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Después de haber comido, el rector la llevó aparte. -Mi querida Dinny, ¿qué piensa usted de todo esto? ¿Y qué piensa su madre?

– Ambas pensamos que es un poco como la cancioncita «La lechuza y el gato Miz se fueron a navegar».

– «En una hermosa barquita color verde guisante». Sí, desde luego, pero no «con mucho dinero», me temo. No obstante – añadió, soñadoramente -, Jean es una buena chica; muy… ¡ejem!… hábil. Me alegro de que nuestras familias estén a punto de… ¡ ejem!… emparentar. Voy a encontrarla a faltar, pero no se debe ser… ¡ejem!… egoísta.

– Lo que perdemos en largo lo ganamos en ancho – murmuró Dinny.

Los ojos azules_ del rector hicieron un guiño.

– Sí, desde luego. La tempestad aliada con la suavidad. Jean no quiere que yo haga de testigo. Aquí está su certificado de nacimiento por si… ¡ejem!… les hacen preguntas. Es mayor de edad.

Extrajo una larga hoja amarillenta.

– ¡Pobre de mí! – se lamentó con sinceridad -. ¡Pobre de mí!

Dinny no sabía a ciencia cierta si el rector lo sentía de verdad por sí mismo. Inmediatamente después continuaron el viaje:

CAPITULO XIV

Cuando hubieron dejado a Alan Tasburgh a la puerta de su club, las dos muchachas viraron el coche en dirección a Chelsea. Dinny no había enviado telegrama alguno, confiando en su buena estrella. Al llegar ante la casa situada en Oakley Street se apeó y oprimió el timbre. Una anciana doncella, con expresión de espanto en el rostro, abrió la puerta.

– ¿Está la señora Ferse?

– No, señorita. Está el capitán Ferse. – ¿El capitán Ferse?

La doncella, mirando a derecha e izquierda, habló en voz baja y excitada.

– Sí, señorita. Estamos en un apuro terrible y no sabemos qué hacer. El capitán Ferse ha entrado de repente, a la hora del almuerzo, sin que nadie nos hubiera avisado. La señora estaba fuera. Han traído un telegrama para ella, pero lo ha cogido el capitán Ferse; alguien la ha llamado por teléfono, pero no ha querido dejar ningún recado.

Dinny buscaba palabras para descubrir en seguida lo peor. – ¿Cómo… cómo está?

– Bueno, señorita, no sabría decírselo. Se ha limitado a preguntar: a- ¿Dónde está la señora?». Tiene buen aspecto, pero, a pesar de todo, tenemos miedo. Los niños están en casa y no sabemos dónde se encuentra la señora.

– Aguarde un momento – dijo Dinny y volvió al coche. – ¿Qué sucede? – preguntó Jean, apeándose.

Las dos muchachas permanecieron en la acera consultándose, mientras la doncella las observaba desde el umbral.

– Debo ir a buscar a tío Adrián – dijo Dinny -. Hay que pensar en los niños.

– Ve tú. Yo entraré y te esperaré. Esa doncella parece estar muy amedrentada.

– Creo que solfa ser violento, Jean. Puede haberse escapado, ¿comprendes?

– Coge el auto. Yo no tengo miedo. Dinny le estrechó una mano.

– Tomaré un taxi. Así dispondrás del coche por si quieres irte.

– Bien. Dile a la doncella quién soy y luego date prisa. Son ya las cuatro.

Dinny levantó la vista hacia la casa y, repentinamente, vio una cara en la ventana del comedor. A pesar de que no había visto a Ferse más que dos veces, le reconoció al instante. Su – rostro no era de los que se olvidan. Daba la sensación de un fuego tras unos barrotes: un rostro surcado, duro, con bigote cortado en forma de cepillo, pómulos anchos, cabello espeso, oscuro y ligeramente canoso, y aquellos brillantes e inquietos ojos de acero. En ese momento la estaban mirando con una especie de agitada intensidad que resultaba penosa. Ella desvió la vista.

– ¡No mires hacia arriba! ¡ Allí está! – le dijo a Jean – Si no fuera por los ojos parecería absolutamente normal. Va bien vestido y arreglado. Vamos, jean, o quedémonos las dos.

– No, yo me quedaré. Ve tú – y entró en la casa.

Dinny se apresuró a irse. Esta repentina reaparición de un hombre a quien todos habían creído irremediablemente Toco, era trastornadora. Ignorando las circunstancias de la reclusión de Ferse, ignorándolo todo, excepto que había hecho pasar a Diana momentos terribles antes de la catástrofe final. Pensaba en Adrián como en la única persona que debía ser informada de lo acaecido. Fue una carrera larga y ansiosa. Encontró a su tío cuando estaba a punto de salir del museo. Le explicó el caso apresuradamente, mientras la miraba con los ojos desorbitados por el horror.

– ¿Sabes dónde está Diana? -concluyó Dinny.

– Esta noche tenía que cenar -con Fleur y Michael. Yo también debía ir, pero ahora no sé dónde puedo encontrarla. Volvamos a Oakley Street. -

Subieron al taxi.

– ¿No podrías telefonear a la clínica mental, tío?

– No me atrevo sin antes ver a Diana. ¿Dices que parecía normal?

– Sí, salvo los ojos; pero recuerdo qué siempre fueron así. Adrián se llevó la mano a la cabeza.

– ¡ Es demasiado horrible! ¡ Pobre muchacha!

El corazón de Dinny comenzaba a sufrir, tanto por él como por Diana.

– Y también es horrible -añadió Adrián – que nos trastornemos porque ese pobre diablo ha regresado. ¡ Oh, Dios mío.! Dinny, es un mal asunto, un mal asunto.

Dinny le apretó un brazo.

– ¿Qué dice la ley a ese propósito, tío?

– ¡ Dios lo sabe! Jamás se le denunció. Diana no quiso. Le acogieron como paciente particular.

– Pero, ¡ no puede haber salido cuando le haya venido en gana, sin que hayan advertido a la familia de antemano! – ¡ Quién sabe lo que ha pasado! Puede estar más loco que nunca y haber salido aprovechando un descuido del personal. Pero, hagamos lo que hagamos – y Dinny se sintió conmovida por la expresión de su rostro -, debemos pensar no sólo en nosotros, sino también en él. No hay que hacerle las cosas más -duras de lo que son. ¡ Pobre Ferse! La pobreza, el vicio o el delito no pueden igualar a la alienación mental por las trágicas consecuencias que caen sobre todos los que han de estar en contacto con ella.

– Tío -dijo Dinny -, ¿y las noches? Adrián gimió

– De eso debemos salvarla, sea como fuere.

A1 final de Oakley Street despidieron al taxi y anduvieron hasta la puerta.

Al entrar, lean le había dicho a la doncella

– Soy la señorita Tasburgh. La señorita Cherrell ha ido a buscar a la señora Ferse. ¿Está arriba la salita? Aguardaré allí. ¿Ha visto el señor a los niños?

– No, señorita. No hace más de media hora que está aquí. Los niños se hallan en su cuarto de estudio, con su institutriz.

– Entonces voy a verles – repuso Jean -. Acompáñeme. – ¿Tengo que esperar con usted, señorita?

– No. Atienda a ver si llega la señora Ferse y avísela en seguida.

La doncella la miró con admiración y la dejó en la salita. Entreabriendo la puerta, Jean permaneció a la escucha. No se oía ruido alguno. Comenzó a pasearse de arriba abajo, de la puerta a la ventana. Si veía acercarse a Diana, correría abajo; y si Ferse subía, saldría para entretenerle. El corazón le latía un poco más apresuradamente que de costumbre, pero no se sentía verdaderamente nerviosa. Estaba así desde hacía un cuarto de hora, cuando oyó un rumor tras de sí, se volvió y vio a Ferse, que acababa de cruzar el umbral.

– Oh – dijo -, estoy esperando a la señora Ferse. ¿ Usted es el capitán Ferse?