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– Hice hablar de mí – dijo al final.

– Sí, por casualidad estuve en el Tribunal el día que la absolvieron. Pensé que era una cosa brutal que la hicieran estar sentada allí.

- Sin embargo, es cierto que hablé con un hombre – confesó la muchacha, inesperadamente -. No se lo quise decir al señor Cherrell, pero es verdad. Estaba harta de carecer siempre de dinero. ¿Piensa usted que soy mala?

– Bueno, personalmente, yo debería necesitar algo más que dinero antes de hacer eso.

– Usted jamás ha tenido necesidad de dinero; verdadera necesidad.

– Quizá tiene usted razón, a pesar de que jamás he tenido mucho.

– Es mejor hacer lo que hice que robar – replicó la muchacha, ceñuda -. Al fin y al cabo, ¿qué? Es una cosa que se olvida. Nadie piensa mal de un hombre por una cosa así y nadie le hace nada. Pero usted no contará a la señora Mont lo que le he dicho, ¿verdad?

– ¡Claro que no ¡¿ Tan mal iban las cosas?

– Sí, muy mal. Mi hermana y yo, cuando trabajamos todo el día, ganamos apenas lo suficiente. Pero ella estuvo enferma durante cinco semanas y, para colmo de desgracias, un día perdí mi portamonedas con una libra y media dentro. Al fin y al cabo no fue culpa mía.

– ¡Oh, qué mala suerte ¡

– Ya lo creo. Si hubiese sido una cualquiera, ¿cree usted que me habrían pescado? Se lo debo a mi inexperiencia. Apuesto a que las chicas de la alta sociedad no tienen fastidios de esta especie cuando andan escasas de dinero.

– Bueno -dijo Dinny.~, creo que existen muchachas que no tendrían escrúpulos en hacer cualquier cosa para aumentar sus propios recursos. De todos modos, pienso que una cosa de ese tipo debería ir únicamente acompañada por el cariño. Pero quizá soy algo anticuada.

La muchacha la miró de nuevo con una larga mirada, de admiración esta vez.

– Usted es una verdadera señora. He de confesar que yo quisiera ser como usted. Pero una nace de una manera y así se queda.

Dinny se agitó.

– ¡Vaya! ¡Qué tontería! Las señoras más distinguidas que he conocido son mujeres del campo.

– ¿Pe veras?

– Sí; y me parece que las dependientas de algunas tiendas de Londres están a la altura de cualquier señora.

– Bueno, debo admitir que hay unas cuantas muchachas muy buenas. Mi hermana es mucho mejor que yo jamás hubiera hecho nada semejante. Su tío me ha dicho una cosa que nunca olvidaré, pero no puedo estar segura de mí misma. Soy de las que aman los placeres cuando pueden agarrarlos; y, ¿por qué no?

– Me parece que la cuestión es más bien la siguiente ¿qué son los placeres? Un hombre encontrado casualmente no creo que llegue a ser un placer. Si acaso será todo lo contrario. – Es verdad. Pero cuando lo que empuja es la falta de dinero, una hace lo que jamás haría si las cosas fueran diferentes…

Ahora le correspondió a Dinny asentir.

– Mi tío es un buen hombre, ¿no cree usted?

– Es un verdadero señor, que siempre procura no atormentar a la gente. Y en todo momento está dispuesto a meter la mano en su bolsillo, cuando hay algo dentro.

– Me parece que eso sucede pocas veces – repuso Dinny -. Mi familia es bastante pobre.

– No es el dinero lo que hace el señorío.

Dinny oyó la observación sin entusiasmo alguno; le parecía haberla oído otras veces.

– Ahora es mejor que cojamos el autobús – dijo. Era un día de sol y se encaramaron hasta el imperial. – ¿Le gusta la nueva Regent Street? – preguntó Dinny. – ¡Oh, sí, es magnífica!

– ¿No le gustaba más como estaba antes?

– No. Era muy sombría y amarilla y monótona.

– Pero distinta de todas las demás calles; además, su regularidad se adaptaba a su curva.

La joven pareció pensar que era una cuestión de gustos, titubeó, y luego replicó con firmeza

– Según mi modo de ver, ahora está mucho más alegre. Las cosas se mueven más, no parece tan formal.

– ¡Ah¡

– Me encanta ir en el imperial del autobús – continuó la muchacha -, pues se ven muchas cosas. La vida va marchando, ¿verdad?

Pronunciadas con el acento cockney de la muchacha, estas palabras le hicieron a Dinny el efecto de un golpe. ¿Qué era su propia vida, sino un traje comprado ya confeccionado? ¿Qué riesgos y qué aventuras contenía? La vida era mucho más aventurada para la gente que vivía trabajando. Su trabajo, hasta entonces, había sido no tener ninguno. Pensando en Jean, dijo

– Me temo que mi vida sea demasiado monótona. Siempre estoy esperando que suceda algo.

La muchacha volvió a mirarla de reojo.

– Pues con lo hermosa que es, debe tener gran cantidad de diversiones.

– ¿Hermosa? Mi nariz es respingona.

– ¡Ah! Pero tiene usted estilo. El estilo lo es todo. Siempre he pensado que una puede ser bonita, pero lo que da calidad es el estilo.

– Yo preferiría ser bonita.

– ¡Oh, no! Un rostro gracioso puede tenerlo cualquiera. – Pero no muchas lo poseen. – Y echando una mirada al perfil de la joven, añadió: – Usted es afortunada.

La muchacha se enorgulleció.

– Le he dicho al señor Cherrell que quería ser maniquí, pero no ha parecido quedar muy convencido.

– Bueno, yo creo que de todas las ocupaciones fútiles ésa es la peor. ¡Ataviarse para una serie de mujeres pesadas!

– Alguien tiene que hacerlo – replicó la muchacha en tono de desafío -. Me gusta ponerme trajes bonitos. Pero para obtener un empleo así, hace falta una recomendación. Quizá la señora Mont querrá decir una palabra en favor mío. ¡Qué maniquí resultaría usted, señorita, con su estilo y su esbeltez! Dinny rió. El autobús se había parado en el cruce entre Westminster y Whitehall.

– Aquí nos apearemos. ¿No ha estado nunca en la Abadía de Westminster?

– No.

– A lo mejor le gustaría echarle un vistazo, la derriben para construir casas o bien un cine. – ¿Tienen intención de hacerlo?

– Creo que de momento la idea no está más que en el fondo de sus mentes. Por ahora sólo hablan de restaurarla. – Es un lugar muy grande – dijo la muchacha.

Cuando hubieron llegado bajo los muros, el silencio las envolvió, un silencio que no fue roto al entrar ellas en el interior. Dinny miraba a su compañera mientras ésta, con el rostro hacia lo alto, contemplaba la estatua del conde de Chatham y la que estaba más próxima.

– ¿Quién es ese viejo desnudo? antes de que

– Neptuno. Es un símbolo. «Britania domina las olas», ya lo sabe usted.

– ¡Oh! – y continuaron caminando hasta que vieron mejor las proporciones del viejo Museo.

– Válgame Dios! ¡ Está atestado de cosas!

– Es casi una tienda de curiosidades antiguas. Aquí han reunido toda la historia inglesa, ¿sabe?

– Está terriblemente oscuro. Las columnas parecen sucias, ¿verdad?

– ¿Vamos a ver el Ángulo de los Poetas? -¿Qué es eso?

– Es donde están enterrados los grandes escritores.

– ¿Porque escribieron versos? – preguntó la muchacha -. ¿No es cómico?

Dinny no contestó. Conocía algunos de los versos y estaba insegura. Después de haber escrutado cierto número de efigies y de nombres que para ella tenían un limitado interés y para la muchacha evidentemente ninguno, pasaron lentamente por las naves, hasta que llegaron al lugar donde, entre dos coronas, estaba la lápida negra y dorada a la memoria del Soldado Desconocido.

– Me pregunto si él lo sabe – dijo la muchacha – pero, de todos modos, pienso que no le debe importar. Nadie conoce su nombre y, por lo tanto, de nada le sirve.

– No. Es a nosotros a quien nos sirve -repuso Dinny, sintiendo oprimida la garganta por esa emoción con la que el mundo recompensa al Soldado Desconocido.

Una vez en la calle, la muchacha le preguntó de repente – ¿Es usted religiosa, señorita?

– Creo que sí, en cierto sentido – respondió Dinny, dudosa.