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Dinny atravesó la barrera de muselina, se arrodilló y rodeó con los brazos a su madre,

– Tengo tus mismas sensaciones – dijo -, sólo que son algo diferentes por el hecho de no haber sido yo quien le diera la vida. Pero, mamaíta querida, todo marcha bien. Jean es una criatura maravillosa y Hubert está loco por ella. Enamorarse le ha hecho mucho bien; ella le dará ánimos para seguir 4delante.

– Pero, Dinny… ¿y el dinero?

– No esperan nada de papá. Poseerán lo justo para ir tirando.

– Es una sorpresa terrible. ¿Por qué tanta precipitación? – Intuición – y estrechando el talle esbelto de su madre, añadió -: Jean la tiene. La situación de Hubert «es» muy delicada, mamá.

– Sí; estoy muy alarmada y sé que también tu padre lo está, a pesar de que no lo haya dicho.

Esto era todo cuanto podían decir para manifestar su inquietud. Luego se pusieron a discutir la cuestión de la vivienda para la audaz pareja.

– Pero, ¿por qué no viven aquí hasta que todo se arregle? – preguntó lady Cherrell.

– Encontrarán la cosa más interesante si tienen que cuidarse por sí solos de sus asuntos domésticos. Lo principal es que la mente de Hubert esté ocupada en estos momentos.

Lady Cherrell suspiró. La correspondencia, la horticultura, la administración de la casa y el presidir los comités de la villa no eran cosas muy excitantes. Condaford habría sido aún menos interesante si, como la gente joven, uno no hubiese tenido ninguna de esas distracciones.

– La vida aquí es muy tranquila – admitió.

– Y démosle gracias a Dios por ello – murmuró Dinny -. Pero estoy segura de que ahora Hubert necesita una vida muy activa; en Londres la tendrá. Podrán alquilar un departamento en una casa para trabajadores. No puede ser por mucho tiempo, ya lo sabes. Por lo tanto, mamá, esta noche harás ver que no sabes nada y todos sabremos que lo sabes. Será una cosa muy tránquilizadora para todo- el mundo. – Después de haber besado el rostro de su madre, que sonreía con tristeza, se marchó.

A la mañana siguiente los conspiradores se levantaron temprano. Hubert con el aspecto de alguien «que va a cazar pinzones», como lo definió Jean; Dinny, resueltamente caprichosa. Alan tenía el aire de desenfado propio de un testigo en embrión; solamente Jean aparecía impasible. Partieron en el coche color avellana de los Tasburgh; dejaron a Hubert en la estación y luego siguieron hacia Lippinghall. Jean conducía. Los otros dos iban sentados atrás.

– Dinny – dijo el joven Tasburgh, ¿no podríamos lograr que nos concedieran también a «nosotros» un permiso especial?

– En cantidad se hacen reducciones. Sea razonable. Volverá usted a embarcar y al cabo de un mes me habrá olvidado. – ¿Le parezco de esos?

Dinny miró su faz bronceada. – Bueno, según y como. -¡Pórtese como una persona seria!

– No puedo. Veo continuamente a Jean cortando un mechón y diciendo: «Ahora, papá, dame tu bendición, o te tonsuraré», y al rector contestando: «Yo… ejem…, jamás», y Jean, dando otro tijeretazo: «Perfectamente. Aparte de eso, necesito un centenar de libras al año, o te corto las cejas». – Jean es tremenda. De todos modos, Dinny, prométame que no se casará con otro.

– Pero suponga que encuentre a alguien que me guste terriblemente. En un caso así, ¿querría usted que yo dejara marchitar mi joven vida?

No es así como contestan en las películas. – Usted haría blasfemar a un santo.

– ~ Pero no a un oficial de Marina. Lo cual me hace recordar los pasajes de la Escritura que encabezan la cuarta columna del Times. Esta mañana se me ha ocurrido que podría atraerse un espléndido código secreto del «Cantar de los Cantales» o bien de ese salino sobre el Leviatán. «Mi amado es semejante al gamo», podría significar «Ocho buques de guerra alemanes en el puerto de Dover. Acudan rápidamente». Y «He aquí al Leviatán que se divierte», podría ser «Tirpitz al mando», etc. Nadie lograría descifrarlo sin tener una copia del código.

– Voy a aumentar la velocidad – anunció Jean, mirando atrás. El indicador subió rápidamente: setenta y cinco… ochenta… noventa… cien… La mano del marino pasó debajo del brazo de Dinny.

– Esto no puede durar. El motor estallará. Pero es un trozo de carretera realmente tentador.

Dinny estaba sentada con una sonrisa firme; detestaba sentirse transportar con tanta rapidez. Cuando Jean disminuyó hasta llegar a los acostumbrados sesenta kilómetros, dijo con voz plañidera: '

– Jean, tengo un estómago que todavía pertenece al siglo diecinueve.

En Folwell se inclinó de nuevo hacia adelante

– No quiero que me vean en Lippinghall. Por favor, dirígete directamente a la rectoría y escóndeme en un lugar cualquiera mientras tú tratas con tu padre.

Refugiada en el comedor, frente al retrato del que Jean le hablara, Dinny lo estudiaba con curiosidad. Debajo se leían las palabras: 1553. Catharine Tasburgh, née Fitzherbert, State 35, esposa de sir Walter Tasburgh.

Encima de la lechuguilla que se veía alrededor del largo cuello, aquel rostro que el tiempo hiciera amarillento podía ser, en realidad, el de Jean de quince años más tarde: la misma forma alargada desde los pómulos a la barbilla, los mismos atractivos ojos de largas pestañas oscuras; incluso las manos, cruzadas sobre el pecho, eran exactamente idénticas a las de lean. ¿Cuál había sido la historia de aquel extraño prototipo? ¿La conocían? ¿Se repetiría en su descendiente?

– Se parece a Jean de modo sorprendente, ¿verdad? - preguntó el joven Tasburgh -. Se dice que era tremenda. Parece que hizo preparar su propio funeral y que abandonó el país cuando la reina Isabel desencadenó el ataque contra los católicos, en 156o. ¿Sabe usted qué destino tenían los que celebraban la misa? Ser descuartizado era un mero incidente. Aquella señora se metía en todo, creo yo. Apuesto a que, cuando podía, iba a toda velocidad.

– ¿Ninguna novedad en el frente?

– Jean ha entrado en el estudio con un número atrasado del Times, unas tijeras y una toalla. Después de lo cual, silencio.

– ¿No hay un lugar desde donde les podamos ver cuando salgan?

– Nos podríamos sentar en las escaleras. No se darán cuenta de nuestra presencia, a menos que suban.

Salieron de la habitación y se sentaron en un rincón oscuro de la escalera desde donde, a través de los barrotes de la barandilla, podían ver la puerta del estudio. Con una especie de temblor infantil, Dinny miraba la puerta aguardando a que se abriera. Repentinamente, Jean salió, llevando en una mano una hoja de diario doblada en forma de saquito y en la otra unas tijeras. Le oyeron decir

– Acuérdate, querido, de no salir sin sombrero.

La contestación inarticulada quedó sofocada por el rumor que produjo la puerta al cerrarse. Dinny se asomó por la baranda.

– ¿Bien?

– A las mil maravillas. Está algo malhumorado porque no sabe quién le cortará el pelo y le hará otras cosas por el estilo. Piensa que un permiso especial es casi una indecencia, pero me dará las cien libras al año. Le he dejado llenando la pipa. – Se detuvo y miró el diario -. Había mucho que contar. Almorzaremos dentro de un minuto, Dinny. Luego nos volveremos a marchar.

Durante el almuerzo los modales del rector estaban aún llenos de cortesía. Dinny le observaba con admiración. He aquí a un hombre viudo y avanzado en años que estaba a punto de verse privado de su única hija, que se cuidaba de todos los menesteres de la parroquia y de la casa, e incluso del corte de sus cabellos. No obstante, en apariencia, se mantenía impasible. Ni una queja se escapó de sus labios. ¿Era educación, benevolencia o bien algo de alivio justificable? Dinny no podía saberlo con certeza y su corazón tembló un poco. Pronto Hubert se encontraría en su lugar. Miró a Jean. Poca duda cabía de que también ella sería capaz de dirigir los preparativos de su propio funeral, y puede que hasta del de los demás; sin embargo, no habría nada de chocante o de desagradable en su tiranía, ni ninguna familiaridad vulgar en su modo de meterse en todo. ¡Si ella y Hubert tuviesen bastante sentido del humor!