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Dinny sonrió.

– Gracias, profesor, pero podría dispararse en el lugar Y menos indicado. Además, aunque hubiese peligro, no debo utilizarlo.

– Es cierto. No había pensado en ello, pero es cierto. Un hombre afligido por ese mal tiene derecho a toda clase de consideraciones. Pero no me agrada la idea de que se exponga usted.

Recordando las exhortaciones de Fleur, Dinny preguntó, audazmente

– ¿Por qué?

– Porque usted es muy preciosa para mí.

– Es usted extraordinariamente amable, pero creo que debería saber que no estoy en mercado.

– Yo tengo la idea de que cada mujer está en el mercado hasta el día en que se casa.

– Hay quien cree que comienza a estarlo solamente entonces.

– ¡Oh! – exclamó Hallorsen con mucha gravedad -. El adulterio no es cosa para mí. Quiero un trato justo en las relaciones íntimas, como en todas las demás.

– Y espero que lo tendrá usted.

Él se irguió.

– Y deseo que sea usted quien me lo otorgue. Tengo el honor de rogarle que sea la señora de Hallorsen. Le suplico que no me diga en seguida que no.

– Si quiere un trato justo, profesor, he de decirle en seguida que no.

Vio velarse aquellos ojos azules, como a causa de un dolor, y le supo mal. Él se le acercó un poco. Se le antojaba enorme, y un pequeño estremecimiento la sacudió.

– ¿Es a causa de mi nacionalidad? – No sé a qué es debido.

– ¿Puedo tener esperanzas?

– No. Me siento lisonjeada y le quedo muy agradecida, créame…, pero no.

– ¡Perdóneme! ¿Hay otro hombre? Dinny movió la cabeza negativamente.

Hallorsen permaneció perfectamente inmóvil. Su rostro presentaba una expresión de incomprensión. Luego, repentinamente. su faz se aclaró.

– Me figuro – dijo – que afín no he hecho bastante por usted. Tendré que servirla un poco.

– ¡Oh, no soy digna de que me sirva usted! Es sencillamente porque no alimento hacia usted un sentimiento tan., – Tengo manos y corazón limpios.

– Estoy segura de ello. Le admiro a usted, profesor, pero jamás podría amarle.

Hallorsen retrocedió ligeramente, como desconfiando de su propio instinto. Se inclinó gravemente. Lleno de sencilla dignidad, tenía un aspecto realmente espléndido. Hubo un largo silencio, al cabo del cual dijo

– Es inútil llorar cuando la leche está derramada. Mándeme usted en cualquier cosa. Me considero su muy fiel -servidor. – Se volvió y salió.

Con una ligera sensación de sofoco en la garganta, Dinny oyó cerrarse la puerta de entrada.

Experimentaba la tristeza de haber causado un dolor, pero también sentía alivio, el alivio que uno siente cuando la amenaza de algo muy grande, sencillo y primitivo – el mar, una tempestad, un toro – ya no es inminente. Se contempló con despecho en uno de los espejos de Fleur, como si estuviese descubriendo en ese momento el super-refinamiento de sus propios – nervios. ¿Cómo era posible que aquella criatura grande, hermosa y sana pudiese amar a otra tan alta, delgada y extraña como la que aparecía reflejada en aquel espejo? Él hubiera podido quebrarla con sus manos. ¿Por esto había ella retrocedido? ¡Los grandes espacios abiertos de los que parecía formar parte, con su estatura, su fuerza, su color, y el retumbar de su voz! Absurda, estúpida quizá…, pero una verdadera huida. Ella pertenecía a lo que pertenecía… y no a personas como él, no a él. Incluso había algo cómico en esa yuxtaposición. Todavía estaba de pie, con la boca entreabierta en una forzada sonrisa, cuando la doncella introdujo a Adrián.

Impulsivamente volvióse hacia él. Cetrino, consumido y lleno de arrugas, perspicaz, dulce y atormentado, fue el contraste más apropiado para calmar sus nervios alterados. Le dio un beso y dijo

– Esperaba verte antes de ir a casa de Diana. – Entonces, Dinny, ¿te vas a casa de Diana?

– Sí. No creo que hayas almorzado, ni tomado té, ni nada parecido. – Y oprimió el timbre -. Coaker, el señor Adrián quisiera…

– Un brandy con soda, Coaker, gracias.

– ¿Y ahora qué, tío? – preguntó después de que él hubo bebido.

– Temo, Dinny, que no podamos confiar mucho en lo que me han dicho-los médicos. Según ellos, Ferse tendría que volver a la clínica. Pero por qué tiene que volver, puesto que se porta como un hombre normal, es lo que no sé. Ponen en duda la idea de que esté curado, pero no pueden alegar nada de anormal en su conducta desde hace varias semanas. He charlado con su enfermero y le he interrogado. Parece un buen hombre y cree que, de momento, Ferse está igual que él. Pero – y aquí estriba toda la dificultad – dice que ya estuvo así una vez, durante un período de tres semanas, y que luego recayó de nuevo, repentinamente. Si sucede algo que le trastorne, una oposición o qué sé yo cree que Ferse volverá a estar tan mal como antes, o quizá peor. Es realmente una situación terrible.

– ¿Es violento cuando le da un ataque?

– Sí. Es una especie de violencia melancólica, dirigida más contra sí mismo que contra los demás.

– ¿No harán nada para que vuelva?

– No pueden. Fue allí por su propia voluntad. Ya te dije que no ha sido declarado loco… ¿Qué tal está Diana?

– Tiene el aspecto cansado, pero está tan hermosa como siempre… Dice que hará cuanto pueda para darle la ocasión de curarse- completamente.

Adrián asintió con un movimiento de cabeza.

– Es propio de ella. Tiene mucho valor. Y tú también. Es un gran consuelo saber que estás aquí. Hilary está dispuesto a acoger a los niños y a Diana, si desea ir; pero tú dices que no quiere.

– Por ahora, no. Estoy segura. Adrián suspiró.

– Bueno, tenemos que esperar los acontecimientos.

– ¡Oh, tío! – exclamó Dinny -. ¡Lo siento tanto por ti ¡ -Mira, cariño, si el coche corre, lo que le sucede a la rueda de repuesto no tiene importancia. No quiero entretenerte más. Puedes encontrarme en cualquier momento en el museo o en casa. Adiós y que Dios te bendiga. Saluda cariñosamente a Diana de mi parte y dile todo cuanto te he dicho.

Dinny le dio otro beso. Algo más tarde salió, cogió un taxi y se dirigió hacia Oackley Street.

CAPÍTULO XXII

El rostro de Bobbie -Ferrar era de los que contemplan las tempestades sin inmutarse; en otras palabras, era el ideal de los funcionarios permanentes; tan permanente, que no podíase concebir que él Foreign Office continuara funcionando sin él. Los secretarios de Estado podían llegar, o podían marcharse, pero -Bobbie Ferrar se quedaba siempre, blando, inescrutable, con anos dientes magníficos. Nadie sabía si en él había algo más que un número incalculable de secretos. De edad indefinible, bajo y cuadrado, con una voz suave y profunda, tenía expresión de completa indiferencia. Vestido con un traje oscuro a. rayitas claras, con una flor en el ojal, pasaba su existencia en una vasta antesala en la que no había casi nadie, salvo las personas que iban. para hablar con el ministro de Asuntos Exteriores y que, en cambio, encontraban a Bobbie Ferrar.

Era, en realidad, el perfecto muelle amortiguador. Su debilidad era la criminología. No había un importante proceso por asesinato que Bobbie Ferrar no presenciase; aunque fuese sólo durante media hora, desde un sitio más o menos reservado para él. Y los extractos de todos esos procesos los guardaba en un libro especial, encuadernado. La mayor prueba de su carácter, cualquiera que éste fuese, estaba quizás en el hecho de que nadie le reprochaba jamás sus relaciones con personas de todas clases y partidos. La gente iba a ver a Bobbie Ferrar, pero él no iba a ver a nadie. ¿Por qué? ¿Qué había hecho para ser «Bobbie» Ferrar para todo el mundo? Ni siquiera tenía el título de «honorable»; 'era, sencillamente, el hijo del hijo menor de un marqués. Afable, impenetrable, siempre atareado, indudablemente representaba la última palabra. Sin él, sin su flor, sin su ligera sonrisa, Whitehall se hubiera visto privada de algo que le daba un aspecto casi humano.