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El hombre repitió la palabra en voz aun más baja y, abriendo los ojos, Dinny le vio levantar la escopeta.

– ! Un faisán hembra, milord! -dijo el guardabosque en tono de advertencia.

Un faisán hembra pasó a una altura razonable, como sabiendo que su hora todavía no había llegado.

– ¡Diablos! -exclamó lord Saxenden, apoyando la culata de la escopeta contra su rodilla doblada.

– Una bandada a la derecha. ¡-Demasiado distante, milord! Varios disparos retumbaron y, al otro lado del seto, Dinny vio volar solamente dos pájaros, uno de los cuales perdía las plumas.

– Es un pájaro muerto – dijo el guardabosque, haciéndose pantalla con la mano para observar su vuelo -. ¡Agáchate! – ordenó, y el perro volvió a tenderse, mirándole jadeante.

Otros disparos retumbaron a la izquierda.

– ¡Maldita sea! – gruñó lord Saxenden -. Por aquí no pasa nada.

– ¡Una liebre, milord! – advirtió el guardabosque rápidamente -. A lo largo del matorral.

Lord Saxenden se volvió sobre sus talones y levantó la escopeta.

– ¡Oh, no! ~ dijo Dinny -, pero una detonación ahogó su exclamación. La liebre, herida en la parte trasera, se detuvo de golpe, luego avanzó contrayéndose y emitiendo unos gritos lastimeros.

– ¡Anda a buscarla! -dijo el guardabosque

– ¡Diablos! – masculló lord Saxenden -. ¡Mal herida! A través de sus párpados cerrados, Dinny sentía su mirada glacial. Cuando abrió los ojos, la liebre yacía muerta al lado del ave. Parecía increíblemente blanda. Dinny se levantó de repente con la intención de marcharse, pero se sentó de nuevo. Hasta que no hubiese terminado la batida no podía moverse sin correr el riesgo de ponerse al alcance de las escopetas. Volvió a cerrar los ojos mientras los disparos continuaban.

– Eso es todo, milord.

Lord Saxenden estaba entregándole la escopeta al guardabosque y otros tres volátiles yacían al lado de la liebre.

Algo avergonzada por las nuevas sensaciones que había experimentado, Dinny se levantó, cerró la silla plegable y se encaminó hacia la empalizada. Sin cuidarse de las convenciones, la saltó y aguardó a lord Saxenden al otro lado.

– Siento haber herido a esa liebre – dijo él -. Pero he estado viendo manchas durante todo el día. ¿Usted jamás tiene manchas delante de los ojos?

– No. De vez en cuando veo las estrellas. El grito de una liebre es horrible, ¿verdad?

– Estoy de acuerdo con usted. Jamás me ha gustado.

– Un día que estábamos merendando en el campo, vi detrás nuestro una liebre sentada sobre sus patas, como un perro, y a través de las orejas rosadas y transparentes se percibía la luz del sol. Desde aquella vez siempre me han gustado las liebres.

– No son presa para un cazador aficionado – admitió lord Saxenden -. Personalmente las prefiero asadas que no a la cazadora.

Dinny le echó una mirada. Estaba colorado y tenía un aspecto bastante satisfecho.

«Este es el momento oportuno», pensó.

– Lord Saxenden, ¿jamás les ha dicho usted a los americanos que fueron ellos quienes ganaron la guerra?

El la miró glacialmente.

– ¿Por qué hubiese debido hacerlo? – Pero la ganaron, ¿verdad?

– ¿Es el profesor quién lo dice?

– Nunca se lo he oído decir, pero estoy segura de que lo piensa.

Dinny volvió a ver en su rostro la expresión glacial. – ¿Qué sabe usted de él?

– Mi hermano tomó parte, en su expedición.

– ¿Su hermano? ¡Ah! – Y fue como si hubiese dicho «Esta joven quiere algo de mí».

Repentinamente Dinny sintió que estaba caminando sobre una capa muy delgada de hielo.

– Si ha leído el libro del profesor Hallorsen, espero que leerá también el Diario de mi hermano.

– Jamás leo nada – contestó lord Saxenden -. No tengo tiempo. Pero ahora recuerdo. Su hermano mató a un hombre en Bolivia, ¿verdad? Y perdió los transportes.

Tuvo que disparar para salvarse y fue necesario que hiciese fustigar a dos hombres por sus continuas crueldades con las mulas. Luego, todos ellos, salvo tres, desertaron y ahuyentaron a los animales. Era el único hombre blanco en medio de un grupo de mestizos.

De repente, recordando la advertencia de sir Lawrence «i Lánzale la mirada boticeliana, Dinny!», levantó los ojos hacia los suyos, astutos y fríos.

– ¿Podría leerle unos fragmentos de su Diario? – Bueno, si hay tiempo.

– ¿Cuándo?

¿Esta noche? He de irme mañana, después de la cacería.

– Elija usted el momento – dijo ella, audazmente.

– Antes de cenar va a ser imposible. Tengo que escribir algunas cartas urgentes.

– Puedo quedarme levantada toda la noche, si es necesario – repuso, sorprendiéndose mientras le echaba una mirada escudriñadora.

– Veremos – respondió él, bruscamente.

En ese momento fueron alcanzados por los demás. Logrando evitar la última batida de la cacería, Dinny regresó sola a casa. Su sentido del humor la cosquilleaba, pero se sentía algo perpleja. Con mucha astucia, llegó a la conclusión de que el Diario no produciría el efecto deseado, de no convencerse lord Saxenden de que podría sacar de él alguna ventaja personal; y más claramente que nunca vio lo difícil que resultaba pedir algo sin desprenderse de nada.

Una bandada de palomos silvestres se levantó de unas cuantas gavillas que estaban a su derecha, y cruzó volando en dirección al bosque, a orillas del río. La luz extendíase horizontalmente y los rumores del atardecer flotaban en el aire. El sol, que se ponía, proyectaba sus últimos rayos dorados sobre los rastrojos; las hojas, recién brotadas eran una promesa de color y, a lo lejos, la -línea azul del río brillaba entre los árboles que lo bordeaban. En el aire, el olor húmedo y ligeramente acre del otoño incipiente se mezclaba con el del humo de leña que ya se levantaba de las chimeneas de las casas de campo. ¡Una hora maravillosa, un maravilloso-atardecer! ¿Qué párrafos del Diario podía leer? Su mente titubeaba. Veía el rostro de Saxenden mientras decía: «¿Su hermano? Ah!» Veía detrás de aquella risa su carácter duro, rígido, calculador e insensible. Recordaba las palabras de sir Lawrence. «¿Que si los había, querida? ¡ Hombres de valía inapreciable!»

Había leído poco tiempo antes las Memorias de uno que durante todo el período de la guerra pensó en movimientos y números y que, con una sola exclamación de espanto, había renunciado a pensar en los sufrimientos escondidos detrás de aquellos movimientos y de aquellos números; en la voluntad de ganar la guerra parecía haberse impuesto el deber de no pensar jamás en el lado humano de los problemas y, ella estaba segura, no se lo hubiera podido figurar ni de «quererlo» hacer. ¡Hombre de valía! Había oído hablar a Hubert desdeñosamente de aquellos «estrategas de salón» que se habían complacido con la guerra, excitados por él interés de combinar movimientos y números y de saber antes que nadie esto y lo de más allá y por la importancia que, debido a eso, se atribuían. Recordaba un párrafo de otro libro leído recientemente, que trataba de los hombres que dirigían lo que se llama progreso: estaban en los Bancos, en las oficinas de la City, en los despachos gubernamentales; todos ellos combinaban movimientos y números sin preocuparse de la carne y de la sangre, excepto de la suya propia; hombres que, sobre el papel, iniciaban esta o aquella empresa diciéndoles a éstos o a aquéllos

«! Haced lo que se os dice y hacedlo bien, o que el diablo os lleve!» Hombres con sombrero de copa o bien con traje de deporte, que guiaban la máquina de las empresas tropicales, de la extracción de minerales, de los grandes almacenes, de las construcciones, de los ferrocarriles, de las concesiones acá y acullá y en dondequiera que fuese.!Hombres de valía Hombres alegres, bien alimentados, indomables, de ojos glaciales, Siempre comiendo, siempre enterados de todo, despreocupados del coste de las vidas humanas y de los humanos sentimientos. «Sin embargo – pensó – deben tener verdadero valor, pues, de otro modo, ¿cómo podríamos tener goma, o carbón, o perlas, o ferrocarriles, o Cambio y Bolsa; o guerras?». Pensó en Hallorsen. Él, cuando menos, trabajaba y sufría por sus ideas, dirigía sus propias empresas y no se quedaba en su casa enterándose de todo, comiendo jamón, despellejando liebres y mandando los movimientos de los demás.