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Adrián calló y, por un momento, no se oyó ruido alguno. Luego dijo

– Continuaremos la próxima vez.

Y salió de la habitación. Diana se le reunió en la antesala. – Adrián, tú me corrompes a los niños. ¿No sabes que no debe permitirse que las fábulas y los cuentos de hadas lleguen a perjudicar su interés por las máquinas? En cuanto has salido, Ronald me ha preguntado: «-Mamaíta, ¿de veras cree el tío Ronald que tú eres la media luna?»

– Y tú, ¿qué le has contestado?

– Algo muy diplomático. Son listos como las ardillas.

– ¡Bien! Cántame «Waterboyu antes de que lleguen Dinny y su acompañante.

Mientras cantaba ante el piano, Adrián la miraba con adoración. Tenía una voz muy buena y cantaba bien aquella melodía extraña y atormentada. Las últimas notas acababan de desvanecerse en el aire, cuando la doncella anunció

– La señorita Cherrell y el profesor Hallorsen.

Dinny entró con la cabeza erguida y una expresión en los ojos que, en opinión de Adrián, no auguraba nada agradable. De ese modo miraban los escolares cuando estaban a punto de burlarse de un novato. Hallorsen la seguía con los ojos radiantes de salud y, en la pequeña Balita, su figura parecía inmensa. Adrián le presentó a Dinny y él se inclinó profundamente.

¿Es hija suya, señor Conservador?

– No; mi sobrina. Es hermana del capitán Hubert Cherrell.

– . ¿De veras? Honradísimo de conocerla, señorita Cherrell. Adrián se dio cuenta de que sus miradas, habiéndose encontrado, parecían hallar dificultad en separarse. Dirigiéndose a Hallorsen, preguntó

– ¿Qué tal se encuentra en el Piedmont, profesor?

– La cocina es buena. Pero hay demasiados americanos. – ¿Van siempre juntos, como las golondrinas?

– Dentro de quince días todos habremos levantado el vuelo.

Dinny había llegado desbordante de feminidad inglesa y el contraste entre la aplastante irradiación de salud de Hallorsen y el aspecto de sufrimiento de Hubert le causó inmediatamente una sensación de resentimiento. Tomó asiento al lado de aquella personificación del varón victorioso con la intención de pincharle la epidermis con toda especie de flechazos. Pero Diana la empeñó en seguida en una conversación, y antes de acabar el primer plato (consomé con ciruelas secas) cambió de proyecto a consecuencia de una rápida ojeada que le dirigió. Después de todo, era un forastero y un huésped, y ella era una muchacha de educación refinada. Era necesario despellejar al gato sin que chillara. No le lanzaría flechazos, sino que trataría de engatusarle con dulces y melosas sonrisitas. Esto resultaría mucho más considerado con respecto a Diana y su tío y, a la larga, sería un método de guerrilla bastante. más eficaz. Con una astucia digna de su causa, aguardó a que se hubiese sumergido en las profundas aguas de la política inglesa, que parecía considerar como una seria manifestación de la actividad humana; luego, volviendo hacia él su mirada boticeliana, dijo

– Deberíamos hablar de la política americana con la misma gravedad, profesor. Pero de fijo que no es una cosa tan seria, ¿verdad?

– Quizá tenga usted razón, señorita Cherrell. Para los hombres políticos de todo el mundo rige la misma regla: No Vigas en el poder lo que dijiste en la oposición. O, de decirlo, deberás llevar a cabo lo que los demás han juzgado imposible. Yo creo que la única y verdadera diferencia que existe entre loe partidos estriba en lo siguiente: que en el Autobús Nacional un partido está sentado y el otro de pie agarrándose a las correas que cuelgan del techo.

– En Rusia lo que ha quedado del otro partido yace debajo de los asientos, ¿no es así?

– El defecto de nuestro sistema político, y también del suyo, profesor – interrumpió Adrián -, consiste en que muchas reformas latentes en el sentido común del pueblo no tienen la posibilidad de ser llevadas a la práctica, porque los hombres políticos elegidos por breves períodos no dan ocasión a que surja un jefe, puesto que temen perder el poder que han conseguido.

– Mi tía May decía que por qué no ha de suprimirse el paro mediante un esfuerzo nacional para el saneamiento de los barrios pobres. De esa forma se matarían dos pájaros de un tiro – murmuró Dinny.

¡Ah, ésa sí que sería una buena idea! – exclamó Hallorsen, volviendo hacia ella su rostro radiante.

Hay demasiados poderes complicados en ello – dijo Diana -. Los propietarios de casas o las asociaciones de constructores son demasiado fuertes para lograr hacerlo.

– Además existe también la cuestión monetaria – añadió Adrián.

– ¡Pero eso es algo fácilmente solucionable! Vuestro Parlamento podría asumir los poderes necesarios para un proyecto nacional de esa envergadura. ¿Qué habría de malo en un empréstito? El dinero volvería; no sería como un empréstito de Guerra, en el que todo se consume en pólvora. ¿Cuánto cuestan los subsidios de paro?

Nadie supo contestarle.

– Supongo que el ahorro pagaría el interés de un empréstito bastante elevado.

– Se trata sencillamente – repuso Dinny con voz meliflua – de tener un poco de fe espontánea. Es en esto en lo que nos superan ustedes los americanos.

Por el rostro de Hallorsen pasó la sombra de un pensamiento, como si hubiese querido decir: ¡Es usted una gata, señorita!

– Bueno, es cierto que cuando vinimos a Francia a luchar trajimos con nosotros un buen plato de fe espontánea. Pero la perdimos toda. 1a próxima vez alimentaremos nuestros hogares.

- ¿Era tan espontánea su fe la última vez?

– Me temo que sí, señorita Cherrell. De cada veinte de nosotros no había ni uno que pensara que los alemanes pudiesen hacemos algún daño a semejante distancia.

– Acepto el reproche, profesor.

– ¡Oh! ¡No hay nada de eso! Ustedes juzgan a América desde Europa.

– Existía Bélgica, profesor – repuso Diana -. También nosotros comenzamos con fe espontánea.

– Perdone usted, señora, ¿pero fue de veras el destino de Bélgica lo que les conmovió?

Adrián, que con la punta de un tenedor dibujaba circunferencias sobre el mantel, levantó la mirada.

– Hablando por cuenta propia, sí, señor. No creo que ejerciera influencia sobre los Círculos Militares o Navales, sobre los- grandes hombres de negocios o, incluso, sobre gran parte de la sociedad, política o no. lista sabía que, de haber una guerra, estábamos comprometidos con Francia. Pero para la gente sencilla como yo, para las dos terceras partes de la población que ignora los hechos, o sea para las clases trabajadoras en general, era muy distinto. Era como ver – ¿cómo se llama? – al Hombre Montaña de Gulliver precipitarse sobre el más pequeño peso mosca del ring, mientras éste permanecía firme en su puesto y se defendía como un héroe.

– Bien – dicho, señor Conservador.

Dinny se sonrojó. ¡Había generosidad en aquel hombre! Pero, como teniendo conciencia de haber traicionado a Hubert, dijo con voz áspera

– He leído que también Roosevelt se conmovió ante aquel espectáculo

– Muchos de entre nosotros se conmovieron, señorita; Pero estábamos lejos, y para que la fantasía se excite es necesario que las cosas estén cerca.

– Sí, y después de todo, como ha dicho usted hace poco, intervinieron al final.

Hallorsen miró fijamente su rostro ingenuo, se inclinó y permaneció silencioso. Pero cuando finalizó la velada y llegó el momento de despedirse, dijo

– Mucho me temo, señorita, que tenga usted motivos de rencor hacia mí.

Dinny sonrió, sin contestar.

– No obstante, espero tener la oportunidad de volverla a ver.

– Oh, ¿por qué?

– Pienso que quizá podría hacer que usted cambiara la opinión que se ha formado de mí.