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– Están en relación con aquel individuo que mataste. Exigen tu extradición por acusación de homicidio.

– ¿Qué?

– Es una cosa monstruosa, y no puedo creer que lleven adelante el asunto, considerando lo que tú afirmas a propósito de la agresión de que fuiste víctima. Afortunadamente, aun tienes la cicatriz en el brazo; pero parece que están armando un gran jaleo en los periódicos bolivianos, y las autoridades de dicho país se adhieren tenazmente a sus derechos.

– Probablemente no tendrán prisa.

Dicho esto, ambos permanecieron sentados en silencio en; el vasto vestíbulo, mirando fijamente delante de sí con una expresión casi idéntica. Oculto en el fondo de sus mentes había existido el temor de que las cosas tomaran ese cariz, pero ninguno de los dos permitió que tal pensamiento adquiriese forma; Por lo tanto, la infelicidad actual aun era mayor. El dolor del general era más intenso que el de Hubert. La idea de que su único hijo pudiese ser arrastrado por el mundo con una acusación de homicidio, le resultaba más horrible que una pesadilla.

– No debemos permitir que este asunto nos agobie, Hubert – dijo finalmente -. Si en nuestro país todavía subsiste un poco de sentido común, lograremos apaciguar los ánimos. Estaba intentando pensar en alguien que sepa cómo tratar con gente. En cosas de este tipo, yo me considero impotente. pero en cambio hay personas que parecen conocer a todo el mundo y saber exactamente cómo tratar a cada uno. Creo que lo mejor sería que nos dirigiésemos a Sir Lawrence Mont: conocer a Saxenden y probablemente a algún pez gordo del Foreign Office. Ha sido Topsham quien me lo ha dicho, pero él no puede hacer nada. ¿Quieres que vayamos a dar un paseo? Nos sentará bien.

Conmovido por el esfuerzo que hacía su padre para compartir con él su dolor; Hubert le apretó un brazo y salieron del club. Al pasar por Picadilly, el general dijo con un esfuerzo evidente:

– Me gustan todos estos cambios.

– Bueno, salvo que en el Palacio Devonshire no creo haberlos notado.

– No es extraño. El espíritu de Picadilly es más fuerte que la calle misma; no se puede destruir su atmósfera. Ya no se ve ni un bombín, lo que, sin embargo, no parece crear diferencia alguna, Cuando pasé por Piccadilly después dé la guerra, tuve la misma sensación que experimenté de joven al regresar de la India. Uno se daba cuenta de que por fin había vuelto.

Sí, se siente una especie de nostalgia. La sentí en Mesopotamia y en Bolivia. Cerrando los ojos por un momento, volvía a revivirlo todo.

– El corazón de la vida inglesa… – comenzó el general, pero se interrumpió como si se hubiese encontrado pronunciando un epigrama.

– La sienten incluso los americanos – observó Hubert, mientras volvían la esquina y entraban en Half-Moon Street -. Hallorsen me decía que en su país no tienen nada parecido. «Ningún foco para su influencia nacional», fueron sus palabras.

– No obstante, ellos tienen influencia – repuso el general.

– Sin duda. Pero, ¿quién puede definirla? ¿Es la velocidad de su vida lo que se la otorga?

– ¿Y adónde les lleva su velocidad? En general, a todas partes; pero, en particular, a ninguna. No; creo que es su dinero.

– Pues bien, yo he observado algo en los americanos y es que el dinero, como dinero, poco les importa. Les gusta lograrlo rápidamente, pero prefieren perderlo apresuradamente antes que obtenerlo despacio.

– Extraña cosa el no tener corazón – dijo el general.

– El país es demasiado grande A pesar de todo tienen un sucedáneo de corazón: su orgullo nacional.

El general asintió con un movimiento de cabeza.

– Son curiosas estas callejuelas estrechas y antiguas. Recuerdo haber caminado con mi padre, en el año 82, desde Curzon Street hasta el St. Jame's Club, el día en que entré en Harrow. Desde entonces apenas ha cambiado nada.

De este modo, hablando de cosas que no tocaban sus sentimientos íntimos, llegaron hasta Mont Street.

– Ahí está tu tía Emily. Procura no decírselo.

Precediéndoles unos pasos, lady Mont navegaba, por decirlo así, hacia su casa. La alcanzaron a un centenar de metros de la puerta.

– Con – dijo -, estás flaco.

– Mi querida muchacha, jamás he estado más gordo. -No. Oye, Hubert, tenía que preguntarte algo. ¡Oh! '' ¡Ya sé! Dinny me dijo que desde que acabó la guerra no te has hecho ningunos pantalones huevos. ¿Te gusta Jean? Más, bien atractiva, ¿verdad?

– Sí, tía Em.

– ¿No la has rechazado? – ¿Por qué debía hacerlo?

– ¡Oh! Bueno, una jamás sabe. Pero dejemos eso. ¿Queréis hablar con Lawrence? De momento está con Voltaire y el Dean Swift. A mí me parecen totalmente innecesarios. Pero a él le gustan porque muerden. ¿Qué hay a propósito de aquellas mulas, Hubert?

– ¿Qué pasa con las mulas?

– Nunca recuerdo si el burro es el padre o la madre.

– El burro es el padre, querida tía Em, y la madre es una Yegua.

– Sí, y los mulos no pueden tener hijos… i qué suerte! ¿Dónde está Dinny?

– Está en la ciudad, no sé dónde. – Debería casarse.

– ¿Por qué? – preguntó el general.

– Bueno, ¡allá va! Hen dijo que resultaría una buena dama de compañía. Es poco egoísta. Pero en eso radica el peligro. – Y, sacando un llavín de su monedero, lady Mont lo introdujo en la cerradura. – No puedo convencer a Lawrence de que beba té. ¿Queréis vosotros?

– No, gracias, Em.

– Le encontraréis sudando en la biblioteca. – Besó a su hermano y a su sobrino, y subió las escaleras corno si nadara. – Incomprensible – la oyeron decir cuando entraban en la biblioteca.

Hallaron a sir Lawrence rodeado de las obras de Voltaire de Switf, dado que estaba empeñado en una conversación imaginaria entre esos dos hombres serios. Escuchó gravemente el relato del general.

– He visto – dijo cuando su cuñado hubo terminado – que Hallorsen se ha arrepentido del daño hecho… Esto tiene que ser obra de Dinny. Creo que lo mejor sería hablar con él. Pero no aquí. No tenemos cocinera. Emily está aún haciendo la cura para adelgazar… Podríamos cenar juntos en el Coffee House. – Y cogió el teléfono.

Esperaban al profesor Hallorsen a las cinco e inmediatamente le darían el recado.

– Me parece más un asunto del Foreign Office que de la Policía – continuó sir Lawrence -. Vamos a ver al viejo Shropshire. Tiene que haber conocido mucho a tu padre, Con; y en el Foreign Office no existe estrella más fija que su sobrino Bobbie Farrar. El viejo Shropshire siempre está en casa.

Cuando llegaron a Shropshire House, sir Lawrence preguntó

– ¿Podemos ver al marqués, Pommett?

– Creo que está tomando… su lección, sir Lawrence. – ¿Lección? ¿De qué?

– ¿Será Einstein, sir Lawrence?

– Entonces el viejo guía al ciego y será un bien el salvarle. En cuanto sea posible, Pommett, háganos entrar.

– Sí, sir Lawrence.

– Ochenta y cuatro años y aún tiene humor para estudiar a Einstein. ¿Quién dijo que la aristocracia está en decadencia? Me gustaría ver al individuo que le enseña: debe poseer una singular fuerza de persuasión. Con el viejo Shropshire no se gastan bromas.

En ese momento apareció un hombre de aspecto ascético, con ojos profundos y fríos y muy escasos cabellos. Cogió un sombrero y, un paraguas que estaban sobre una silla y salió.

– ¡Ecce homo! -dijo sir Lawrence – ¿Quién sabe cuánto se hace pagar? Einstein es como el electrón y las vitaminas: ininteligible. Un caso de estafa completamente único. Vamos.

El marqués de Shropshire caminaba arriba y abajo por su estudio, moviendo su cabeza ágil y sanguínea, de cabellos grises, como si estuviera hablando consigo mismo.

– ¡Ah! El joven Mont – dijo -. ¿Has visto a ese hombre que acaba de salir? Se ofrecerá a enseñarte Einstein, pero no aceptes. No es capaz de explicar el espacio limitado, y no obstante infinito, mejor que yo.