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– No se sabe -respondió lady Mont, arrancando una flor marchita -. Depende de lo que nos rodee. Cuando me casé can Lawrence, siempre me estaba rondando.

– Y todavía lo está. Es maravilloso, ¿verdad? – ¡No seas maliciosa!

Lady Mont pareció sumirse en un ensueño, de modo que su sombrero aparentaba ser más grande que nunca.

– Y hablando de matrimonio, tía Em, me gustaría conocer a una muchacha para Hubert. ¡Tiene tanta necesidad de distraerse!

– Tu tío tendría que hacerle distraer con una bailarina – repuso lady Mont.

– A lo mejor el tío Hilary conoce a alguna y se la puede recomendar.

– Eres mala, Dinny. Siempre he creído que lo eras. Pero déjame pensar. Hay una muchacha; no, está casada.

– Quizá ya se habrá divorciado.

– No. Creo que se está divorciando, pero eso requiere mucho tiempo. Es una criatura encantadora.

– Estoy segura. Ponte a pensar otra vez, tía.

– Estas abejas – replicó su tía – pertenecen a Boswell. Son italianas. Lawrence dice que son fascistas.

– Parecen unas abejas muy activas.

– Sí, vuelan mucho y si las molestas te clavan el aguijón. Pero conmigo son buenas.

– Querida, tienes una en el sombrero. ¿He de quitarla?

– ¡Espera! -exclamó lady Mont, echando el sombrero hacia atrás y entreabriendo la boca -. ¡He pensado en una!

– En una, ¿qué?

– Se trata de Jean Tasburgh, la hija de nuestro Rector. Es una familia muy buena. Sin dinero, desde luego.

– ¿Ni siquiera tienen un poco?

Lady Mont meneó la cabeza y su sombrero osciló.

– Ninguna Jean ha tenido jamás dinero. Pero la muchacha es bonita. Parece un leopardo hembra.

– ¿Podría echarle una ojeada, tía? Sé bastante bien lo que no le gusta a Hubert.

– La invitaré a cenar. Comen bastante mal. Una vez nos casamos con un Tasburgh. Creo que fue durante el reinado de algún Jacobo, de modo que es prima nuestra, aunque terriblemente lejana. La familia tiene también un hijo. Sirve en la Marina. Es un verdadero marino, ¿sabes?, y sin bigote. Me parece que ahora está en la Rectoría, conciencia.

– Licencia, tía Em.

– Ya sé que he dicho mal esa palabra. Por favor, quítame la abeja del sombrero.

Con un pañuelo, Dinny quitó del gran sombrero la pequeña abeja y se la puso junto a un oído.

– Me gusta oírlas zumbar – dijo.

– Le invitaré también a él – prosiguió su tía -. Se llama Alan. Es un buen muchacho. – Miró los cabellos de Dinny. -

Color níspero, diría yo. Creo que tiene un buen porvenir, pero no sé cuál es. Durante la guerra le hicieron saltar por los aires. – Espero que bajara entero.

– Sí, y le han recompensado con algo. Dice que ahora en la Marina se respira mal. Todo son ángulos, ¿sabes?, y ruedas olores. Tienes que preguntárselo.

– Y a propósito de la muchacha, tía, ¿qué quieres decir cuando la comparas con un leopardo?

– Bueno, te mira y tú experimentas la sensación de que vas a ver salir de un rincón a sus cachorros. Su madre murió. Ella es quien dirige la casa.

– ¿Y dirigiría también a Hubert?

– No; pero haría correr a quien intentara hacerlo.

– Quizás es lo que nos conviene. ¿Quieres que vaya a la Rectoría a llevarle una tarjeta de invitación?

– Enviaré a Boswell y Johnson. – Lady Mont miró su reloj de pulsera -. No, estarán almorzando. Iremos nosotras, Dinny. No está más que a un cuarto de milla. ¿Es inconveniente mi sombrero?

– Todo lo contrario, querida

– Bien; entonces podemos salir por aquel 'lado.

Se dirigieron hacia el otro extremo del jardín adornado con tejos, bajaron unos peldaños, entraron en una larga avenida tapizada de hierba, pasaron por una cancela de madera y, poco después, llegaron a la Rectoría. Dinny se quedó en el pórtico sombreado por la yedra, detrás del sombrero de su tía. La puerta estaba abierta y una entrada revestida con paneles de madera, semioscura y con olor a pot pourri y a madera vieja, parecía invitarlas a entrar. Desde el interior una voz de mujer llamó

– ¡A-lan!

Una voz masculina contestó

– ¡Hal-lo!

– ¿Te sabe mal comer un almuerzo frío?

– No hay ninguna campanilla – observó lady Mont. -. Es mejor que palmoteemos.

Dieron una palmada, al unísono.

– ¡Qué diablos!

Un hombre joven, en traje de franela gris, apareció en el umbral de la puerta. Tenía un rostro ancho y moreno, cabellos negros y ojos grises, profundos y de mirada firme.

– ¡ Oh! – Dijo -. ¡ Lady Mont! ¡ Eh! ¡ Jean!

Luego, encontrando los ojos de Dinny tras el borde del sombrero, sonrió como lo hacen en la Marina.

– Alan, ¿pueden venir a cenar esta noche usted y Jean? Dinny, éste es Alan Tasburgh. ¿Le gusta mi sombrero?

– Es sorprendente, lady Mont.

Entretanto, se les estaba acercando una muchacha hecha toda de una pieza y aparentemente montada sobre un muelle de acero. Llevaba una falda y una blusa sin mangas, color leonado, y del mismo tono eran sus brazos y sus mejillas. Dinny comprendió lo que su tía había querido decir. El rostro, ancho en los pómulos, terminaba en una barbilla, punta; los ojos, de un gris verdoso, hundidos bajó las pestañas largas y negras, tenían una mirada firme y parecían iluminados interiormente; la nariz era fina; la frente, baja y ancha, y los cabellos, castaño-oscuro, los llevaba cortos.

«¡Quién sabe!», pensó Dinny.

Luego, cuando la muchacha sonrió, un estremecimiento le corrió por todo el cuerpo.

– Esta es Jean – dijo su tía -. Mi sobrina, Dinny Cherrell.

Una mano morena y delgada apretó con fuerza la de Dinny. – ¿Dónde está su padre? – continuó lady Mont.

– Papá ha ido a una conferencia eclesiástica. Yo deseaba que me llevase consigo, pero no ha querido.

– Entonces, sospecho que estará en Londres, frecuentando los teatros.

Dinny vio a la muchacha lanzar una mirada a su tía, decidir que era lady Mont y sonreír. Alan reía.

– ¿Así, vendrán los dos a cenar? A las ocho y cuarto. Dinny, debemos regresar para el almuerzo. ¡Golondrinas ¡- añadió, saliendo del pórtico.

– Tenemos invitados – explicó Dinny al ver que el joven levantaba las cejas con expresión de interrogación -. Quiere decir chaqueta con cola de golondrina, o sea, frac y corbata.

– ¡Oh! ¡Ah! El babero mejor y el camisolín, Jean.

Los hermanos se cogieron del brazo y se quedaron bajo el pórtico. «Muy simpático», pensó Dinny.

– ¿Bien? – dijo su tía cuando estuvieron nuevamente en la avenida alfombrada de hierba.

– Sí, he observado bien a la leopardita. Es muy bonita. Pero habría que tenerla sujeta con una correa.

– ¡Ahí está Boswell y Johnson! – exclamó lady Mont, cómo si se tratara de uno solo – ¡Dios mío! ¡Entonces deben ser ya más dulas dos!

CAPÍTULO IX

Poco después del almuerzo, al que Dinny y su tía llegaron con retraso, Adrián y las cuatro señoras más jóvenes, provistos de las sillas plegables dejadas por los cazadores, bajaban por un sendero hacia el lugar donde se concentraría la cacería principal de la tarde. Adrián caminaba junto a Diana y Cecilia Mushkam; delante de ellos iban Dinny y Fleur. Estas últimas, primas políticas, no se habían visto desde hacía casi un año y, de todos modos, se conocían poco. Dinny examinaba la cabeza que su tía la recomendara. Era redonda y firme, erguida bajo el sombrero. En su opinión, el rostro, gracioso, tenía una expresión algo dura, pero era expresivo. Llevaba un traje de corte excelente y su esbelta figura parecía la de una americana.

Dinny se dijo que de una fuente tan clara sacaría por lo menos un poco de sentido común.