Se pusieron unas batas y empujaron la cama hasta su sitio. Dinny extrajo la llave de su curioso escondrijo y abrió la puerta.
– Es inútil quedarse cavilando. Bajemos.
Se detuvieron un momento para escuchar; luego descendieron. La habitación de Diana no había sido tocada. Evidentemente la doncella había entrado y descorrido las cortinas. Se pararon cerca de la puerta del cuarto de Ferse. No se oía ruido alguno. Se acercaron a la puerta de al lado. ¡Ningún rumor!
– Será mejor que bajemos – dijo Dinny en voz queda – ¿Qué le dirás a Mar y?
– Nada. Ya lo comprenderá.
La puerta del comedor y la del despacho estaban abiertas. El auricular del teléfono aún yacía en tierra. No había otra señal del_ drama de la noche pasada.
– Diana, el sombrero y el abrigo han desaparecido. Estaban sobre aquella silla – indicó Dinny.
Diana entró en el comedor y tocó el timbre. La anciana camarera acudió desde el piso bajo, reflejando en su rostro una expresión ansiosa y asustada.
– Mary, ¿ha visto usted esta mañana el sombrero y el abrigo del señor?
– No, señora.
– ¿A qué hora ha bajado usted? – A las siete.
– ¿No ha entrado en su habitación? – Todavía no, señora.
– Esta noche pasada no me he encontrado bien. He dormido arriba, con la señorita Dinny.
Las tres subieron.
– Llame a la puerta.
La doncella llamó. Dinny y Diana permanecían muy juntas. No recibieron respuesta.
– Llame de nuevo, Mary. Esta vez más fuerte.
La doncella llamó repetidamente. Ninguna respuesta. Diana la apartó a un lado y dio vuelta al pomo. La puerta se abrió. Ferse no se hallaba allí. La habitación estaba en desorden, como si alguien hubiese caminado furiosamente y sostenido una lucha. La botella. del agua estaba vacía y la ceniza de tabaco esparcida por doquier. Alguien habíase tumbado sobre el lecho, pero no dormido. No había signo. alguno que indicase preparativos de partida o cosas sacadas de los cajones. Las tres mujeres se miraron. Luego, Diana dijo
– Prepare rápidamente el desayuno, Mary. Tenemos que salir.
– Sí, señora. He visto el teléfono.
– Escóndalo y hágalo arreglar; no comente nada con las otras. Diga sólo que el capitán estará fuera dos o tres días. Haga que las cosas den esta impresión. Vistámonos de prisa, Dinny.
La doncella volvió a bajar. Dinny preguntó
– ¿Lleva dinero consigo?
– No sé. Puedo mirar si el talonario de cheques ha desaparecido.
Corrió abajo y Dinny aguardó. Diana volvió en seguida.
– No; está en el secretaire del comedor. Pronto, Dinny, vístete.
Eso significaba… ¿qué significaba? Un extraño conflicto de esperanzas y temores se debatía en Dinny. Voló escaleras arriba.
CAPITULO XXVI
Mientras tomaban rápidamente el desayuno, se consultaron. ¿A quién debían ir a ver?
– A la policía, no – dijo Dinny. – No, desde luego.
– Yo creo que ante todo tendríamos que ir a ver a tío Adrián.
Enviaron a la doncella a buscar un taxi y se dirigieron hacia la casa de Adrián. Aún no eran las nueve. Lo encontraron tomando té y comiendo uno de esos pescados que ocupas más espacio con sus restos que cuando están enteros, lo cual explica el milagro de las siete cestas llenas.
Parecía que, en estos pocos días, Adrián hubiese encanecido más. Las escuchó mientras llenaba la pipa y luego dijo – Debéis dejarme hacer a mí. Dinny, ¿puedes llevar a Diana a Condaford?
– Naturalmente que sí.
– Antes de partir, ¿podrías mandar a Alan Tasburgh a la clínica mental, para informarse si Ferse está allí, sin darles a entender que ha desaparecido? Aquí tienes las señas. Dinny asintió.
Adrián se llevó la mano de Diana a los labios.
– Pareces estar agotada. No te preocupes y procura des cansar con los niños. Nos mantendremos en contacto contigo. – Harán publicidad, Adrián.
– No la harán, si podemos impedirlo. Consultaré con Hilary. Lo intentaremos todo. ¿Sabes cuánto dinero llevaba encima?
– El último cheque cobrado hace dos días era de dos libras, pero ayer estuvo fuera todo el día.
– ¿Cómo iba vestido?
– Abrigo azul, traje azul y bombín. – ¿Y no sabes dónde fue ayer?
– No. Hasta ayer jamás había salido. – ¿Es aún miembro de algún club? – No.
– ¿Algún antiguo amigo se ha enterado de su regreso? – No.
– ¿Y no ha cogido el talonario de cheques? ¿Cuándo podrás encontrar a Alan, Dinny?
– Ahora mismo, si me es posible telefonear. Duerme en su club.
– Entonces, inténtalo.
Dinny fue al teléfono. Volvió seguidamente diciendo que Alan iría a la clínica al instante y que le haría saber algo a Adrián. Se informaría, como si fuera un viejo amigo que ignorara que Ferse se hubiera marchado. Diría que le comunicaran si regresaba para poderle ir a ver.
– Bien -dijo Adrián -. Tienes sentido común, pequeña. Ahora ve y cuida de Diana. Dame el número de Condaford.
Después de habérselo anotado, las acompañó hasta el taxi. – Tío Adrián es el mejor hombre del mundo – comentó Dinny.
– Nadie lo sabe mejor que yo, Dinny.
Regresaron a Oakley Street y subieron a preparar las maletas. Dinny temía que, en el último momento, Diana se negara a partir. Pero se lo había prometido a Adrián y pronto estuvieron en la estación. Permanecieron en profundo silencio la hora y media del viaje, hundidas en los ángulos del departamento y completamente rendidas de fatiga. Efectivamente, sólo entonces se daba cuenta Dinny del esfuerzo que hiciera. Sin embargo, todo sumado, ¿qué había sido? Ninguna violencia, ningún ataque, ni siquiera una gran escena. ¡Cuán misteriosa e intranquilizadora era la demencia! ¡ Qué terror inspiraba! ¡Qué enervantes emociones! Ahora, que estaba segura de no volver a entrar en contacto con Ferse, le parecía solamente digno de piedad. Se lo figuró vagando como un autómata, sin un lugar donde posar la cabeza, sin una persona que le tendiese una mano, en el umbral de la locura, ¡quizás más allá! Las peores tragedias, los crímenes, la lepra,.r demencia, siempre van unidas al miedo: sus víctimas están desesperadamente solas en un mundo aterrorizado.
Después de los sucesos de la noche anterior, Dinny comprendía mucho mejor la explosión de Ferse a propósito del círculo vicioso en el que se debate un loco. Ahora sabía que no tenía los nervios lo bastante fuertes, la piel lo suficientemente dura para soportar a un alienado. Se explicaba los tratos terribles a que los locos estaban sometidos en otros tiempos; los comparaba al modo en que los perros se echan encima de otro perro histérico cuando sus nervios están crispados. La crueldad y el desprecio para con los dementes eran una especie de venganza de la sociedad herida en los nervios.
Por lo tanto era aún más triste, más atroz, pensar en ello. Mientras el tren la iba llevando hacia su pacífica morada, luchaba continuamente entre el deseo de alejar de sí el pensamiento de aquel infeliz proscrito y los sentimientos de piedad que éste le inspiraba.
Miró a Diana, hundida en el ángulo opuesto, con los ojos cerrados. ¿Qué debía sentir ella, que estaba atada a Ferse por los recuerdos, por la ley y por los hijos de los cuales era el padre? El rostro, debajo del sombrero en forma de casco, llevaba esculpidas las marcas de un largo esfuerzo doloroso: facciones hermosas, pero endurecidas. Por el ligero movimiento de los labios notábase que no estaba dormida. «¿Qué la sostiene? – pensó Dinny -. No es religiosa; no cree mucho en nada. De ser ella, yo lo abandonaría todo y me iría al lugar más remoto de la tierra. Pero, -¿lo haría realmente? ¿Hay algo en el hombre, cierto sentido de lo que se debe a sí mismo, que lo conserva firme y fuerte?»