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Desde aquella joroba posterior se tiraba de innumerables hilos, pero Adrián no estaba seguro de que sirvieran para guiar la marcha del camello, a pesar de lo que pudiesen creer las personas que tiraban de ellos. Sabía que entre ese grupo heterogéneo, cuya razón de vivir eran los constantes banquetes, Diana tenía un puesto seguro. Sabía también que hubiese podido alimentarse sin gastos desde una Navidad a otra y que no hubiera tenido necesidad de pasar ni un fin de semana en Oakley Street. Y le estaba tanto más agradecido por cuanto sabía que ella sacrificaba continuamente todas estas cosas para quedarse con los niños y con él.

La guerra estalló a raíz de su matrimonio con Ronald Perse, y los niños, Sheila y Ronald, nacieron después del regreso de su marido. Por aquel entonces tenían siete y seis años, respectivamente. Adrián nunca dejaba de decirle que eran «unos verdaderos pequeños Montjoy». Desde luego, habían heredado la belleza y la vivacidad de su madre. Pero sólo él sabía que la sombra que velaba su rostro en los momentos de reposo era debida más al temor de que hubiese podido no tenerlos que a cualquier otra cosa inherente a su situación. Y también sólo él sabía que el esfuerzo que representó el tener que vivir con un desequilibrado como Ferse, destruyó en ella todo impulso sexual, de manera tal que, durante aquellos cuatro años de efectiva viudez, no había experimentado ningún deseo de amor. Pensaba que sentía verdadero cariño por él, pero, no ignoraba que hasta aquel momento la pasión faltó del modo más absoluto.

Llegó media hora antes de la cena y subió en seguida al cuarto de los niños, situado en el último piso. La niñera francesa les estaba dando leche y galletas antes de que se fueran a acostar. Cuando Adrián entró, le recibieron con aclamaciones, pidiéndole á voz en grito que continuara contándoles la historia interrumpida la última vez. La niñera,.que sabía lo que sucedería, se retiró. Adrián tomó asiento frente a lo dos pequeños rostros sonrientes y comenzó en el punto en que había quedado.

– De modo que el hombre que tenía el dominio de las canoas. era un individuo enorme, de piel oscura, que había sido elegido por su fuerza, debido a que los unicornios infestaban aquella costa.

– ¡Bah! Los unicornios son animales imaginarios, tío Adrián..

– Pero no en aquella época, Sheila. – Entonces, ¿qué ha sido de ellos?

– No ha quedado más que uno y vive en un lugar donde los hombres blancos no pueden ir, debido a las moscas Bu-Bu. – ¿Qué es la mosca Bu-Bu?

– La mosca Bu-Bu, Ronald, es muy notable porque se introduce en la pantorrilla y en ella funda su familia. ¡Oh!

– Los unicornios, como os decía cuando me habéis interrumpido, infestaban aquella costa. Aquel hombre se llamaba Mattagor y con los unicornios solía hacer lo siguiente: después de haberlos atraído hasta la playa con crinibobs…

– ¿Qué son los crinibobs?

– Al verlos parecen fresas, pero tienen el sabor de las zanahorias. Pues bien, después de haberlos atraído con crinibobs, se deslizaba despacito, despacito detrás de ellos…

– Si estaba delante con los crinibobs, ¿cómo podía deslizarse detrás?

– Ensartaba los crinibobs en unas hebras de fibra y los colgaba entre dos árboles encantados. En cuanto los unicornios comenzaban a roer, salía silenciosamente del matorral en donde se había escondido y los ataba por las colas, de dos en dos.

– ¡Pero hubiesen tenido que darse cuenta de que los ataba por las colas!

– No, porque los unicornios blancos no tienen sensibilidad en la cola. Luego se metía otra vez en el matorral, chasqueaba la lengua y los unicornios escapaban despavoridos en la más terrible confusión.

- Y ¿no se desprendían nunca las colas?

– No, nunca. Y eso era algo muy importante para él, porque amaba a los animales.

– Me figuro que los unicornios no volvían a aparecer por allí.

– Te equivocas, Romy. Les gustaban demasiado los crinibobs.

– ¿Jamás cabalgó en ellos?

– Sí, de vez en cuando saltaba ligeramente sobre el dorso de dos de ellos y se paseaba por la selva, con un pie sobre la grupa de cada uno, riendo alegremente. De este modo, como os podéis imaginar, las canoas estaban seguras bajo su vigilancia. No era la estación de las lluvias, por lo que los devoradores eran menos numerosos, y la expedición estaba a punto de ponerse en camino, cuando…

– ¿Cuando qué, tío Adrián? No te detengas porque haya venido mamaíta.

– Continúa, Adrián.

Pero éste permaneció silencioso, contemplando la visión que avanzaba hacia ellos. Luego, apartando los ojos y posándolos en Sheila, prosiguió

– He de suspender el relato para deciros por qué razón la luna tenía tanta importancia. No podían emprender la expedición hasta que no viesen la media luna avanzar hacia ellos entre los árboles encantados.

– ¿Por qué no?

– Es lo que voy a explicaron. En aquella época, la gente, y especialmente aquella tribu de Phwatabhoys, prestaba gran atención a todo lo que era hermoso. Cosas como mamaíta, o como las canciones de Navidad, o bien como las patitas nuevas, les hacían mucho efecto. Y antes de emprender cualquier cosa, debían de tener un omen.

– ¿Qué es un omen?

– Ya sabéis que un amén es lo que hay al final. Ahora bien, un ornen es lo que hay al principio. Servía para traer suerte y tenía que ser muy bonito. Durante la estación seca, lo que ellos consideraban más hermoso era la media luna; por consiguiente, debían aguardar hasta que avanzase hacia ellos entre los árboles encantados, como habéis visto a mamaíta adelantarse hacia nosotros pasando por la puerta.

– Pero, ¡la luna no tiene pies!

– - Así es. La luna se mueve en el aire como una barca sobre el mar. El hecho es que una noche serena apareció flotando, sutil y maravillosa como ninguna otra cosa en el mundo, y por la expresión de sus ojos comprendieron que la expedición estaba destinada a tener éxito. Entonces se inclinaron delante de ella, diciendo: «- ¡Ornen!, si tú estás con nosotros, cruzaremos el desierto de las aguas y de la arena con tu imagen en nuestros ojos y nos sentiremos contentos por la felicidad que nos viene de ti, por los siglos de los siglos Amén!». Y después de haber dicho esto, subieron en las canoas. Phwatabhoy con Phwatabhoy y Pwataninfa con Pwataninfa, hasta que todos estuvieron dentro. Y la media luna se detuvo al borde de los árboles encantados y los bendijo con la mirada. Pero uno de los hombres se quedó atrás. Era un viejo Phwatabhoy que deseaba a la media luna con tanta fuerza que lo olvidó todo y comenzó a acercarse a ella arrastrándose por el suelo, con la esperanza de tocarle los pies.

– ¡Pero si no tenía, pies!

– Pero él creía que sí, porque la consideraba una mujer hecha de plata y marfil. Y vagabundeó arrastrándose entre los árboles encantados, pero jamás pudo alcanzarla, porque era la media luna.