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– Soil – dijo sir Lawrence -. Un tío al día ante el tribunal es suficiente. Eres más peligrosa de lo que creía, Dinny. – En serio, tío, ¿por qué tienen que detener a esas muchachas? Todo eso pertenece al pasado, cuando las mujeres estaban esclavizadas.

– Soy completamente de tu parecer, Dinny; pero la conciencia no conformista todavía perdura en nosotros. Además, la policía necesita hacer algo. Es imposible reducir el número de policías sin aumentar el paro. Y un Cuerpo de Policía sin ocupación resultaría peligroso para las cocineras.

– ¡Un poco de seriedad, tío!

– ¡Eso no, querida! La vida puede reservarnos cualquier cosa, pero ésa. No! No obstante, si he de decirte la verdad preveo el día en-.qué todos tendremos libertad de acercarnos mutuamente dentro de los límites de la cortesía. En vez del lenguaje actual, existirán expresiones nuevas para hombres y para mujeres. «Señora, ¿desea usted pasear conmigo?», «Señor, ¿quiere usted mi compañía?». Quizá no será la edad de -oro, pero cuando menos será la de oropel. Ahí está Paddington Gate. ¿Tendrías ánimos de tomarle el pelo a un policía de aspecto tan noble como ése? Ven, atravesemos. Mientras entraban en la estación de Paddington, continuó

– Tu tía ya se habrá acostado y, por lo tanto, cenaré contigo en él restaurante. Tomaremos un poco de champaña y el resto, o yo no conozco nuestras estaciones, estará compuesto por sopa de cola de buey, pescado hervido, roast-beef, verduras, patatas fritas y tarta de ciruelas. Todo bueno, aunque muy inglés.

– Tío Lawrence – dijo Dinny cuando hubieron llegado al roast-bee) -, ¿qué piensas tú de los americanos?

– Ningún hombre que sea patriota dice la verdad, sólo la verdad y únicamente la verdad sobre este asunto. Sea como fuere, los americanos, al igual que los ingleses, pueden dividirse en dos clases: en americanos «y» americanos. En otras palabras, los hay buenos y malos.

– ¿Por qué no nos sentimos más de acuerdo con ellos? – Es muy sencillo. Los ingleses que hemos definido como malos no se sienten de acuerdo con ellos, porque los americanos, tienen más dinero que nosotros; los ingleses que hemos definido como buenos, no se encuentran a sus anchas con ellos, como deberían, porque los americanos son demasiado expansivos y el tono de voz del americano resulta desagradable al oído inglés. Puedes invertir los términos, si quieres. Los americanos de la clase de los malos no se encuentran bien con nosotros porque el acento inglés les es desagradable; los americanos de la clase de los buenos no nos pueden tragar porque somos reservados y refunfuñones.

– ¿No crees que quieren que las cosas sucedan demasiado a su manera?

– Nosotros también lo' deseamos, querida. Pero no se trata de esto. Lo que nos separa es la educación, la educación y el lenguaje.

– ¿De qué modo?

– Indudablemente, poseer un idioma que un día fue idéntico es una trampa. Tenemos que esperar que el habla americana se desarrolle en forma tal que se llegue a la necesidad del estudio recíproco.

Pero siempre se está hablando del lazo del idioma común.

– ¿Por qué esa curiosidad hacia los americanos?

– El lunes tendré que encontrarme con el profesor Hallorsen.

– ¿El héroe de Bolivia? Quiero darte un consejo, Dinny. Dale siempre la razón y, como un pajarito, acabará comiendo en tu mano. Hazle reconocer que el error fue suyo y no lograrás nada.

– No. Tengo intención de conservar la calma.

– Sé prudente y no precipites las cosas. Si has terminado de comer será preciso que nos vayamos, querida: faltan cinco minutos para las ocho.

La acompañó hasta el vagón, le compró una revista y, mientras el tren se ponía en marcha, le dijo

– ¡Lánzale tu mirada boticeliana, Dinny! ¡Lánzale tu mirada boticeliana!

CAPITULO VII

El lunes por la noche Adrián meditaba acerca de Chelsea, mientras se iba acercando a los edificios de aquel barrio. Recordaba que, aun en las postrimerías del período victoriano, la vida de sus habitantes era más bien troglodítica. Había personas evidentemente dispuestas a doblar la cabeza y, acá y acullá, algún personaje eminente o del todo histórico. Mujeres de faenas, artistas que esperaban poder pagar el alquiler, escritores que vivían con pocos chelines diarios, señoras dispuestas a desnudarse por un chelín la hora, parejas que estaban madurando para el Tribunal de Divorcio, gente que gustaba de beber en compañía de los adoradores de Turner, Carlyle, Rossetti y Whisteler; algunos publicanos, bastantes pecadores y un reducido número de personas que comían cordero cuatro veces por semana. La respetabilidad habíase ido acumulando gradualmente a lo largo de la ribera del río, donde ahora se estaban construyendo sólidos edificios, e inundaba la incorregible King's Road, emergiendo en las tiendas de arte y de modas.

La casa de Diana se hallaba en Oakley Street. La recordaba como una casa sin ningún carácter que la distinguiese de las demás cuando vivía en ella una familia de «comedores de cordero»; pero durante los seis años de residencia de Diana se había convertido en uno de los nidos más seductores de Londres. Las hermosas hermanas Montjoy estaban esparcidas entre la alta sociedad, y él las había conocido a todas; pero Diana era la más joven, la más graciosa, la más espiritual y la de mejor gusto. Era una de esas mujeres que, con muy poco dinero y sin poner jamás en juego su virtud, logran rodearse de elegancia, hasta el punto de despertar la envidia de los demás.

Desde los dos niños al perro collie (casi el único que quedaba en Londres), desde el clavicordio al lecho de columnitas, desde las cristalerías de Bristol al tapizado de los sillones y a las alfombras, todo parecía irradiar buen gusto y ser motivo de bienestar para su poseedor. Ella también producía una sensación de bienestar, con su figura todavía perfecta, sus ojos negros, límpidos y llenos de vida, su rostro, ovalado de cutis marfileño y su acento ligeramente cantarín. Todas las hermanas Montjoy tenían aquel acento ligeramente cantarín – heredado de la madre, de origen escocés -, y en el curso de treinta años, este acento había tenido su influencia sobre el de la sociedad inglesa.

Cuando Adrián se preguntaba por qué razón Diana, con sus rentas extremadamente reducidas, tenía tanto éxito en sociedad, solía recurrir a la imagen del camello. Las dos jorobas del animal representaban a las dos secciones de la Sociedad (con S mayúscula) reunidas por un puente que, generalmente, no se volvía a cruzar después de haberlo hecho por primera vez. Los Montjoy, antigua familia de propietarios en Dumfriesshire, unidos en el pasado con innumerables familias de la nobleza, tenían un lugar hereditario encima de la joroba anterior. Pero era un sitio algo incómodo, porque, debido a la cabeza del camello, se gozaba de una vista muy limitada.

A Diana la invitaban a menudo en aquellas grandes moradas donde las principales ocupaciones consistían en la caza con perros y escopetas, en el patrocinio de los hospitales, en las funciones de la Corte y en las fiestas de presentación de las jóvenes que debutaban en Sociedad. Pero, como él bien sabía, no solía ir a menudo. Prefería quedarse sentada sobre la joroba posterior, mirando el amplio y estimulante panorama que se extendía más allá de la cola del camello.

– ¡Qué extraña colección de personas había encima de aquella joroba posterior! Muchos, como Diana, llegaban desde la primera joroba, cruzando el puente; algunos subían por la cola y otros le caían encima, llovidos del cielo, o -como la gente a veces suele decir – de América.

Adrián sabía que para ocupar un puesto sobre aquella joroba era necesaria cierta agilidad en diversos campos, una memoria excelente para poder relatar desenfadadamente cosas leídas y oídas, o bien una capacidad mental natural. De no poseer alguna de estas cualidades, se podía comparecer una primera vez sobre aquella joroba, pero jamás la segunda. Naturalmente, era necesario tener una gran personalidad, pero no debía de ser una personalidad de esas que ocultan su brillantez. La preeminencia en alguna rama de las actividades humanas era cosa deseable, pero sin ser condición sine qua non. Se acogía bien a la sangre azul, siempre que no estuviese acompañada de altanería. El dinero resutaba una buena recomendación, pero su sola posesión no le proporcionaba sitio a uno. La belleza era un pasaporte, si a ella se unía cierta vivacidad: Adrián támbién se había dado cuenta de que el conocer las cosas de arte tenía más valor que el poderlas producir, y que se aceptaban las posiciones burocráticas si no eran demasiado silenciosas' ni excesivamente áridas. Había gente que parecía haber llegado hasta allí mediante una aptitud especial para los manejos «entre bastidores» y para tener las manos metidas en la masa. Pero lo más importante era saber conversar.