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El coche se detuvo frente al poste de gasolina.

– Siempre es lento el camino hasta llegar a Dorhing – dijo Fleur, desperezándose -. Ahora podremos correr más. Hemos hecho sólo treinta millas y afín nos queda una hora larga. ¿Habéis pensado…?

– No – contestó Hilary, interrumpiéndola -. Nos hemos abstenido de ello como de un veneno.

Los ojos de Fleur, con el blanco tan claro, le lanzaron una de aquellas miradas directas que convencían inmediatamente a la gente de que era una mujer con inteligencia.

– ¿Le queréis devolver a casa en coche? En vuestro lugar, yo no lo haría.

Y, sacando de su bolso una polvera, comenzó a retocarse los labios y a empolvarse la recta naricita.

Adrián la observaba con una especie de temor respetuoso no había entrado apenas en contacto con la juventud moderna. No le impresionaron sus pocas palabras, pero sí lo que en ellas estaba implícito. Traducidas cruelmente, significaban lo siguiente: «Dejadle abandonado a su destino. Vosotros nada podéis hacer.» ¿Llevaba razón? ¿Se estaban dejando llevar por el instinto humano que induce a entrometerse en los asuntos de los demás y a posar una sacrílega mano sobre la Natura leza? Sin embargo, debían enterarse de lo que hacia Ferse y de lo que podía hacer, por el bien de Diana. Incluso por su propio bien tenían que cuidar de que no cayese en malas manos. En el rostro de su hermano vagaba una débil sonrisa. Él, al fin y al cabo, pensó Adrián, conocía a la juventud y estaba en condiciones de decir hasta dónde podía llegar la serena y cruel filosofía de los jóvenes.

Partieron nuevamente, pasando entre el tráfico de las largas calles de Dorhing.

– Al fin libres – dijo Fleur, volviendo la cabeza -. Si queréis cogerle de veras, le cogeréis – y se lanzó a toda velocidad.

Durante el siguiente cuarto de hora volaron, pasando por delante de unos bosquecillos de matorrales amarillentos, de campos y de trechos de terrenos públicos cubiertos de retama y punteados de patos y viejos caballos.

Luego el automóvil, que hasta entonces había corrido regularmente, comenzó a rechinar y traquetear.

– ¡Un neumático pinchado! -anunció Fleur, volviendo otra vez la cabeza. Paró el coche y todos se apearon. Uno de los neumáticos posteriores estaba completamente deshinchado.

– ¡A trabajar! – dijo Hilary, quitándose la americana -. Prepara el gato, Adrián; yo bajaré el neumático de recambio.

La cabeza de Fleur había desaparecido en la caja de los útiles, pero oyeron que decía

– Demasiados ayudantes. Es mejor que me lo dejéis a mí. Adrián, que no entendía nada de coches, y que frente a cualquier mecanismo sentíase impotente, se apartó de buena gana y les observó a los dos con admiración. Eran fríos, veloces y eficientes, pero el gato estaba defectuoso.

– Siempre sucede lo mismo cuando uno lleva prisa – se lamentó Fleur.

Pasaron veinte minutos antes de que volviesen a ponerse en marcha.

– No es posible llegar a tiempo – dijo Fleur-, pero, si realmente lo queréis, encontraréis sus huellas. La estación está un poco más allá del pueblo.

Atravesaron a toda velocidad Billingshurst, Pulborough y el puente de Stopham.

– Es mejor que vayamos directamente a Petworth – propuso Hilary -. Si tiene intención de volver a Londres, le encontraremos.

– ¿He de pararme si le vemos?

– No, continúa adelante y luego retrocede.

Pero pasaron por Pehvorth y recorrieron, sin encontrarlo; los dos kilómetros que había desde la estación.

– El tren ha llegado hace más de veinte minutos – dijo Adrián -. Vamos a informarnos.

El empleado había recogido el billete de un señor con abrigo azul y bombín. No, no llevaba equipaje y se había dirigido hacia las colinas. ¿Cuánto tiempo hacía? Quizá media hora.

Volvieron rápidamente al coche y se encaminaron hacia las colinas.

– Recuerdo – dijo Hilary -, que un poco más adelante hay una bifurcación que conduce a Sutton. Queda por saber si ha ido por ese lado o bien si ha continuado subiendo. Lo preguntaremos. Pueden haberle visto, dado que por ahí hay muchas casas.

Apenas pasada la vuelta había una pequeña oficina de correos y un cartero se acercaba en bicicleta por la carretera de Sutton

Fleur detuvo el coche, rozando la acera.

– ¿Ha visto usted dirigirse hacia Sutton a un señor con abrigo azul y bombín?

– No señorita, no he visto ni un alma.

– Gracias. ¿He de continuar hacia las colinas, tío? Hilary consultó el reloj.

– Si mal no recuerdo, hay casi dos kilómetros de aquí a la cumbre de la colina situada cerca de Duncton Beacon. Hemos recorrido diez kilómetros desde la estación, y él llevaba, digamos, veinticinco minutos de ventaja. Por lo tanto, una vez llegados a la cumbre tendríamos casi que haberle alcanzado. Desde arriba veremos la carretera frente a nosotros y podremos avistarle. Si no lo encontramos, eso significará que ha subido a la colina, pero… ¿por qué camino?

– Habrá ido hacia su casa – dijo Adrián en voz baja. – ¿Hacia el este? – preguntó Hilary -. Adelante, pues, Fleur, y no demasiado de prisa.

Fleur dirigió el coche por la carretera que conducía a las colinas.

– Hurgad en mi abrigo y encontraréis tres manzanas. Las he cogido al salir de casa.

– ¡Qué cabeza! -exclamó Hilary -. Pero las querrás para ti.

– No. Yo estoy adelgazando. Puedes dejarme una.

Los dos hermanos, comiendo una manzana cada uno, miraban atentamente los bosques que bordeaban la carretera.

– Demasiado 'espesos – repuso Hilary -. Marchará por donde esté más descubierto. Si le ves, Fleur, párate en seguida.

Pero no le vieron, y subiendo cada vez más lentamente, llegaron a la cumbre. A la derecha estaba la punta redonda de Duncton Beacon, coronada de hayas, y a la izquierda los Downs abiertos. Por la carretera que extendíase delante de ellos no había nadie.

– Nadie en frente – dijo Hilary -. Debemos decidir algo.

– Sigue mi consejo, tío Hilary. Déjame que os vuelva a llevar a casa.

– ¿Tú qué dices, Adrián? Adrián movió la cabeza.

– Yo continuaré – decidió. – Perfectamente. Voy contigo.

– ¡Mirad! – exclamó Fleur de repente, indicando con la mano.

A una distancia de cinco metros aproximadamente, en un escarpado sendero que tenía su origen en el lado izquierdo de de la carretera, yacía un objeto oscuro.,

– Me parece que es su abrigo.

Adrián saltó del coche y corrió hacia el objeto. Regresó trayendo un abrigo colgado del brazo.

– Ya no cabe duda – dijo -. O bien se ha parado aquí para descansar y lo ha perdido inadvertidamente, o bien se ha cansado de llevarlo. Sea como fuere, es una mala señal. Vamos, Hilary.

Dejó el abrigo en el coche.

– ¿Ordenes para mí, tío Hilary?

Has estado magnífica, querida mía. ¿Quieres estarlo un poco más y aguardarnos aquí una hora? Si al cabo de ese tiempo no hubiésemos regresado, baja y bordea lentamente las colinas por la carretera de Sutton Bugnor y West Burton; entonces, si no nos ves por ninguna parte a lo largo de ese camino, pasa por la carretera que atraviesa Pulborough y regresa a Londres. Si te sobra un poco de dinero, nos lo podrías prestar. Fleur sacó el portamonedas.

– Llevo tres libras. ¿Os bastarán dos?

– Las aceptamos con gratitud – contestó Hilary -. Adrián y yo jamás tenemos dinero. Creo que somos la familia más pobre de Inglaterra. Adiós, querida, y gracias. ¡Ahora, a lo nuestro, viejo!

CAPÍTULO XXVIII

Agitando la mano en señal de saludo hacia Fleur que, de pie cerca de su coche, estaba mordiendo la última de las tres manzanas, los hermanos tomaron el sendero que rodeaba la colina.

– Ve delante – dijo Hilary -. Tienes mejor vista y tu traje es menos visible. Si le vieras, nos consultaremos. Llegaron casi en seguida ante una alta alambrada que corría a lo largo de la colina.