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– Me gusta meterme en todo. Déme libertad de acción y yo le procuraré ese nombramiento.

– Sé de fuente segura – dijo Dinny – que lord Saxenden es duro de pelar.

Jean se-estiró.

– ¿Se parece a usted su hermano Hubert?

– En absoluto. Es moreno y tiene los ojos negros.

– Ya sabrá usted que hace mucho tiempo nuestras familias emparentaron gracias a un matrimonio. ¿Le interesan a usted las teorías de la herencia? Yo me dedico a la cría de airedales y no creo más que en la teoría de la diferenciación entre el macho y la hembra. La prepotencia puede transmitirse a través del macho o de la hembra a cualquier punto del «pedigree».

– Puede ser, pero, aparte el barniz amarillo, mi padre y mi hermano se parecen extraordinariamente al más antiguo retrato de antepasado varón que poseemos.

– Bueno, nosotros tenemos a una tal Fitzherbert, que en 1547 se casó con un Tasburgh y, excepción hecha de la lechuguilla, es mi vivo retrato. Incluso tiene mis manos.

La muchacha tendió ante Dinny dos manos largas y morenas, crispándolas ligeramente.

– Un signo característico – continuó – puede volver a aparecer después que varias generaciones han parecido perderlo. Es sumamente interesante. Me gustaría ver si su hermano es tan distinto de usted.

Dinny sonrió

– Le escribiré para que venga a buscarme con el coche. Es posible que no le encuentre usted digno de sus lisonjas. En ese momento entraron los hombres.

– Todos tienen aspecto de decir: «Deseo sentarme al lado de una. Mujer.» ¿Y por qué razón? Los hombres son cómicos después de las comidas – murmuró Dinny.

La voz de sir Lawrence rompió el silencio

– Saxenden, ¿ quiere usted unirse al Squire para hacer un bridge»?

Ante estas palabras, tía Wilmet y lady Henrietta se levantaron automáticamente del sofá en que estaban tranquilamente sentadas manteniendo cada una su propia opinión, y se acercaron al punto en donde continuarían la cuestión por todo el resto de la velada. Lord Saxenden y el Squire las siguieron de cerca.

Jean Tasburgh hizo una mueca.

– ¿No le parece ver al «bridge» pegarse a la gente como un hongo?

– ¿Otra mesa? – propuso sir Lawrence -. ¿Adrián? No. ¿Profesor?

– Creo que no, sir Lawrence.

– Fleur, ¿por qué no jugamos tú y yo contra Em y Char les? Vamos. Terminaremos pronto.

– Pero no puede verle pegarse a tío Lawrence – murmuró Dinny -. ¡Oh! ¡Profesor! ¿Conoce usted a la señorita Tasburgh?

Hallorsen se inclinó.

– Hace una noche maravillosa – observó el joven Tasburgh, dirigiéndose a Dinny -. ¿No podríamos salir fuera? – Michael – dijo Jean, levantándose -. Salgamos.

La definición de la noche era exacta. El follaje de las encinas y de los olivos se enlazaba inmóvil en el aire obscuro; las estrellas brillaban como diamantes y no había escarcha; las flores sólo tenían colores si se las miraba de cerca; oíase algún ligero rumor solitario: el grito de un mochuelo, procedente de algún lugar cercano al río, y el zumbido de un escarabajo volador. El aire era tibio y la casa iluminada asomaba vagamente entre los cipreses de copas recortadas. Dinny y el marino caminaban delante.

– Esta es una de las noches en las que se ve algo de la obra de Dios. Mi padre es un hombre bueno como el pan, pero sus funciones son tales que bastan para matar cualquier creencia. ¿Tiene usted alguna fe?

– ¿En Dios? ---preguntó Dinny -. Sí, pero sin saber por qué.

– ¿No encuentra usted que es imposible pensar en Dios, sin estar al descubierto y a solas?

– También en la iglesia he sentido emoción alguna vez. -y Yo creo que es necesario algo más que emoción. En mi opinión, se necesita comprender la infinita creación que se cumple en la paz infinita. El movimiento perpetuo y ,1g perpetua tranquilidad a un mismo tiempo. Ese americano me parece un buen muchacho.

¿Han hablado del cariño entre primos?

– He guardado esta conversación para usted. Tuvimos un mismo tatara-tatara-tatarabuelo bajo el reinado de Ana. En casa tenemos su retrato. Es un hombre terrible, cubierto con una peluca. Pero el hecho es que usted y yo somos primos. Por lo tanto, el amor sigue de cerca.

– ¿De veras? La sangre es una espada de doble filo. Pone en lid las diferencias.

– ¿Piensa usted en los americanos?

– Dinny asintió.

– De todos modos- dijo el marino -, no tengo la menor duda de que, encontrándome en una pelea, preferiría tener conmigo a un americano que no a cualquier otro extranjero. Y puedo decir que en la Armada todos pensamos lo mismo.

– ¿No será porque hablamos el mismo idioma?

– No. Es por las características y los puntos de vista que tenemos en común.

– Pero eso puede decirse tan sólo de los americanos de origen británico, ¿no es así?

– Siempre son esos americanos los que cuentan, sobre todo si con ellos se hallan comprendidos los otros de origen holandés y escandinavo, como es el caso de Hallorsen. También nosotros tenemos mucha de esta sangre.

.-. En tal caso, ¿por qué no incluir también a los americanos de origen alemán?

Podría hacerse hasta cierto punto. Pero considere la forma de la cabeza alemana. En fin de cuentas, los, alemanes son europeos centrales u orientales.

– Tendría usted que hablar con mi tío Adrián. – ¿Es ese alto, con perilla? Su cara me agrada.

– Es simpatiquísimo – dijo Dinny -. Hemos perdido a los' demás y comienzo a notar la escarcha.

– Un momento, por favor. Cuando le he hablado durante la cena lo he hecho perfectamente en serio. Usted, «es» mi ideal, y espero que me permitirá usted lograrlo.

Dinny hizo una reverencia.

– Joven sir, usted me halaga. Pero – continuó sonrojándose ligeramente -, quisiera indicarle que ejerce usted una noble profesión…

– ¿Jamás habla usted en serio?

– Rara vez, particularmente si me encuentro bajo la escarcha.

El le cogió la mano.

– Bien, algún día lo hará usted, y yo seré la causa de ello. Aflojando ligeramente la presión de la mano, Dinny retiró la suya y continuó caminando.

– Hermosa primita – dijo Tasburgh -, pensaré en usted día y noche. No hace falta que se moleste en contestar.

Y abrió la puerta vidriera.

Cicely Mushkham estaba sentada al piano y Michael se hallaba detrás de ella.

Dinny se le acercó.

– Michael, voy a ir a la salita de Fleur. ¿Podrías indicársela a lord Saxenden? Si a las doce no hubiera venido, me iré a acostar. He de escoger los párrafos que quiero leer.

– Está bien, Dinny. ¡Buena suerte!

Dinny fue a buscar el Diario, abrió la ventana de la salita y se sentó para hacer su selección. Eran las diez y media; ningún ruido venía a molestarla. Escogió seis trozos bastante largos, que parecían poner en evidencia la imposibilidad de la misión que le fue confiada a su hermano. Luego encendió un cigarrillo y apoyó la cabeza contra el alféizar de la ventana. La noche no era menos maravillosa que antes, pero sus sensaciones eran' más profundas. ¿El movimiento perpetuo en el perpetuo silencio? Si Dios se identificaba con esto, era de poca ayuda inmediata a los mortales, pero, ¿por qué había de serlo? Cuando la liebre herida por Saxenden emitió aquellos chillidos, ¿Dios la había escuchado? Y de ser así, ¿no habría sentido un escalofrío? Cuando Tasburgh le estrechó la mano en el jardín, ¿lo había visto y se había sonreído? Cuando Hubert yacía presa de la fiebre, escuchando el grito del somormujo, ¿había IR1 enviado un ángel para proporcionarle quinina? Cuando, dentro de billones de años, aquella estrella que brillaba allá arriba se apagase, ¿se lo anotaría en el puño de la camisa? Los millones de millones de hojas y de briznas de hierba que formaban la substancia de la obscuridad allá abajo, y los millones de millones de estrellas que le permitían ver en aquella obscuridad, todo era el resultado de un perpetuo movimiento en una quietud sin fin, todo era parte de Dios. Y ella misma, y el humo de su cigarrillo; el jazmín que estaba debajo de la ventana y cuyo olor era invisible, y el trabajo de su cerebro al decidir que no era amarillo; y el perro que ladraba tan lejos que el ruido era como un hilo por el que podía asirse la trama del silencio; todo, todo estaba dotado con el remoto, infinito, invasor, incomprensible designio de Dios.