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– Ahora – dijo Jean.

Un poco más tarde las dos muchachas subieron a acostarse. Sus habitaciones eran contiguas y estaban amuebladas con el acostumbrado buen gusto de Fleur. Charlaron durante un ratito, luego se abrazaron y se separaron. Dinny empleó bastante tiempo para desvestirse.

El Square tranquilo, habitado principalmente por diputados del Parlamento, actualmente ausentes por vacaciones, tenía pocas luces en las ventanas de las casas; ni un soplo de viento movía las oscuras ramas de los árboles; el aire que entraba por la ventana abierta no conocía la dulzura de la noche y los sordos rumores de la ciudad mantenían vivas en ella las sensaciones palpitantes de aquella larga jornada.

«Yo no podría vivir con Jean», pensó Dinny, pero con una justicia aún mayor, añadió: «Pero Hubert sí podrá. Necesita una mujer así». Y sonrió con una mueca, burlándose de su propia sensación de haber sido abandonada. Cuando estuvo acostada, su pensamiento se dirigió hacia el temor y la congoja de Adrián, de Diana, y de su infeliz marido, separado de ella, separado de todos. En la oscuridad de la noche le parecía ver sus ojos vacilantes, ardientes, intensos; los ojos de un ser que suspiraba por hallarse en su casa, por descansar, y que no podía hacerlo. Se subió las mantas hasta los ojos y, para consolarse, repitió incansablemente unos versos infantiles.

CAPITULO XIX

Quien hubiese querido escudriñar en el alma de Hilary Cherrell, Vicario de St. Agustine's-in-the Meads, en esa intimidad que se oculta detrás de cada apariencia, de cada palabra pronunciada e incluso de cada gesto humano, habría visto que no creía que su actividad pletórica de fe llevase a parte alguna. Pero tenía el «servir» en la sangre y en los huesos, es decir, el servir como lo hacen los que guían y dirigen. Al igual que un perro «setter» sin amaestrar, que cuando lo llevan de paseo comienza en seguida a seguir el rastro de la caza; al igual que un perro dálmata que, llevado en una cabalgata, sigue inmediatamente las pisadas del caballo; así era innato en el carácter de Hilary, que descendía de aquellas familias que durante muchas generaciones ofrecieron sus hombres al servicio del país, el agotarse guiando, dirigiendo, y trabajando loor la gente que le rodeaba, sin la convicción de que su guía y su ministerio hiciesen algo más que señalar el camino de su propio deber. En una época en la que todo hallábase oscurecido por la duda y en la que la tentación de mofarse de la aristocracia y de la tradición era irresistible, él representaba un orden social educado en la misión de continuar su trabajo, no porque viese en ello un beneficio para los demás o porque intuyese su propio beneficio, sino porque volver la espalda al trabajo era algo comparable con la deserción. Hilary jamás soñaba en justificar a los de su «clase» o en explicar la esclavitud a que su padre el diplomático, su tío el obispo, sus hermanos el soldado, el conservador y el juez (dado que Lionel acababa de obtener su nombramiento) estaban condenados. De ellos, como de sí mismo, pensaba: «¡Duro, y a la cabeza!». Además, cada una de sus actividades tenía alguna ventaja evidente que podía señalar, pero que, en su corazón, pensaba que era como si estuviese grabada sobre papel en vez de estarlo sobre piedra.

Había despachado una complicada correspondencia cuando, a [es nueve y media del día siguiente a la reaparición de Ferse, Adrián entró en su despacho, que estaba en bastante mal estado. únicamente Hilary, entre los numerosos amigos de Adrián, comprendía y apreciaba los sentimientos y la posición de su hermano. Entre ellos no mediaban más que dos años de diferencia; de niños fueron amigos inseparables; ambos eran alpinistas y antes de la guerra estaban acostumbrados a ser compañeros en ascensiones difíciles y en descensos aun más peligrosos; los dos estuvieron en la guerra, Hilary como capellán en Francia y Adrián, que hablaba árabe, como intérprete en Oriente Aparte de todo, tenían un carácter completamente distinto, lo cual resulta favorable para una larga amistad. Entre ellos no hacían falta explicaciones de índole íntima; inmediatamente se constituían en Comité Ejecutivo.

– ¿Qué noticias hay esta mañana? – preguntó Hilary. – Dinny me ha comunicado que todo está tranquilo; pero, más tarde o más temprano, la calma de Ferse se derrumbará debido a la tensión de estar en la misma casa que Diana. Por ahora puede bastarle la sensación de que se halla en su hogar y de que está libre, pero yo no le concedo más de una semana. Ahora voy a la Clínica, pero no creo que sepan más de cuanto sabemos nosotros.

– Perdóname, viejo, pero lo mejor sería que hiciese vida normal con ella.

El rostro de Adrián se contrajo.

– Es superior a las fuerzas humanas, Hilary. La convivencia, absoluta resultaría demasiado cruel. No se le puede pedir eso a una mujer.

– A menos que el pobre diablo se conserve cuerdo

– La decisión no la podemos tomar nosotros, sino ella. No te olvides cuánto sufrió antes de que le encerraran en esa Clínica mental. Deberíamos conseguir que se alejase de su casa, Hilary.

– Sería más sencillo que «ella» buscase un refugio.

– ¿Quién podría ofrecérselo, excepto yo mismo? Lo que, seguramente, a él le haría volver a perder la razón.

– Si pudiese amoldarse a las condiciones de esta casa, podríamos alojarla nosotros – repuso Hilary.

– ¿Y los niños?

– Podríamos arreglarnos de un modo u otro. Pero dejarlo solo y ocioso no le ayudará a mantenerse cuerdo. ¿Está en condiciones de hacer algo?

– Creo que no. Cuatro años de esa clase de vida bastan para destruir a un hombre. Además, ¿quién le daría un empleo? ¡Si pudiese convencerle de que se viniese a vivir conmigo!

– Dinny y la otra muchacha me dijeron que tiene buen aspecto y que habla razonablemente.

– En cierto sentido, sí. A lo mejor, en la clínica nos pueden dar alguna sugerencia.

Hilary cogió el brazo de su hermano.

– Muchacho, es horrible para ti. Pero apuesto a que será menos malo de lo que esperamos. Hablaré con May. Si después de haber visto a los médicos crees conveniente que Diana se refugie aquí…, ofréceselo.

Adrián estrechó la mano de su hermano. – Voy a coger el tren.

Cuando se quedó solo, Hilary permaneció inmóvil, con la frente arrugada. Había visto tantas veces en su vida la inexorabilidad de la Providencia, que ya no la clasificaba como be névola, ni siquiera en sus sermones. Por otra parte, había visto a muchas personas vencer sus desdichas a base de pura tenacidad y a muchas otras, vencidas por sus propias desdichas, adaptarse a ellas bastante bien; por lo tanto, se había convencido de que, por lo general, exagerábase la importancia de la infelicidad, y estaba seguro de que las cosas perdidas eran habitualmente ganadas. Lo importante era seguir adelante sin preocuparse. En ese momento recibió su segunda visita, la de Millicent Pole, – quien, a pesar de haber sido absuelta, perdió su empleo en Petter and Polin's: la declaración de inocencia hecha por la Ley no había borrado el recuerdo de lo sucedido. Llevaba un gracioso traje azul marino y todo su dinero estaba invertido, por decirlo así, en sus medias. Se quedó de pie, aguardando que la catequizaran.

– Bien, Millie, ¿qué tal está tu hermana? – Regresó ayer, señor Cherrell.

– ¿Se hallaba en condiciones de regresar?

– No lo creo, pero me dijo que si no volvía perdería su empleo.

– No veo el motivo.

– Porque si seguía ausente más tiempo hubieran podido pensar que también ella estaba complicada en «aquel» asunto. – Bueno, ¿y tú? ¿Te gustaría ir al campo?

– ¡Oh, no!

Hilary la contempló. Era una muchacha bonita, con una graciosa figura, tobillos finos y una boca dócil. Tenía el absoluto convencimiento de que hubiera debido estar casada.

– ¿Tienes novio, Millie? La muchacha sonrió.