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– Poco ha faltado para que nos quitaran la pintura. Jean no hizo comentarios.

– A veces me pregunto – continuó Hallorsen cuando estuvieron cerca de los patos- si la velocidad vale el dinero que nos cuesta. ¿Qué le parece a usted, Cherrell?

Hubert se encogió de hombros.

– Las horas se pierden viajando en automóvil en vez de hacerlo en tren corresponden a otras tantas horas ganadas, todo caso.

– Es cierto – asintió Hallorsen -. Pero como realmente se gana tiempo es volando.

– Mejor será esperar la cuenta, antes de vanagloriarse de la aviación.

– Tiene usted razón. Ciertamente, estamos en ruta hacia el infierno. La próxima guerra será una cosa bien fea para los que tomen parte en ella. Suponiendo, por ejemplo, que Francia e Italia tuviesen un conflicto, al cabo de quince días ya no existirían ni Roma, ni París, ni Florencia, ni Venecia, ni Lyon, ni Milán, ni Marsella. No serían más que otros tantos desiertos envenenados. Y quizá ni los ejércitos ni las marinas habrían disparado un solo tiro.

Sí. Y todos los gobiernos lo saben. Yo soy militar, pero no comprendo por qué se continúan gastando cientos de millones para mantener soldados y marineros que probablemente jamás se utilizarán. No se pueden hacer funcionar los ejércitos y las flotas cuando están destruidos los centros nerviosos. ¿Cuánto tiempo continuarían funcionando Francia a Italia si sus principales ciudades quedasen destruidas por gases venenosos? Inglaterra y Alemania probablemente no durarían ni una semana.

– Su tío, el conservador, me decía que, de continuar a este ritmo, el hombre pronto volvería al estado de pez.

– ¿Cómo?

– ¡Claro que sí! Invirtiendo el proceso de la evolución peces, reptiles, pájaros, mamíferos. Nos volveremos de nuevo volátiles; de este estado pasaremos a arrastramos como los reptiles y acabaremos en el mar, cuando la tierra deje de ser habitable.

– ¿Por qué no podemos excluir las rutas aéreas como medios de guerra?

¿Cómo podemos excluir las rutas aéreas? – preguntó Jean -. Los países no se fían el uno del otro. Además, América y Rusia estén fuera de la Sociedad de Naciones.

– Los americanos nos pondríamos de acuerdo. Pero no estoy tan seguro en lo que se refiere a nuestro Senado.

– Vuestro Senado – musitó Hubert – parece bastante duro de roer.

– Pero se asemeja a vuestra Cámara de los Lores antes de que la amenazaran con un látigo, en 1910. Ahí está el pato -y Hallorsen indicó un ave especial. Hubert la miró atentamente.

– En la India maté un pato de esta misma especie. Es un… Bueno, creo que he olvidado el nombre. Lo veremos en uno de estos indicadores. Si lo veo, lo recordaré.

– No -dijo Jean -. Son las tres y cuarto. Ferrar ya tiene que estar en su despacho.

Y, sin catalogar el pato, volvieron al Foreign Office.

El apretón de manos de Bobbie Ferrar era famoso. Estiraba hacia arriba la mano de su adversario y luego la dejaba allí. Cuando Jean hubo bajado la suya, entró en seguida en materia

– ¿Está usted enterado del asunto de la extradición, señor Ferrar? Este asintió.

– Este señor es el profesor Hallorsen, jefe de la expedición. ¿Le gustaría ver la cicatriz qué le ha quedado a mi marido?

– Mucho – murmuró Bobbie, entre dientes. Hubert, de mala gana, descubrió otra vez el brazo.

– ¡Estupenda! – exclamó Bobbie Ferrar -. Ya he hablado de ello con Walter.

– ¿Le ha visto?

– Sir Lawrence me rogó que lo hiciera.

– Y, ¿qué ha dicho Wal… el secretario de Estado?

– Nada. Ya había visto a «Snubbyu. Éste no le agrada y, por lo tanto, ha hecho seguir la orden a Bow Street.

– ¡Oh! ¿Significa eso que se extenderá una orden de arresto?

Bobbie Ferrár, examinándose las uñas, asintió. Los dos jóvenes se miraron.

Con mucha gravedad, Hallorsen preguntó:

– ¿No hay nada que pueda detener todo este asunto? Bobbie Ferrar, con ojos que parecían muy redondos, movió la cabeza.

Hubert se puso en pie.

– Me sabe mal haber molestado a tanta gente. ¡Vámonos, Jean! – Con una ligera inclinación, se volvió y salió. Jean le siguió.

Hallorsen y Bobbie Ferrar se quedaron a solas.

– No comprendo este país – dijo el primero -. ¿Qué se puede hacer?

– Nada – contestó Bobbie Ferrar -. Cuando el caso esté ante el magistrado, lleve todos los testimonios posibles.

– Lo haremos, ciertamente. Señor Ferrar, me alegro de haberle conocido.

Bobbie Ferrar entreabrió los labios en una sonrisa. Sus ojos parecían aún más redondos.

CAPITULO XXIV

La justicia seguía su curso regular. Hubert fue llamado a Bow Street por una orden de detención extendida por uno de sus magistrados. En unión de los demás miembros de la familia, Dinny seguía el proceso en un estado de protesta pasiva El testimonio, prestado bajo juramento, de los seis muleros bolivianos, quienes afirmaban no haber existido provocación alguna, la declaración contraria de Hubert, la exhibición de su cicatriz, su pasado y la declaración de Hallorsen, formaban el material con el cual el magistrado debía dictar su fallo Pero aplazó la causa hasta la llegada del testigo de defensa del acusado. Más tarde se discutió la cuestión de las garantías, ese principio de las leyes británicas según el cual «Se presume la inocencia del acusado hasta que no se haya probado su culpabilidad». Dinny retenía el aliento. La idea de que se tuviese que presumir la inocencia de Hubert mientras él, recién casado, aguardaba en una celda de la cárcel que el testigo a su favor cruzara el Atlántico, era intolerable. Sea como fuere, la considerable suma ofrecida en garantía por sir Conway y sir Lawrence fue finalmente aceptada. Dinny lanzó un suspiro de alivio y salió con la frente levantada. Sir Lawrence se le reunió afuera.

– Es una suerte – dijo – que se note que Hubert no está acostumbrado a mentir.

– Supongo – murmuró Dinny – que esto se publicará en los periódicos.

– Puedes apostar todo lo que no tienes.

– ¿Afectará a la carrera de Hubert?

– Pienso que le resultará ventajoso. Las interpelaciones presentadas en la cámara de los Comunes le han perjudicado. Pero, «Oficial Británico versus Mestizos Bolivianos» ridiculizará el prejuicio que todos nosotros tenemos respecto a nuestra sangre.

– Me duele más por papá que por cualquier otro. Desde que ha comenzado el asunto, sus cabellos son visiblemente más grises.

– No hay nada deshonroso en ello, Dinny.

Esta irguió la cabeza.

– ¡Desde luego que no ¡

– . Tú, Dinny, me recuerdas uno de esos caballos bayos musculosos, intranquilos, que cocean en las cuadras, corren despacio a la partida y, después de todo, llegan primeros a la meta. El americano viene hacia aquí. ¿Hemos de esperarle? Ha declarado muy adecuadamente.

Dinny se encogió de hombros. Casi instantáneamente se oyó la voz de Hallorsen

– i Señorita Cherrell 1 Dinny se volvió.

– Muchísimas gracias, profesor, por todo lo que ha manifestado.

– Hubiese deseado mentir por usted, pero no he tenido ocasión. ¿Qué tal se encuentra nuestro pobre caballero?

– Por ahora, muy bien.

– Me alegro. Estaba intranquilo pensando en usted.

– Su declaración, profeso – terció sir Lawrence -, según la cual ni un muerto hubiese querido tener que vérselas con ninguno de los muleros, ha impresionado profundamente al magistrado.

– Realmente eran bastante desagradables. Tengo un autoin6vil aquí. ¿Puedo llevarles a alguna parte a usted y a la señorita Cherrell?

– Si va hacia el West, podría llevarnos hasta los confines de la civilización – contestó sir Lawrence y, cuando estuvieron sentados en el coche, preguntó -: Profesor, ¿qué piensa usted de Londres? ¿Es la ciudad más bárbara o la más civilizada de la tierra?