Выбрать главу

– Perdóneme si estoy leyendo esta carta. Es de mi mujer. Se halla enferma, guardando cama.

– ¡Oh, lo siento mucho!

– ¡Una cosa horrorosa! ¡Pobrecilla!

Se metió la carta en un bolsillo, se llenó la boca de jamón y miró a Dinny, quien entonces pudo ver que sus ojos eran azules y que las cejas, más oscuras que los cabellos, semejaban unos montoncitos de anzuelos para pescar. Sus ojos parecían decir: «Aún soy joven, aún soy joven». En ese momento Dinny se dio cuenta de que Hallorsen acababa de entrar. Permaneció dubitativo un instante, y luego, al verla, se acercó al sitio que estaba vacío a su lado.

– Señorita Cherrell – dijo, con una inclinación -, ¿puedo sentarme aquí?

– Naturalmente. Si desea usted comer, las viandas están todas allá abajo.

– ¿Quién es ése? – preguntó lord Saxenden, mientras Hallorsen iba hacia el bufete -. Es un americano, sin duda.

– El profesor Hallorsen.

– ¡Oh! ¡Ah! Escribió un libro sobre Bolivia, ¿verdad?

– Sí.

– Buen mozo.

– El «hombre-macho».

Él la miró sorprendido.

– Pruebe este jamón. Creo haber conocido a uno de sus tíos en Harrow, señorita.

– ¿A mi tío Hilary? – dijo Dinny -. Sí, ya me lo dijo.

– Un día aposté con él tres platos de fresas contra dos a ver quién bajaba más aprisa las escaleras del gimnasio.

– ¿Venció usted, lord Saxenden?

– No; y jamás le pagué la deuda a su tío.

– ¿Por qué?

– Se lastimó un tobillo y yo sufrí una luxación en una rodilla. Él llegó cojeando hasta la puerta del gimnasio, pero yo no pude moverme. Ambos tuvimos que guardar cama el resto del semestre, y luego yo me fui -Lord Saxenen emitió una risita -. De modo que aún le debo tres platos de fresas. – Yo creí que en América tomábamos buenos desayunos – dijo Hallorsen -, pero veo que no son nada comparados ron éste.

– ¿Conoce usted a lord Saxenden?

Lord Saxenden – repitió Hallorsen, con una inclinación.

– Encantado. En América no tienen ustedes perdices como las nuestras, ¿verdad?

– Creo que no. Espero ansiosamente poder cazar esos pájaros. Este café es excelente, señorita Cherrell.

– Sí – dijo Dinny -. Tía Em se siente muy orgullosa de su café.

Lord Saxenden asumió su actitud envarada

– Pruebe este jamón. No he leído su libro todavía.

– Permítame usted que le envíe un ejemplar. Me sentiría honradísimo si quisiera usted leerlo.

Lord Saxenden continuó comiendo.

– Sí, debería usted leerlo, lord Saxenden – repuso Dinny -. Yo le enviaré otro que trata del mismo asunto.

Lord Saxenden les miró maravillado.

– Muy amables los dos – dijo -. ¿Es ésa la mermelada de fresa? – y tendió la mano para cogerla.

– Señorita Cherrell – pronunció Hallorsen en voz queda ~, me encantaría que leyese usted mi libro y que señalase los párrafos que le parezcan perjudiciales para la reputación de su hermano. Cuando lo escribí, estaba fuera de quicio.

– Temo no comprender de qué serviría ahora.

– Así podría -hacerlos suprimir en la segunda edición, si usted lo desea.

– Es muy noble por su parte, profesor – repuso Dinny, glacialmente -, pero el daño ya está hecho.

Hallorsen dijo en voz aún más queda

– Me duele terriblemente haberla molestado a usted. Una sensación de ira, de triunfo, de cálculo, de humorismo, que quizá sólo podía resumirse en las palabras: «¿Ah, sí? ¿De veras?», invadió a Dinny de cabeza a pies.

– Es a mi hermano a quien usted ha herido.

– ¡Ah! Pero esto podría arreglarse si nos encontrásemos él y yo.

– ¡Quién sabe! – dijo Dinny, levantándose. También Hallorsen se puso en pie y se inclinó. «Terriblemente educado», pensó la joven.

Pasó toda la mañana leyendo el Diario en un rincón del jardín, tan escondido entre los, setos de tejos, que formaba un refugio perfecto. El sol era cálido y sedante el zumbido de las abejas entre las dalias, las malvas y las margaritas gigantes. En aquel ángulo apartado volvió a sentir nuevamente una profunda repugnancia ante.la idea de dar como pasto al mundo los más íntimos sentimientos de Hubert. El Diario, desde luego, no era plañidero, pero revelaba las heridas espirituales y físicas, con la viveza de un recuerdo únicamente destinado a la lectura de quien lo escribió. De vez en cuando llegaba hasta ella el rumor de los disparos; al cabo de cierto tiempo apoyó los codos sobre el seto de tejos y comenzó a mirar hacia los campos en donde estaban los cazadores.

– Ah, ¿estás ahí? – dijo una voz.

Su tía, con un sombrero de paja tan amplio que le cubría incluso los hombros, estaba abajo con dos jardineros.

– Voy a reunirme contigo, Dinny. Vosotros, Boswell y Johnson, os podéis marchar. Esta tarde examinaremos las verdolagas. – Miró hacia arriba, cubierta por el ladeado y enorme halo de su sombrero. – Es mallorquín -dijo-. ¡Protege estupendamente!

– ¡Boswell y Johnson, tía!

– Ya teníamos a Boswell, pero tu tío no paró hasta encontrar a Johnson. Los hace ir siempre juntos. ¿Tú crees en el doctor Johnson, Dinny?

– Creo que hizo demasiado uso de la palabra «Sir».

– Fleur se me ha llevado las tijeras que uso en el jardín. ¿Qué es eso, Dinny?

– El Diario de Hubert. – ¿Deprimente?

– Sí…

– Le he echado un vistazo al profesor Hallorsen. Necesita que le achiquen un poco.

– Comenzando por su desfachatez, tía Em.

– Espero que matarán unas cuantas liebres – dijo lady Mont -. Es muy agradable tener en casa sopa de liebre. Wilmet y Henrietta Bentworth están de acuerdo en quedarse cada una conforme con su propia opinión.

– ¿A propósito de qué?

– Bueno, no me he molestado en escucharlo, pero creo que sobre el P. M., ¿o bien era sobre las verdolagas? Discuten por cualquier cosa. Hen ha frecuentado siempre la Corte, ¿sabes?

– ¿Es una mujer fatal?

– Es una mujer muy agradable. La quiero, pero charla demasiado. ¿Qué vas a hacer con ese Diario?

– Quiero enseñárselo a Michael y pedirle consejo.

– No sigas sus consejos – repuso lady Mont -. Es un buen muchacho, pero no le hagas caso. Conoce a una cantidad de gente extraña, tales como editores y otros por el estilo.

– Precisamente por eso quiero pedírselo.

– Pídeselo a Fleur: ella tiene cabeza. ¿Tenéis estas dalias en Condaford? ¿Sabes, Dinny?, me parece que Adrián se está volviendo chiflado.

.- ¡Tía Em!

– Siempre está pensando en las musarañas y no creo que tenga un solo punto del cuerpo en donde haya carne suficiente para clavarle la punta de un alfiler. Desde luego no debería decírtelo, pero pienso que tendría que casarse con ella.

– Yo también lo creo así, tía.

– Bueno, pues no quiere hacerlo. -- Quizás es ella quien no quiere.

– Ninguno de los dos. De modo que no sé cómo se puede arreglar eso. Ella ya tiene cuarenta años.

– ¿Cuántos tiene tío Adrián?

– Es el más joven, exceptuando a Lionel. Yo tengo cincuenta y nueve – dijo lady Mont con firmeza -. Yo sé que tengo cincuenta y nueve, y tu padre tiene sesenta. Tu abuela no puso mucho tiempo por medio en aquella época. Nacimos uno tras otro. ¿Qué piensas «tú» sobre eso de tener hijos? Dinny contestó:

– Me parece una cosa buena, si se tienen con moderación. – Fleur va a tener otro en marzo. Es un mal mes…, ¡la muy descuidada! ¿Cuándo piensas casarte, Dinny? -Cuando mis esperanzas juveniles queden cumplidas; antes, no.

– Eso es muy prudente. Pero no debes casarte con un americano.

Dinny se sonrojó, sonrió ligeramente y preguntó – ¿Por qué había de casarme con un americano?