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Llegaron a tiempo para el almuerzo. Confiados los niños a la institutriz, que había llegado en tren, Dinny salió con los perros. Se detuvo cerca de una vieja casita construida en lo alto, encima de la carretera hundida. La puerta abríase directamente sobre una habitación común, donde una mujer anciana estaba sentada cerca de un pequeño fuego.

– ¡Oh, señorita Dinny! – dijo -. No la he visto a usted durante todo este mes.

– No, Betty. He estado fuera. ¿Qué tal?

La pequeña anciana, puesto que era mujer de dimensiones extremadamente reducidas, cruzó solemnemente las manos sobre el vientre.

– Vuelve a dolerme el estómago. No tengo nada más que me moleste. El doctor dice que soy maravillosa. Es únicamente el estómago. Dice que debería comer más. Tengo mucho apetito, señorita Dinny, pero no puedo comer casi nada, pues en seguida me siento mal.

– Querida Betty, lo siento muchísimo. El estómago es una desgracia terrible. El estómago y los dientes. No logro. comprender por qué los tenemos. Sin dientes uno no puede digerir, y teniéndolos, tampoco puede hacerlo.

La anciana emitió una risita aguda.

– El doctor dice que debería extraerme las muelas que me quedan, pero yo no quiero perderlas, señorita Dinny. Mi padre no tiene ni un diente, pero puede comer manzanas. Claro que a mi edad no pretendo vivir tanto como para que mis encías se endurezcan.

– Podría ponérselos postizos, Betty.

– Oh, no quiero dientes postizos. Es demasiada pretensión. Usted no los llevaría, ¿verdad?

– Al contrario -contestó Dinny -. Hoy en día casi todos los personajes los llevan.

– Usted bromea. No, no me gustaría. Sería como ponerme peluca. Pero tengo los cabellos todavía muy espesos. Estoy estupendamente, dados mis años. Tengo muchas por las que darle gracias a Dios. Sólo me molesta el estómago. A veces me parece que tengo algo dentro.

Dinny vio el dolor que empañaba sus ojos. -Betty, ¿qué tal está Benjamín?

Sus ojos asumieron una expresión divertida y al mismo tiempo sentenciosa, como si estuviese considerando a un niño. – Oh, papá está muy bien, señorita Dinny. Sólo padece de reuma. Ahora está fuera, cavando la tierra.

– Y ¿qué tal está Goldie? -preguntó Dinny, mirando lúgubremente a un jilguero enjaulado. Detestaba ver a los pájaros enjaulados, pero jamás se atrevió a decírselo a la anciana. Además, ¿no decían que si se dejaba en libertad a un jilguero domesticado, los demás pájaros lo mataban a picotazos? – Oh – dijo la anciana -, desde que usted le dio ésa jaula mayor, cree ser alguien. – Sus ojos brillaron -. Así que ya tenemos casado a nuestro capitán, ¿verdad, señorita Dinny? ¿Y qué piensan hacer con el proceso y todo lo demás? Jamás en toda mi vida oí cosa semejante. Uno de los Cherrell llevado ante un Tribunal! Es algo inaudito.

– Es verdad, Betty.

– Me han dicho que su esposa es una señora muy hermosa. ¿Dónde irán a vivir?

– Todavía no lo sabemos. Tenemos que esperar a que el proceso haya concluido. Puede que vengan aquí, aunque también es posible que él encuentre un empleo en el extranjero. Naturalmente, serán muy pobres.

– Es terrible. Antaño las cosas no iban así. Ahora tienen un modo deplorable de tratar a la nobleza… ¡Oh, Dios mío! Me acuerdo de su bisabuelo, señorita Dinny, que guiaba un tiro de cuatro caballos cuando yo era niña. Era un verdadero caballero. Las alusiones a su bisabuelo nunca dejaban de desasosegar a Dinny, que sabía perfectamente que la anciana era una de los ocho hijos de un campesino que vivía con un, salario de once chelines semanales, y que ella y su marido, después de haber criado a siete hijos, vivían ahora con la pensión que el Gobierno otorgaba a los ancianos.

– Bueno, querida Betty, ¿qué puede digerir, para decírselo a la cocinera?

– Le doy las gracias de todo corazón, señorita Dinny. Un buen pedazo de carne magra parece sentarme bien, de vez en cuando. – De nuevo sus ojos se hicieron oscuros e intranquilos -. Tengo unos dolores tan terribles, que a veces creo verdaderamente que seré feliz el día en que me vaya.

– Oh, no, querida Betty. Con una alimentación un poco más sana, estoy segura de que se encontrará mejor.

La vieja sonrió sólo con la boca.

– Estoy estupenda para mi edad y no tendría que quejarme. Pero, dígame, ¿cuándo tocarán las campanas para usted, señorita Dinny?

– No me lo pregunte, Betty. No tocarán por sí solas, desde luego.

– ¡Ah ¡ La gente no se casa joven y no crea familias numerosas, como cuando yo era moza. Mi tía tuvo dieciocho hijos y crió once.

– Parece que ahora no hay ni sitio ni trabajo, ¿ verdad? – ¡Ay ¡El país ha cambiado, efectivamente.

– Aquí menos que en muchos otros lugares, a Dios gracias. Los ojos de Dinny erraron por la habitación en la que los dos viejos pasaron casi cincuenta años de vida; desde el pavimento de ladrillos hasta el techo de vigas, todo estaba escrupulosamente limpio y tenía un aspecto de recogida intimidad.

– He de irme, Betty. Ahora vivo en Londres, en casa de una amiga. Tengo que regresar esta misma tarde. Le diré a la cocinera que le envíe algo que le sentará aún mejor que la carne magra. ¡No se levante!

Pero la viejecita ya se había puesto en pie, con el alma en los ojos.

– Me alegro de veras de haberla visto a usted, señorita Dinny. ¡Que Dios la bendiga! Espero que el capitán no sufra más molestias a causa de esas malas personas.

– Adiós, mi querida Betty. Salude a Benjamín.

Estrechó la mano de la vieja y salió. Los perros la esperaban en el sendero enlosado. Como siempre, después de semejantes visitas, sentíase humilde y dispuesta al llanto. ¡ Las raíces! Eran las que le faltaban en Londres, las que echaría de menos en las «grandes extensiones abiertas». Se llegó hasta un bosquecillo de hayas de forma irregular y penetró en la espesura a través de una destartalada cancela que ni era necesario abrir. Caminaba sobre las simientes húmedas de las hayas que difundían un dulce perfume de vainas; a la izquierda, sobre el cielo gris-azulado, se perfilaban las hayas y a la derecha extendíanse los terrenos en barbecho, donde una liebre agazapada se volvió y corrió hasta el matorral; un faisán levantó el vuelo con un grito estridente y se precipitó como un cohete por encima del bosque, alarmado a la vista de uno de los perros. Llegada a la cumbre, salió de entre los árboles y permaneció mirando la casa, larga y de color de piedra, contra la que destacaban las magnolias y los árboles del pequeño prado cercano. El 'humo subía, desde dos chimeneas y sobre un frontón de la casa unos pavones formaban una mancha blanca. Respiró a pleno pulmón y, durante diez minutos largos, se quedó inmóvil, como un arbolito recién regado que absorbe la sustancia que volverá a darle vitalidad. El aire 'tenía perfume de hojas, de tierra removida, de lluvia inminente. Dinny estuvo allí por última vez a fines de mayo, respirando ese perfume de estío que se convierte al instante en un recuerdo y una promesa, una pena y una fuente de alegría…

Después del té, tomado más temprano que de costumbre, partió con Fleur en el automóvil cerrado.

– Debo admitir – dijo ésta – que Condaford es el lugar más apacible en que he estado. Si tuviese que quedarme aquí me moriría, Dinny. La rusticidad de Lippinghall no es nada comparada con esto.

– ¿La consideras una vieja y enmohecida mansión?

– Desde luego. Siempre le digo a Michael que su familia es uno de los fenómenos menos conocidos y más interesantes que subsisten en Inglaterra. No sabéis expresaron y vivís constantemente en la sombra. Sois demasiado poco sensacionales para servir de argumento a los novelistas. Sin embargo sois de los que quedan y continuaréis quedando, aunque no comprendo exactamente de qué manera. Todo está en contra vuestra, desde los impuestos de sucesión a las gramolas. Pero, por lo general, persistís en hacer cosas de las que nadie está enterado y de las cuales nadie se ocupa. La mayor parte de los que pertenecen a vuestra clase ni siquiera poseen un lugar como Condaford para regresar y morir en su hogar. No obstante, aún tenéis unas raíces y un sentido del deber. Yo no tengo ni lo uno ni lo otro; supongo que se debe a mi sangre medio francesa. La familia de mi padre – los Forsyte – puede tener unas raíces, pero no tiene el sentido del deber o, por lo menos, no lo tiene del mismo modo. Aunque quizás es el sentido del sevir lo que yo quieto decir. Admiro todo esto, Dinny, pero me aburre mortalmente. Es lo que a ti te induce a malgastar tu juventud con los problemas de los Ferse El deber es una enfermedad, Dinny, una admirable enfermedad.