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Ferse hizo un gesto violento. – Usted quiere alejarla de mí. Adrián bajó la cabeza.

- Es posible – dijo amablemente -. Pero escuche, Ferse. Le creo a usted capaz de juzgar la situación tan bien como yo. Póngase en su lugar. Suponga que entre, tal como puede hacerlo de un momento a otro, que le vea a usted sin que la hayan advertido, sin saber nada de su curación, necesitando tiempo para creer en ello y conservando de usted el recuerdo de cómo estaba entonces. ¿Qué probabilidades se está usted dando a sí mismo?

Ferse emitió un gemido.

– ¿Qué posibilidades se me presentarán si no aprovecho ésta? ¿Cree usted que tengo confianza en alguien? ¡Pruébelo usted, pruébelo durante cuatro años y ya verá! -Sus ojos vagaron rápidamente por la habitación -. Pruebe a ser vigilado, tratado como un niño peligroso. Durante los últimos tres meses, estando ya perfectamente cuerdo, he estudiado la cara a que me hallaba sometido. Si mi mujer no puede aceptarme tal como estoy, libre y sano de mente, ¿quién querrá y podrá hacerlo?

Adrián se le acercó.

– ¡Calma! -dijo-. Aquí es donde usted se equivoca_ Tenga presente que Diana convivió con usted en su época peor. Resultará más difícil para ella que para cualquier otra persona.

Ferse se cubrió la cara.

Adrián esperó, pálido de ansiedad, pero cuando Ferse se' las manos del rostro, no tuvo fuerzas para mirarlo desvió los ojos.

– ¡Hablar de soledad! -se lamentó Ferse -. Pierda la razón, Cherrell, y sabrá lo que significa estar solo para toda la vida.

Adrián le posó una mano sobre un hombro.

– Escuche, mi querido amigo: tengo una habitación sobrante. Véngase a vivir conmigo hasta que todo se arregle. Una sospecha repentina contrajo en una mueca el rostro de Ferse; una mirada intensa y escrutadora apareció en sus ajos. Se dulcificó como si estuviera conmovido por el agradecimiento, se amargó y se dulcificó de nuevo.

– Cherrell, usted siempre ha sido un hombre intachable, pero no, gracias… no podría. Debo quedame aquí… Los zorros tienen su guarida; yo tengo ésta.

Adrián suspiró.

– Bueno, en tal caso tenemos que esperar hasta que llegue Diana. ¿Ha visto usted a los niños?

– No ¿Se acuerdan de mí? – No lo creo.

– ¿Saben que estoy vivo?

– Sí, saben que está usted enfermo, lejos de aquí. – ¿No…? – Ferse se tocó la frente.

– No. ¿Quiere que vayamos a verles?

Ferse movió la cabeza. En ese momento, mirando por la ventana, Adrián vio llegar a Diana. Se encaminó tranquilamente ' hacia la puerta, pero Ferse le empujó a un lado, cuando ya tenía la mano sobre el pomo, y salió al vestíbulo. Diana había entrado sin tocar el timbre. Adrián vio que su rostro se cubría de una palidez mortal bajo el sombrerito en forma de casco. Acto seguido retrocedió hasta la pared.

– Todo marcha bien, Diana – dijo, y mantuvo abierta la puerta del comedor Ella se alejó de la pared y entró en la habitación, pasando por delante de ellos. Ferse la siguió.

– Si me quieren consultar, aquí me quedo – dijo Adrián y cerró la puerta…

Marido y mujer estaban el uno frente al otro, jadeando como si hubiesen hecho una carrera de cien metros en vez de haber cruzado un umbral.

¡Diana! -• exclamó Ferse -. ¡Diana!

Parecía como si ella fuese incapaz de hablar. La voz de él subió de tono.

– Estoy perfectamente. ¿No me crees? Ella dobló la cabeza y continuó callada. – ¿Ni una palabra, ni la que se dirige a un perro? – Es… el choque.

– He vuelto sano; desde hace más de tres meses estoy sano.

– Me alegro; ¡oh, me alegro mucho!

– ¡Dios mío! Estás tan hermosa como siempre.

De repente la cogió, la apretó con violencia contra su pecho y comenzó a cubrirla de besos hambrientos. Cuando aflojó el abrazo, ella cayó agotada sobre una silla, mirándolo con tal expresión de horror que él se cubrió el rostro con las manos.

– Ronald…, Yo no puedo… no puedo dejar que las cosas sigan como antes… ¡No puedo…, no puedo!

Él cayó de hinojos a sus pies.

– No quería ser violento. ¡Perdóname!

Luego, por agotamiento de su fuerza de ánimo, ambos se levantaron y se separaron.

– Será mejor que hablemos con calma – propuso Ferse.

– Sí.

– ¿No puedo vivir aquí?

– Ésta es tu casa. Haz lo que más te convenga.

Él emitió aquel sonido que tanto se parecía a una carcajada.

– Sería mejor para ti, si tú y los demás me tratarais exactamente como si no hubiera sucedido nada.

Diana calló. Calló tan largo rato, que él volvió a emitir el extraño sonido.

– ¡No hagas eso! – pidió ella-. Probaré. Pero quiero tener una habitación separada.

Ferse se inclinó. Repentinamente sus ojos le lanzaron una mirada.

– ¿Estás enamorada de Cherrell?

– No.

– ¿De alguien?

– No.

– Asustada, ¿entonces?

– Sí.

– Comprendo. Es natural. Bien, no es tarea nuestra, títeres en las manos de Dios, el imponer condiciones. Uno toma lo que puede. ¿Quieres telegrafiar,allí» para que me manden mis cosas? Eso evitará todas las preguntas que quieran hacer. Me he marchado sin decir adiós. Probablemente habrá que saldar alguna pequeña deuda.

– Desde luego. Ya me ocuparé de ello.

– ¿Ahora, podemos decirle a Cherrell que se vaya? – Se lo diré.

– Déjame que se lo diga yo.

– No, Roland. Seré yo quien se lo diga. – Y le precedió con paso resuelto.

Adrián estaba apoyado contra la pared, frente a la puerta. Había adivinado el resultado de la entrevista.

– Se quedará aquí, pero tendremos habitaciones separadas.- Mi querido amigo, te doy las gracias por todo. ¿ Quieres ocuparte de lo que atañe a la clínica? Te haré saber todo cuanto ocurra. Ahora le llevaré a que vea los niños. ¡Adiós! É1 le besó la mano y se fue

CAPITULO XVI

Hubert Cherrell estaba parado delante del club de su padre, en Pall Mall, del que él aún no era miembro. Se sentía inquieto, porque su padre le inspiraba un respeto algo extraño en estos tiempos en que los padres son tratados como una especie de hermanos menores y se les llama los «viejos». Por lo tanto, entró nerviosamente en un edificio donde muchas personas habían defendido, con más fuerza quizá que en cualquier otro lugar de la tierra, el orgullo y los prejuicios de su vida. Pero los que se hallaban en la sala donde fue introducido no demostraban ni mucho orgullo ni muchos prejuicios. Un hombre bajo y vivaracho, de rostro pálido y bigotes en cepillo, mordía la punta de una pluma esforzándose para redactar una carta dirigida al Times a propósito de las condiciones del. Irak. Un capitán general de aspecto modesto, frente despejada y bigote gris, discutía con un teniente coronel, alto y también de aspecto modesto sobre la flora de la isla de Chipre; un hombre de figura cuadrada, pómulos anchos y ojos semejantes a los de un león estaba sentado ante una ventana, inmóvil como si acabase de enterrar a una de sus tías y estuviese atravesando el Canal de la Mancha. Sir Conway leía el Whitaker's Almanach.

– ¡Hola, Hubert! Esta sala es demasiado pequeña. Vamos al vestíbulo.

Hubert comprendió en seguida que no sólo deseaba comunicarle algo a su padre, sino que también su padre deseaba comunicarle algo a él. Tomaron asiento en un rincón alejado. – ¿Qué te trae por aquí?

– Deseo casarme, padre.

– ¿Casarte?

– Con Jean Tasburgh.

– ¡Ah!

– Pensamos casamos con un permiso especial, sin ningún alboroto.

El-general meneó la cabeza.

– Es una buena muchacha y me alegro de que desees casarte con ella, pero lo cierto es que tu posición es difícil, Hubert. Acabo de oír algo…

Repentinamente Hubert notó que la cara de su padre presentaba expresión de cansancio.