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– Yo no he recibido ninguna enseñanza religiosa. Papá y mamá tenían simpatía al señor Cherrell, pero pensaban que la religión es un error. Mi padre era socialista, ¿sabe usted?, y solía decir que la religión forma parte del sistema capitalista Dinny la miró.

Ahora dicen que las mujeres son iguales que los hombres – continuó la joven -, pero no es cierto. No había ni una chica en mi laboratorio que no estuviese aterrorizada por el jefe. Donde hay dinero, hay poder. Los magistrados, los jueces y los sacerdotes son hombres, así como los generales. Sin embargo, nada pueden hacer sin nosotras.

Dinny callaba. Esta muchacha estaba amargada por la experiencia, no cabía duda, pero tras de lo que decía escondíase una verdad. En eso estribaba una igualdad primordial de la que jamás habíase dado cuenta. De haber sido de su clase, le hubiera contestado; pero era imposible hablar con ella sin reservas. Dado que se sentía culpable de un poco de esnobismo, recurrió a la ironía.

– Es usted algo rebelde, como dirían los americanos.

– Desde luego que soy una rebelde – admitió la muchacha -. Sobre todo después de lo que me sucedió.

– Bueno, ya estamos ante la casa de la señora Mont. Tengo que hacer un par de cosas, de modo que la dejaré a usted. Espero que nos volvamos a ver.

Le tendió la mano. La muchacha la cogió y dijo con simplicidad

– He gozado con nuestra conversación. – Yo también. ¡Buena suerte!

Dejándola en el vestíbulo, Dinny continuó hacia Oakley Street, con la sensación de quien no ha logrado alcanzar el punto deseado. Se había acercado a lo inexplorado y había retrocedido. Sus pensamientos y sus sentimientos se asemejaban al piar de los pájaros primaverales que todavía no han dado forma a su canto. La muchacha había despertado en ella un extraño deseo de enfrentarse con la vida, sin darle la menor idea del modo de hacerlo. Resultaría un alivio incluso el enamorarse.

Qué hermoso era saber lo que se quería, como habían parecido saberlo en seguida Jean y Hubert, como habían dicho saberlo Alan y Hallorsen! La vida parecía más un juego de sombras que una realidad. Muy descontenta de sí misma, apoyó los codos sobre el parapeto del río, contemplando la marejada que surta. ¿Era religiosa? En cierto sentido, sí. Pero, ¿en qué sentido? Le vino a la memoria un párrafo del Diario de Hubert: «Quien cree que irá al Cielo, tiene una ventaja sobre un hombre como yo. Siempre tiene delante su futura recompensa.» ¿Era la religión la creencia en una compensación? De ser así, parecía una cosa vulgar. Fe en la bondad, por amor a la bondad, porque la bondad es hermosa, ¡como una flor perfecta, una noche estrellada, una bella melodía! Tío Hilary cumplía bien un trabajo difícil por el afán de hacerlo bien. ¿Era religioso? Tenía que preguntárselo.

– ¡Dinny! – la llamó alguien de pronto.

Se volvió con sobresalto y vio a Alan Tasburgh con el rostro iluminado por una sonrisa.

– He ido a Oakley Street a preguntar por usted y por mi hermana. Me han dicho que estaban en casa de los Mont. Me dirigía allí y aquí la encuentro. ¡Qué suerte tan extraordinaria la mía ¡

– Me estaba preguntando – dijo Dinny – si soy o no religiosa.

– ¡Qué extraño! Yo también.

– ¿Quiere usted decir si lo soy yo o bien si lo es usted? – Si he de decir la verdad, pienso en nosotros como en una sola persona.

– ¿De veras? Pues bien, ¿somos religiosos? – En caso de necesidad.

– .Ha oído usted las noticias de Oakley Street? - No.

– Ha vuelto el capitán Ferse. – ¡Dios me valga ¡

– Eso dicen todos. ¿Ha visto usted a Diana?

– No; sólo a la doncella. Por cierto que parecía algo trastornada. ¿Aún está chiflado el pobre diablo?

– No, pero para Diana es una cosa terrible. – Debería marcharse de allí.

– Voy a quedarme con ella – dijo Dinny, de repente -. Si ella lo desea, claro.

– No me gusta la idea.

– Puede que no, pero de todos modos iré.

– ¿Por qué? Usted no la conoce mucho.

– Estoy harta de ser inútil.

El joven Tasburgh la miró, maravillado. – No la comprendo.

– Usted no sabe nada de la vida de las mujeres que se sien-, ten protegidas. Quiero empezar a ganarme el pan.

– Entonces, cásese conmigo.

– En realidad, Alan, jamás me he encontrado con una persona que tuviese tan pocas ideas.

– Mejor pocas y buenas que muchas y malas. Dinny volvió a ponerse en marcha.

– Ahora voy a Oakley Street.

Continuaron en silencio, hasta que el joven Tasburgh dijo – ¿Qué la está amargando a usted, queridísima mía?

– Mi carácter. Parece que no sea capaz de ser lo suficientemente activa.

– Yo podría serlo perfectamente por usted. – Hablo en serio, Alan.

– Muy bien. Hasta que hable en serio no se casará conmigo. Pero, ¿por qué quiere estar amargada?

– Me parece tener un ataque de Longfellow: «La vida es real, la vida es seria» – contestó Dinny, encogiéndose de hombros -. Supongo que no puede usted darse cuenta de que no es muy importante ser la hija de una familia que vive en el campo.

– No le diré lo que estaba a punto de decir. – ¡Oh, sí, dígalo!

– Es fácil curarse de eso. Vuélvase madre de familia, en la ciudad.

– Esa observación hubiera hecho sonrojarse a una muchacha de otro tiempo – dijo Dinny, con un suspiro -. No quiero convertirlo todo en un juego, pero parece que lo hago así. Tasburgh deslizó una mano debajo de su brazo.

– Si pudiera convertir en un juego el ser la esposa de un marino, lo haría inmediatamente.

Dinny sonrió.

– No quiero casarme con nadie hasta que me duela el no hacerlo. Me conozco lo suficiente para poder decir esto.

– Está bien, Dinny; no la molestaré.

Siguieron andando en silencio. En la esquina de Oakley Street ella se detuvo.

– Déjeme aquí, Alan.

– Esta noche me llegaré a casa de los Mont para saber noticias de usted. Y si necesita que se haga cualquier cosa (recuerde, cualquier cosa) a propósito del capitán Ferse, no tiene más que telefonearme a mi club. Aquí tiene el número.

Lo escribió en una tarjeta de visita. Y se la dio. – ¿Irá mañana a la boda de Jean?

– ¡Claro que sí! Soy el testigo principal. Únicamente, quisiera…

– ¡Adiós! -dijo Dinny.

CAPITULO XXI

Se había separado del joven con palabras alegres, pero, mientras aguardaba ante la puerta de la entrada, sus nervios estaban tensos como cuerdas de violín. Puesto que jamás estuvo en contacto con enfermedades mentales, la idea la asustaba afín más.

La doncella la introdujo en la casa. La señora Ferse estaba con el capitán Ferse; ¿querría la señorita Cherrell esperar en la salita? Dinny aguardó un rato en la misma habitación en la que Jean fuera encerrada. Sheila entró y le dijo

– ¡Hola! ¿Estás esperando a mamá? – Y se volvió a marchar.

Cuando apareció Diana, su. rostro tenía la expresión de quien intenta darse cuenta de sus propios sentimientos.

– Perdona. Estaba examinando unos documentos. Hago lo imposible para tratarle como si nada hubiera sucedido. Pero esto no puede durar, Dinny; no puede durar. Presiento que no puede durar.

– Déjame que venga a vivir con vosotros. Puedes decir que ya lo habíamos concertado antes.

– Pero, Dinny, puede que te encontraras molesta. Él teme salir o encontrarse con gente. Sin embargo, no quiere ir a otra parte. donde no se sepa nada. Tampoco desea ver al médico ni escuchar a nadie.

– Me verá a mí y eso le acostumbrará. Supongo que esta situación sólo se dará los primeros días. ¿ Puedo ir a buscar mis cosas?

– Si quieres ser un ángel, sí.

– Se lo haré saber a tío Adrián antes de regresar aquí. Esta mañana ha ido a la clínica mental.