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– ¿Se han acostado las doncellas?

– Siempre se acuestan temprano, a menos que salga una de ellas.

– Creo que debería bajar a telefonear.

– No, Dinny. Lo haré yo. Pero, ¿a quién?

Éste, efectivamente, era el problema. Lo discutieron en voz baja. Diana pensó en su médico y Dinny fue del parecer que debían enviar a Adrián a casa de Michael para llamar al médico y traerlo.

– ¿Estaba así antes del último ataque?

– No. Entonces no sabía lo que le esperaba. Temo que pueda matarse, Dinny.

– ¿Tiene armas?

– Le dí a Adrián su revólver militar para que lo guardase. – ¿Navajas?

– Sólo cortaplumas; en casa no hay veneno. Dinny se encaminó hacia la puerta.

– Debo ir a telefonear.

– Dinny, no puedo tolerar que tú…

– A mí no me tocará. Tú eres la que está en peligro. En cuanto yo salga, cierra la puerta con llave.

Antes de que Diana pudiese detenerla, se deslizó afuera. Las luces todavía brillaban; se detuvo unos segundos. Su habitación estaba en el segundo piso y daba a la calle. La de Diana y Verse se hallaba en el primer piso, al lado de la salita. Tenía que pasar delante de ella para llegar hasta el vestíbulo y al pequeño estudio donde se encontraba el teléfono. Desde abajo no llegaba ruido alguno. Diana había abierto de nuevo la puerta y estaba en el umbral. Comprendiendo que de un momento a otro podría tomarle la delantera, Dinny comenzó a bajar las escaleras. Crujían y se paró para quitarse los zapatos. Llevándolos en uña mano avanzó lentamente, pasó la puerta de la salita de donde no salía ningún rumor, y se apresuró hacia el vestíbulo. Vio el sombrero y el abrigo de Ferse echados sobre una silla y, entrando en el pequeño estudio, cerró la puerta tras de sí. Se detuvo un momento para recobrar aliento, dio vuelta al interruptor de la luz y cogió el listín de teléfonos. Encontró el número de Adrián y estaba alargando la mano hacia el auricular cuando sintió que le agarraban la muñeca. Se volvió sobresaltada y vio a Ferse delante suyo. La hizo dar media vuelta sobre sí misma y, con un dedo, indicó los zapatos que aún tenía en la mano.

– Estaba usted traicionándome – dijo, y siempre agarrándole la muñeca, sacó un cortaplumas de un bolsillo. Separada de él por toda la longitud del brazo, Dinny le miró a la cara. Por una razón indefinible no estaba asustada como antes; el sentimiento que la dominaba era una especie de vergüenza por haber sido sorprendida con los zapatos en la mano.

– Esto es tonto, capitán Ferse – repuso glacialmente -. Usted sabe que ni Diana ni yo le haremos ningún daño.

Ferse apartó la mano, abrió el cortaplumas y, con un esfuerzo violento, cortó el hilo del teléfono. El auricular cayó al suelo. Entonces cerró el cortaplumas y volvió a metérselo en el bolsillo. Dinny tuvo la impresión de que, después de esta acción, su desequilibrio mental era menos agudo.

– Cálcese. Ella obedeció.

– Escúcheme bien. Nadie ha de entrometerse en mis asuntos o crear confusionismo. Haré de mi persona lo que me venga en gana.

Dinny se quedó silenciosa. Su corazón latía apresuradamente y no quería que la voz la traicionara.

– ¿Ha comprendido?

– Sí. Pero nadie quiere entrometerse -en sus asuntos o hacer algo que "a usted no le agrade. Sólo queremos su bien. – Sé perfectamente de qué bien se trata – repuso Ferse -. Ya tengo bastante. – Se acercó a la ventana, apartó con violencia un visillo, y miró fuera -. Llueve a cántaros – observó. Luego se volvió y la miró detenidamente. Su rostro-comenzó a contraerse, las manos a crisparse y la cabeza a moverse de derecha a izquierda. Repentinamente, gritó: – ¡Salga de aquí! ¡De prisa! ¡Fuera, fuera!

Con toda la rapidez posible, pero sin correr, Dinny alcanzó la puerta, la cerró tras de sí y voló escaleras arriba. Diana todavía estaba de pie en el umbral del dormitorio. Dinny la empujó adentro, cerró con llave y se sentó sin aliento.

– Me seguía – dijo jadeando – y ha cortado el hilo. Tiene un cortaplumas. Temo que la locura se está acercando. ¿Resistiría esta puerta si intentase derrumbarla? Tenemos que poner la cama contra ella.

– Si lo hiciéramos, no podríamos dormir.

– De todos modos, no creo que lo consigamos ya – dijo, y acto seguido comenzó a arrastrar el lecho. Lo empujaron hasta la puerta, de modo que formara un ángulo recto.

– ¿Las doncellas cierran sus puertas con llave? – Sí, desde que él está aquí.

Dinny respiró aliviada.

La idea de tener que volver a salir para advertirlas le daba escalofríos. Se sentó en la cama y miró a Diana, que estaba erguida cerca de la ventana.

– ¿Qué piensas, Diana?

– ~ Pensaba en lo que experimentaría si los niños todavía estuviesen aquí.

– Sí; gracias a Dios, ya no están.

Diana se acercó a la cama, apretándose las manos hasta que sintió dolor.

– ¿No se puede hacer nada, Dinny?

– Ferse dormirá y mañana estará mucho mejor. Ahora que nos hallamos en peligro, ya no me sabe tan mal por él.

Diana dijo con indiferencia

– Yo ya no siento nada. Quién sabe si se ha enterado de que no estoy en mi habitación quizá debería bajar y enfrentarme con él.

– ¡No irás! – replicó Dinny. Quitó la llave de la cerradura y se la metió en una media. La sensación de fría dureza la entonó los nervios. – Ahora – continuó – nos tumbaremos con los pies hacia la puerta. Es inútil que nos fatiguemos inútilmente.

Una especie de apatía invadió a las dos mujeres. Durante largo rato permanecieron abrazadas la una a la otra debajo del edredón, sin dormir y sin estar completamente despiertas.

Dinny había logrado finalmente conciliar el sueño cuando la despertó un rumor ahogado. Miró a Diana. Estaba dormida, profundamente dormida. Un rayo de luz se filtraba por una hendidura donde la puerta no se adhería bien a la pared. Apoyándose en un codo, tendió el oído. El pomo de la puerta fue girado y sacudido. Luego alguien golpeó ligeramente.

– Bien – dijo Dinny, en voz baja -. ¿Quién es?

– Soy yo – contestó la voz de Ferse, quedamente -. Te necesito, Diana.

Dinny se inclinó hacia el agujero de la cerradura.

– Diana no se encuentra bien -musitó -. Ahora duerme. No la moleste.

Siguió un silencio. Luego, con horror, oyó un largo suspiro quejumbroso, un sonido tan lastimoso, que estuvo a punto de sanar la llave. La vista del rostro de Diana, pálido y fatigado, la retuvo. ¡Inútil! Cualquiera que fuese el significado del sonido, era inútil. Y, acurrucándose en el lecho, se quedó a la escucha. Ningún otro ruido. Diana continuaba durmiendo, pero Dinny no logró volver a conciliar el sueño. «Si se mata -pensó-, ¿tendré yo la culpa? ¿No sería mejor para Diana y sus hijos, e incluso para él mismo?» Pero el largo suspiro continuaba resonando dentro de ella. ¡Pobre hombre!, ¡pobre hombre! Ahora no experimentaba más que una terrible, una dolorosa piedad, una especie de resentimiento contra la inexorabilidad de la Naturaleza que infligía semejantes penalidades a las criaturas humanas. ¿Aceptar los misteriosos decretos de la Providencia? ¿Quién podía hacerlo? ¡Insensata y cruel! Dinny yacía temblorosa cerca de la agotada durmiente. ¿Qué habían hecho que no hubiesen debido hacer? ¿Podían ayudarle más de cuanto intentaron? ¿Qué harían a la mañana siguiente? Diana se movió. ¿Se despertaría? Pero se volvió de costado y recayó en un sueño profundo. Lentamente, una pesada somnolencia apoderóse también de Dinny y se quedó dormida.

La despertó ni. Golpe dado contra la puerta. Era de día. Diana todavía dormía. Miró su reloj de pulsera. Eran las ocho. Habían venido a despertarlas.

– Muy bien, Mary- – contestó en voz baja -. La señor Ferse está aquí.

Diana se incorporó, fijando los ojos en Dinny medio vestida.

– ¿Qué sucede?

– Nada, Diana. Son las ocho. Sería mejor que nos levantásemos y volviéramos a poner la cama en su sitio. Has dormido muchas horas. Las doncellas ya están en pie.