Выбрать главу

– Pero tampoco Einstein puede hacerlo, marqués. -Todavía no me siento muy viejo, pero para las ciencias exactas, sí – dijo el marqués -. Le he dicho 'que no vuelva. ¿A quién tengo el gusto de ver?

– Mi cuñado, el general Sir Conway Cherrell, y su hijo, el capitán Hubert Cherrell D. S. O. Sin duda recordará usted al padre de Conway, marqués: fue embajador en Madrid.

– ¡Sí, sí, Dios mío, sí! Conozco también a su hermano Hilary: está cargado de electricidad. ¡Tomen asiento! ¡Siéntate, joven! ¿Se trata de algo que tiene que ver con la electric1dad, joven Mont?

– Para ser exactos, no, marqués; se trata más bien de una cuestión de extradición.

– ¡Vaya! – exclamó el marqués, y poniendo un pie sobre una silla apoyó su codo en la rodilla y la barbuda barbilla en una mano. – Mientras el general le explicaba,el asunto, permaneció en esa actitud mirando fijamente a Hubert, que estaba sentado con los labios prietos y los ojos bajos. Cuando el general hubo concluido, el marqués preguntó

– Su tío ha dicho D. S. O., ¿verdad? ¿En la guerra? – Sí, señor.

– Haré cuanto me sea posible. ¿Puedo ver esa cicatriz? Hubert se arremangó la manga derecha, desabrochó el puño de la camisa y descubrió el brazo, en el cual una larga cicatriz reluciente extendíase desde la muñeca hasta el codo. El marqués emitió un ligero silbido entre los dientes, aún todos suyos.

– Se salvó usted de milagro, joven.

– Sí, señor. Levanté el brazo en el preciso instante en que me acometía.

– Y ¿luego?

– Di un salto hacia atrás y disparé cuando se me volvía a echar encima. Después me desmayé.

– ? Ha dicho usted que hizo azotar a aquel hombre porque maltrataba a las mulas?

– Las maltrataba continuamente.

– ¿Continuamente? – repitió el marqués -.Hay quien piensa que los comerciantes de carne y las Sociedades Zoológicas maltratan continuamente a los animales, pero jamás he oído decir que se les azote por ello. Los gustos son diferentes. Y ahora, déjeme pensar: ¿qué puedo hacer? Joven Mont, ¿está Bobbie en Londres?

– Sí, marqués; le vi ayer en la Coffee House.

– Le diré que venga a almorzar. Si mal no recuerdo, no permite que los niños críen conejos y tiene un perro que muerde a todo el mundo. Eso debería ser una ventaja. A un hombre que ama a los animales siempre le gustaría azotar a quien no los ama. Antes de que te marches, joven Mont, ¿quieres decirme qué piensas de esto?

Y volviendo a poner el pie en tierra, el marqués se dirigió hacia un rincón, cogió una tela que estaba apoyada contra la pared y la acercó a la luz. Representaba, con relativa exactitud, a una joven desvestida.

– De Steinvitch – dijo el marqués -. ¿ Ofendería a la moral si estuviera, colgada?

Sir Lawrence se ajustó el monóculo

– Escuela cubista. Esto sucede cuando se vive con mujeres de cierta figura, marqués. No, no ofendería la moral, pero podría estropear la digestión: carne color verde mar, cabellos color tomate, estilo confuso. ¿La ha comprado usted?

– No, en realidad, no – contestó el marqués -. Dicen que tiene gran valor. Tú, ¿te la llevarías?

– Por usted, señor, haría muchas casas, pero ésta no.

– Ya me lo temía – suspiró el marqués – Sin embargo, me han dicho que posee cierta fuerza dinámica. ¡Bueno, queda zanjado el incidente! Quise mucho a su padre, general – añadió en tono más serio -; y si no se pudiera aceptar la palabra de su nieto contra la de esos muleros mestizos, creo que en este país habríamos alcanzado un estadio de altruismo tan -elevado que seria imposible que sobreviviésemos. Le haré saber lo que diga mi sobrino. Adiós, general; adiós, querido muchacho. La suya es una herida bien fea. Adiós, joven Mont. Eres incorregible.

Bajando la escalera, sir Lawrence miró su reloj.

– Hasta ahora -dijo – la cosa nos ha llevado veinte minutos, digamos veinticinco, de puerta a puerta. En América no obran con esta velocidad. Lo peor es que por poco tengo que cargar con una joven de estilo cubista. Ahora, a la Coffee House, a entrevistarnos con Hallorsen – y se encaminaron hacia St. James Street -. Esta calle – opinó – es la Meca del hombre occidental, como la Rue de la Paix es la Meca de la mujer occidental.

Y miró con expresión ligeramente irónica a sus des compañeros. ¡Qué hermosos shecimens de un producto que era al mismo tiempo razón de envidia y de mofa para todos los demás países! Por todo el Imperio Británico, los hombres, hechos más o menos según su imagen, realizaban el trabajo y se recreaban con tos juegos del mundo británico. El sol jamás se ponía sobre este tipo; la historia habíale contemplado y había decidido que sobreviviría. La sátira- le lanzaba dardos en todas sus coyunturas, pero rebotaban contra una armadura invisible. «Camina tranquilamente por los días del Tiempo», pensó, «por los caminos y los lugares del mundo, sin exhibir ni ciencia ni fuerza, ni cualquier otra cosa; dotado del firme convencimiento de ser él».

– Sí – dijo ante la puerta del Coffee House -, este sitio se me presenta como el centro perfecto del universo. Otros podrán decir que es el Polo Norte, o bien Roma, o Montmartre, pero yo otorgo el premio a la Coffee House, el Club más antiguo del mundo y, probablemente, el peor también. ¿Tenemos que lavarnos o posponer la operación hasta que se nos presente una oportunidad más indicada? En tal caso sentémonos aquí, en espera del apóstol de la plomada. Le juzgo un trabajador infatigable. Lástima que no podamos organizar un partido entre él y el marqués. Yo apostaría en favor del viejo.

– Ahí viene – observó Hubert.

El americano pareció enorme al entrar en el bajo vestíbulo del Club más antiguo del mundo.

– ¿Sir Lawrence Mont? – dijo -. ¡Ah, capitán! ¿El general sir Conway Cherrell? Orgulloso de conocerle a usted, general. Y ahora, ¿en qué puedo servirles, señores?

Con una gravedad que iba en aumento, escuchó atentamente el relato de sir Lawrence.

– ¡Es demasiado! No puedo tolerarlo. Iré a ver en seguida al ministro de Bolivia. Capitán, tengo las señas de Manuel y telegrafiaré a nuestro consulado de La Paz para que le pidan que haga inmediatamente una declaración ratificando lo que usted ha dicho. ¿Quién oyó jamás una locura tan condenada? Perdónenme, caballeros, pero no tendré paz hasta que no haya atado cabos. – Y haciendo un movimiento circular con la cabeza, desapareció.

Los tres ingleses volvieron a sentarse.

– El viejo Shropshire tendrá que cuidarse de que no le pisen los talones – comentó sir Lawrence.

Hubert no dijo nada. Estaba conmovido.

Silenciosas y desasosegadas, las dos muchachas se dirigieron hacia St. Agustine's-in-the-Meads.

– No sé quién me apena más – dijo Dinny de repente -. Jamás había pensado en la locura antes de ahora. La gente, por lo general, la convierte en una broma o bien la oculta. Pero me parece la cosa más lamentable del mundo, tanto más si es parcial, como en este caso.

Jean le dirigió una mirada maravillada. Dinny, sin la máscara del humorismo, era un ser nuevo.

– ¿Por qué dirección ahora?

– Por aquí; tenemos que atravesar Euston Road. Personalmente, no creo que tía May pueda alojarnos. Bueno, si no puede, llamaremos por teléfono a Fleur. ¡Ojalá lo hubiese pensado antes!

Su predicción se verificó: la Vicaría estaba atestada, su tía ausente y su tío en casa.

– Ya que nos hallamos aquí, será mejor enterarnos si tío Hilary os casará – dijo Dinny en voz baja.

Hilary, que desde hacía tres días tenía ahora la primera hora libre, estaba en mangas de camisa, tallando el modelo de un barco de vikingos. La reproducción en miniatura de buques antiguos era la ocupación favorita de quien no tenía ni tiempo ni musculatura para el alpinismo. El hecho de que para realizar esa tarea fuese necesario más tiempo que para concluir cualquier otra, y de que él dispusiera de menos tiempo que nadie, no le parecía excesivamente importante. Después de haber estrechado la mano de Jean, pidió permiso para continuar su trabajo.