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– Mi hermano me ha entregado su Diario para que lo haga publicar.

– Si eso puede servirle de consuelo… hágalo.

– Me pregunto si ustedes dos intentaron alguna vez comprenderse.

– Creo que no.

– Sin embargo, eran sólo cuatro hombres blancos, ¿no es así? ¿Puedo preguntarle qué había en mi hermano que le irritaba a usted?

– De decírselo, me guardaría usted rencor. – ¡Oh, no! «Puedo» ser imparcial.

– Bien, ante todo encontré que ya había decidido demasiadas cosas y que no quería cambiar de parecer. Estábamos en un país que ninguno de nosotros conocía, entre mestizos y gente casi incivilizada, pero el capitán Cherrell pretendía que se hicieran las cosas como las habrían hecho aquí, en Inglaterra. Quería que se establecieran unos reglamentos y que éstos fueran observados. Y estoy seguro que, de habérselo permitido, se hubiese cambiado de traje para cenar.

– Creo que debe usted recordar – lo interrumpió Dinny -, que los ingleses hemos encontrado ventajas por doquier gracias a nuestra norma de observar las formalidades. Alcanzamos nuestros fines en cualquier parte, por salvaje que sea, porque siempre nos mantenemos ingleses. Leyendo el Diario, se me antoja que mi hermano fracasó por no ser lo suficientemente estúpido.

– Desde luego, no es el típico John Bull – dijo él, indicando con un signo de la cabeza el extremo de la mesa-, como lord Saxenden y el señor Bentworth. Quizá, de ser así, le hubiese comprendido mejor. No; es muy sensible y está sometido a una disciplina de hierro. Sus emociones lo roen interiormente. Se parece a un caballo de carreras enganchado a un coche de punto. Me figuro, señorita Cherrell, que la suya es una familia muy antigua.

– Aún no ha llegado a la senectud.

Vio que su mirada se posaba sobre su tío Adrián, pasando luego a su tía Wilmet y de ésta a lady Mont.

– Me gustaría discutir sobre las viejas familias con su tío, el conservador.

– ¿Qué más le parecía desagradable en, mi hermano?

– Bueno, me daba la sensación de que yo era un hombre muy tosco.

Dinny frunció el entrecejo.

– Estábamos en un país infernal, si usted me permite la expresión – continu6 Hallorsen -, un país de materia bruta. En realidad, yo mismo era materia bruta. Tenía que encontrarme con otra materia bruta y vencerla; y esto era lo que él no quería ser.

– Quizá no podía. ¿No cree usted que el verdadero mal estriba en que usted es americano y él inglés? Confiese, profesor, que los ingleses no le gustamos.

Hallorsen rió

– «Usted» me gusta terriblemente. – Gracias, pero cada regla…

El rostro de Hallorsen se endureció.

– Bien – dijo -, no me agrada que alguien se atribuya tina superioridad en la que no creo.

– Pero, ¿acaso tenemos el monopolio de eso? ¿Y los franceses?

– De ser un orangután, señorita Cherrell, me importaría un bledo que un chimpancé se creyese superior a mí.

– Creo entender que usted alude a que hay excesiva distancia. Pero, perdone, profesor, ¿y ustedes? ¿No son el pueblo predestinado? ¿No lo dicen así a menudo? ¿Y acaso se cambiarían con cualquier otro pueblo?

– Decididamente, no

– ¿Y no es eso atribuirse una superioridad en la que «nosotros» no creemos?

Hallorsen volvió a reír.

– Me ha puesto usted en una situación embarazosa; pera no hemos tocado el nudo de la cuestión. En cada hombre existe un «snob». Nosotros somos un pueblo nuevo; no poseemos sus raíces ni sus antigüedades; no tenemos la costumbre de darnos por supuestos; somos demasiado múltiples y varios en suma, aún nos hemos de formar. Pero, aun así, tenemos muchas cosas que podrían despertar la envidia de ustedes, aparte de nuestros dólares y de nuestros cuartos de baño.

– ¿Qué podríamos envidiarles? Me gustaría mucho ver claro en esta cuestión.

– Señorita Cherrell, nosotros sabemos que poseemos cualidades y energías, fe y circunstancias favorables que, en realidad, tendrían que envidiamos y, cuando no lo hacen, juzgamos inútil adoptar una actitud de superioridad y arrogancia. $s como si un hombre de sesenta años mirara de arriba abajo a un joven de treinta; no hay error más condenado que éste. Y perdone la expresión.

Dinny lo miraba, silenciosa e impresionada.

Ustedes, los ingleses, nos irritan – continuó Hallorsen – porque han perdido el afán investigador y, si lo conservan todavía, la verdad es que tienen un modo muy elegante de ocultarlo. Supongo que existen muchas cosas con las que les irritamos. Pero nosotros les irritamos la epidermis, mientras que ustedes nos irritan los centros nerviosos. Eso es todo, señorita Cherrell.

– He comprendido – dijo Dinny -. Esto es sumamente interesante y me atrevería a decir que verdadero. Mi tía se está levantando, así que tendré que alejar mi epidermis y dejar que sus centros nerviosos se calmen. – Se levantó y, volviendo la cabeza, le dirigió una sonrisa.

El joven Tasburgh estaba cerca de la puerta y ella le sonrió también a él, murmurándole

– Vaya a charlar con mi amigo-enemigo. Vale la pena.

Al llegar a la salita buscó a la «leoparda», pero en su conversación ambas se sintieron obligadas a esconder la mutua admiración que ninguna de las dos deseaba demostrar. Jean Tasburgh tenía sólo veintiún años, pero a Dinny le daba la sensación de que era mayor que ella. Su conocimiento de las cosas y de las personas parecía preciso y decidido, quizá profundo; su opinión sobre todos los temas de que hablaban estaba ya formada. «En un momento de crisis -pensó Dinny -, o encontrándose entre la espada y la pared, sería una mujer maravillosa, conservaría la fe en su propio partido, pero dictaría la ley en cualquier ambiente en que se hallara.» Pero al lado de esa dura eficiencia, Dinny percibía claramente un hechizo extraño, casi felino, con el que, de quererlo, hubiese hecho perder la cabeza a cualquier hombre. ¡Hubert sucumbiría en seguida ante ella!

Llegada a esta conclusión, dudó si debía deseárselo.

Esta era la mujer que hacía falta para proporcionarle a su hermano la rápida distracción que necesitaba. Pero ¿era él lo bastante fuerte y vivo para hacerle frente? ¿Y si se enamoraba de ella, y ella no quería saber nada de él? O, suponiendo que ella se enamorara de él, ¿lo querría todo para sí? Luego había la cuestión dinero. ¿De qué vivirían si Hubert no recibía ningún cargo o si tenía que presentar su dimisión? Sin el sueldo no tendría más que trescientas libras al año y la muchacha probablemente no poseía-nada. Era una situación terrible. Si Hubert podía seguir en la carrera militar, no necesitaría distracciones. Si continuaba suspendido, necesitaba distracciones, pero 'no podía ofrecérselas. Sin embargo, ¿no era ésta, precisamente, la muchacha que, en cierto modo, haría la carrera del hombre con quien se casara?

Entre tanto, hablaban de cuadros italianos.

– A propósito – dijo Jean repentinamente -, lord Saxeden me ha dicho que quería usted que él le hiciese un favor.- ¡Oh!

–  ¿De qué se trata? Dígamelo usted. Quizá pueda intervenir yo.

Dinny sonrió. – ¿Cómo? Jean la miró, con los párpados entornados. – Será muy fácil. ¿Qué desea usted de él?

– Quiero que mi hermano pueda volver a su regimiento o, mejor dicho, que le den algún cargo. Está en apuros a causa de la expedición que hizo a Bolivia con el profesor Hallorsen.

– ¿Se refiere al americano? ¿Ha sido por eso que le ha hecho invitar?

Dinny se daba cuenta de que pronto se sentiría como desnuda.

– Si quiere que sea franca, sí. – Es un hombre bien parecido. – Eso mismo ha dicho su hermano.

– Alan es la persona más generosa del mundo. Se ha enamorado de usted.

– Sí, ya me lo ha dicho.

– Es un muchacho ingenuo. Pero dejemos eso. ¿Quiere realmente que hable con lord Saxenden?

– ¿Por qué quiere tomarse esa molestia?