidad. Eso es lo que esperan. La cortesía puede que sea una obsesión en este país, pero no es más que una capa superficial. Bajo esta superficie, la mayoría son extraordinariamente groseros.
Índigo lanzó una carcajada que reprimió enseguida, no fuera a ser que Thia, que esperaba un poco más allá, la oyera.
—Lo recordaré. ¡Gracias!
—Ah, y lo mejor será que lleves esto puesto. —Calpurna introdujo la mano en un profundo bolsillo de su sobrefalda y sacó una banda de color blanco que entregó a Índigo con una mueca de disgusto—. Lo siento; recuerda un poco a aquello de marcar a un animal, pero es el protocolo aquí. Todos tenemos que lucir el color asignado a la condición de extranjero cada vez que osamos salir del enclave. El color blanco, me temo, denota lo más bajo en categoría. —Ayudó a Índigo a colocarse la banda por encima del hombro y a atarla, y luego añadió—: Será mejor que te marches ya.
Llevada por un impulso, la muchacha la besó en la mejilla.
—Gracias otra vez, Calpurna. ¡No podría habérmelas arreglado sin tu ayuda!
—Bah, tonterías. Eres mucho más inteligente que estas pobres gentes y no tardarás en desenmarañar sus ardides. No permitas que Choai te agote en tu primer día; si intenta convencerte para que te quedes después de la puesta del sol, niégate. Te veremos por la noche.
Mientras atravesaba las puertas del enclave en pos de la taciturna Thia, Índigo sintió como si penetrara en un mundo totalmente nuevo y extraño a ella. Puesto que desde su llegada no había abandonado el hogar de Hollend y Calpurna, no había visto demasiado de Alegre Labor excepto como una vaga extensión de edificios situados al otro lado de la valla del enclave. Ahora, sin embargo, bajo la helada pero brillante luz diurna, su cerebro se vio
invadido por un revoltijo de impresiones.
La calle principal de Alegre Labor —no tanto calle como camino ancho, pensó Índigo— se extendía en línea recta en dirección a la plaza situada en el centro de la población. Uno de sus lados tenía una estrecha franja pavimentada con losas de piedra toscamente talladas, pero el resto de la calzada no era más que tierra batida de color marrón rojizo. En cuanto a los edificios, resultaba imposible saber si las construcciones de un solo piso que bordeaban la calle eran lugares de residencia o de trabajo, ya que todos eran idénticos; sin adornos, sin pintar, con sencillas puertas de madera y ventanas sin cortinas que no facilitaban pistas sobre lo que se ocultaba tras las fachadas.
Sin mediar palabra, Thia condujo a Índigo hacia la plaza. Tomó un camino que las mantenía todo lo apartadas que era posible de la franja enlosada, e Índigo comprendió el motivo cuando dos mujeres con bandas verdes pasaron junto a ellas, en dirección opuesta, andando por encima de las losas. La acera, al parecer, estaba reservada a las personas de categoría superior; los individuos de rango inferior —y los extranjeros— debían mantener una respetuosa distancia. Las mujeres les dirigieron una mirada de reojo al pasar, tomaron nota de la banda blanca y volvieron el rostro al otro lado con indiferencia. Índigo empezó a desear no haber convencido a Grimya de que se quedase junto a Calpurna. Sin la loba para hacerle compañía parecía que no iba a encontrar una sola palabra o rostro amigos hasta que regresara al enclave; pero Hollend le había aconsejado que era mejor que la loba no la acompañara. Los animales de compañía, explicó, no eran bien vistos a menos que tuvieran una utilidad clara, e incluso una criatura con la inteligencia de Grimya no encontraría en qué ocuparse en la consulta de un médico.
Thia apresuró el paso. La calzada se volvía cada vez más concurrida. Mujeres con cestos a la espalda empezaban a converger en la plaza del mercado; dos hombres que empujaban una carreta cargada siguieron a un muchacho que conducía ante sí una bandada de aves de corral, y un grupo más reducido de niños cargados de herramientas agrícolas pasaron corriendo en pos del primero. Dos carromatos, uno tirado por bueyes y el otro por un poni desnutrido, pasaron traqueteando junto a ellas. Por lo que se veía, esto era el corazón de Alegre Labor, y, cuando salió a la plaza misma siguiendo a Thia, Índigo aminoró el paso para abarcar la escena que se presentaba ante ella.