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– Yo quiero mucho a mi hermano, profesor.

– Persisto en la idea de que tengo más razones que él para estar enojado.

– Espero que dentro de poco pueda usted demostrar esas razones.

– En sus palabras hay algo de amargura. Dinny irguió la cabeza.

Se retiró a su dormitorio, mordiéndose los labios, de puro irritada. No había ni encantado ni combatido al enemigo, y en vez de estar decididamente llena de animosidad, sus sentimientos hacia él eran muy confusos.

Su estatura le otorgaba un dominio desconcertante.

– Es como uno de esos personajes de película, ron pantalones de piel – pensó – que raptan a las semidesesperadas cowgirls. Tiene el aire de creer que estamos sentados sobre el cojín de su silla de montar. ¡ La Fuerza Primitiva en traje de etiqueta y chaleco blanco! Un hombre fuerte, aunque no silencioso.

Su habitación daba a la calle y desde la ventana veía los plátanos del Embankment, el río y la inmensidad de la noche estrellada.

– Quizá -dijo en voz alta – no te irás de Inglaterra tala pronto como te figuras.

Se volvió y vio a Diana en el umbral

– Bueno, Dinny, ¿qué te parece nuestro amigo-enemigo? – Una mezcla de Tom Mix y del gigante matado por Jack. – A Adrián le agrada.

– Tío Adrián vive demasiado en compañía de huesos. La vista de la sangre roja se le sube a la cabeza.

– Sí, se dice que generalmente las mujeres sucumben ante este tipo de «hombre-macho». Pero, a pesar de que al principio tus ojos lanzasen llamaradas verdes, te has portado bien.

– 'Siento deseos de lanzarlas afín más verdes, ahora que le he dejado marcharse sin un rasguño.

– ¡No te importe! Ya tendrás otras ocasiones. Adrián ha conseguido que mañana vaya invitado a Lippinghall.

– ¿Qué?

– No tienes más que meterle en un conflicto con Saxenden, y el juego de Hubert estará hecho. Adrián no te lo ha querido decir por temor a que dejaras traslucir tu alegría.

El profesor desea conocer la caza inglesa. ¡Pobre hombre! No tiene la más mínima idea de que está a punto de entrar en el antro de la leona. Tu tía Emily se mostrará deliciosa con él.

– ¡Hallorsen! – murmuró Dinny -. Debe tener sangre escandinava.

– Dice que su madre nació en la antigua Nueva Inglaterra, pero que se casó fuera de la línea directa de sucesión. Su nombre patronímico es Wyoming. ¡Bonito nombre!

– «Las grandes extensiones abiertas.» Dime, Diana, ¿qué hay en la expresión «hombre-macho», que me pone tan furiosa? – Bueno, es como estar en una habitación con un jarrón de girasoles. Pero los «hombres-machos» no están confinados en las grandes extensiones abiertas. Hallarás a uno de ellos en Saxenden.

– ¿De veras?

– Sí. Buenas noches, querida. ¡Y que ningún «hombremacho» perturbe tus sueños!

Cuando Dinny se hubo desvestido, volvió a coger el Diario y leyó otra vez un párrafo que habla señalado: «Esta noche me siento muy débil, como si hubiese perdido toda la linfa vital. Sólo logro darme ánimos casando en Condaford. ¡Quién sabe lo que diría el viejo Foxham si me viese curar a las mulas! Lo que he inventado para su cólico haría salir pelos a una bola de billar, pero lo cura estupendamente. La Provi dencia tuvo un momento feliz cuando creó el interior de una mula. Esta noche he soñado hallarme en casa, a la entrada del bosque, y los faisanes se me venían encima como un torrente. Ni siquiera para salvarme hubiese logrado disparar mi escopeta: me dominaba una especie de parálisis horrible. Pensaba continuamente en el viejo Haddon y en sus palabras: "¡Adelante, señorito Bertie! Apriete fuerte los talones y agárrese a la cabeza". ¡Buen viejo Haddon! Era un tipo. La lluvia ha pasado. Por vez primera desde hace diez días el tiempo es seco. Y brillan las estrellas.

A ship, an isle, a sickle moon,

Wit feuw but zoith how splendid starsll [3]

¡Si pudiese dormir!…»

CAPITULO VII

Esa esencial e íntima irregularidad, cuarto por cuarto, que diferencia a las viejas moradas inglesas de cualquier otra variedad de casas de campo, era patente en Lippinghan-Manor. La gente entraba en las habitaciones como si pensara quedarse allí para siempre; y, mientras tanto, respiraba una atmósfera y vivía entre muebles distintos que los de las demás habitaciones. Al abandonarla, tampoco se sentía en la obligación de dejarla tal como la había encontrado, suponiendo, desde luego, que lo recordara.

Hermosos muebles antiguos permanecían con indiferencia al lado de otros modernos, comprados para mayor comodidad los retratos de los antepasados, oscuros y amarillentos, estaban frente a paisajes franceses y flamencos, todavía más oscuros y amarillentos, y aquí y allí colgaban de las paredes deliciosos grabados antiguos y miniaturas que no carecían de gracia. En dos de las habitaciones, las magníficas chimeneas antiguas estaban profanadas por unos guardafuegos modernos sobre los que era posible sentarse. A uno le costaba trabajo darse cuenta de la disposición del cuarto -y luego la olvidaba en seguida. En la habitación era corriente hallar un armario de nogal de valor inapreciable y un lecho de columnitas de un período excelente; en el hueco de la ventana, un asiento con cojines y unos grabados franceses. Al lado había una reducida habitación con una pequeña cama y un cuarto de baño en donde podía o no faltar el espacio, pero no las sales.

Uno de los Mont había sido almirante; por eso, algunos viejos y extraños mapas marítimos, adornado.-; con dragones que azotaban los mares con las colas, se ocultaban en los desparejos ángulos de los pasillos; otro Mrmt, el séptimo baronet, abuelo de sir Lawrence, había sido un gran aficionado de las carreras de caballos; por tanto, en las paredes se podía estudiar la anatomía de los pura-sangre y de los jockeys de su época (186o-1883). El sexto baronet, que por haber sido un político vivió más tiempo que los otros, dejó los signos del primer período victoriano: su mujer e hijas, en crinolina, y él mismo con patillas. El exterior de la casa era carolino, suavizado aquí y allá por una añadidura georgiana y por unos fragmentos victorianos en los puntos en los que el sexto baronet dejara libre curso a su afán restaurador. La única parte decididamente moderna la constituían las instalaciones hidráulicas.

Cuando Dinny bajó a desayunar, la mañana del miércoles – la cacería tenía que comenzar a las diez -, solamente tres señoras – y todos los hombres, excepto Hallorsen – se hallaban sentadas o bien se acercaban a las mesas. Tomó asiento en una silla, al lado de lord Saxenden, quien apenas se levantó diciendo

– ¡…días!

– Dinny – le dijo Michael, que estaba frente al bufete -, ¿qué quieres tomar: café, chocolate o agua mineral? -Café y salmón ahumado, Michael.

– No hay salmón.

Lord Saxenden levantó la vista, y musitó: «¿No hay salmón?», y volvió a su salchicha.

– ¿Un poco de merluza? – preguntó Michael. = No, gracias.

– Tía' Wilmet, ¿qué puedo servirte? – Pescado con salsa.

– : No hay. Riñones, lomo, huevos revueltos, merluza, jamón y pastel de perdices.

Lord Saxenden se levantó. «¡Ah, jamón!», exclamó, y se dirigió hacia el bufete.

– ¿Bien, Dinny?

– Sólo un poco de mermelada, Michael.

– ¿Grosella, fresa, frambuesa o naranja?

– Grosella, por favor.

Lord Saxenden volvió a su sitio, llevando un plato de jamón. Mientras lo comía, empezó a leer una carta. Dinny no pudo hacerse una idea de la expresión de su rostro, porque no le veía los ojos y tenía la boca llena. Pero le pareció comprender por qué razón le habían puesto el apodo de «Snubby». Tenía la cara colorada, los bigotes y los cabellos claros que ya empezaban a volverse grises, y estaba sentado delante de la mesa en una actitud envarada. Repentinamente volvióse hacia ella y dijo